Los toros de Dur Sharrukin o la lejanía hermosa de las llamas en el cielo

Dur Sharrukin

I

 

Se pliega la mortaja de la tarde.

Hoy, otra vez, es dulce el aire,

viejo como los frutos escondidos 

de la zarza. Así, con este pliegue

de la nube rojiza y polvorienta,

cayeron en tapices luminosos 

París y el Sena, con su azogue otoñal. 

Era todo como esta tarde veo. 

El sol, solo un reflejo en las estatuas

de bronce; un mechón que diste al viento,

oscilante y lejano, en Rivoli.

Te pedían las manos que salían 

de los derrumbaderos, sus voraces 

gritos que bordeaban los raíles 

y eran como los órganos distantes

de la noche o las rejas de los puentes

con candados por donde solíamos pasar. 

Tú mirabas los niños, los portales, 

las luces en la noche del servicio,

como un oscuro faro de bondad 

secreta y pensabas aterrada

que era horrible morir tan solitario 

como los viejos cuervos se morían 

escuchando el arrullo de los barcos 

que preñaban las aguas de turistas. 

Hoy pienso que era todo una ilusión.

La gente paseaba por la orilla

viendo el sol caer entre los puentes

y buscaban infieles en la noche 

apostatar del tiempo de la luz. 

Les juzgará quizás la estatua muda:

sus ojos, su turgencia que mirabas

con extraña empatía cual si vieras

que en ella estabas tú de alguna forma

esperándote a ti misma y bendecida 

de insensible libertad entre la gente.

Era sentir tu cruz, era tu herida

de bondad para el orbe y la ciudad,

y sufriste, sufriste como hoy sufro

la distancia inasible de esta tarde

tan dulcemente mansa de violeta,

en que muere de amor un sol antiguo

fulgiendo en su poniente mi recuerdo. 

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II

 

Se ha plegado la sábana del día

con su curso de sangre hacia la hondura,

las gárgaras, los trinos han callado

para la luz el ámbito del sueño. 

Has visto crepitar, allí, en la altura,

el sollozo extinto de la gárgola

traidora, el fulgor amargo y frío

del fuego en el espejo de los barcos. 

Cómo no recordarlo si lloraste,

tú, a quien nada importaban las vidrieras

celestes, por el fuego que acechaba

escondido en los siglos de las piedras,

buscando su sentido entre los arcos

y las avenidas. Y París moría

irremediablemente en nuestros ojos 

de estatua infinita, ardiendo lento

en la lumbre indomable de su mito.

Tú decías entonces haber visto

el brillo en las orillas del trezième,

yo asentía mirándote en los barcos, 

huyéndote de mí al atardecer…

 

Y volvíamos, calle arriba, solos

entre los restaurantes y las tiendas

de especias orientales con aroma

a promesas que fueron quizá un día

algo feliz. Subíamos. Yo hablaba 

fervoroso y pueril sobre las huellas

de Baudelaire mendigo y de Vallejo,

de Cortázar extraviado, de la maga,

de Hugo, de Nerval y de Piaff.

Y tú me sonreías como a un niño 

—de cariño quizás o de cansancio—

y embriagándonos de luz y de entusiasmo,

buscamos la bondad en los tejados

del recuerdo distante de algún mar. 

Juan Pérez-Sevilla Guerra

Juan Pérez-Sevilla Guerra (Arnedo, La Rioja, España, 2001). Es licenciado en Filología Hispánica por la Universidad de Zaragoza y en la actualidad cursa el máster de profesorado en la misma universidad. Ha sido beneficiario de una beca de colaboración en el grupo investigador CLARISEL. Ha participado en congresos literarios «Entre dos aguas» (Universidad de Zaragoza) o «El concepto de la muerte en la literatura hispánica» (Asociación de hispanistas siglo XIX). Recientemente, ha publicado el artículo «Verba visibilia: un análisis gestual del Libro de Apolonio en su contexto teórico y social» en Lemir. Es entusiasta de la literatura en todas sus variantes.

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