Las flores que me sobrevivan
Jan Meeus
Nací con el solsticio engrilletado a mis tobillos un día de San Juan, único día en el que el fuego se rige por la Luna. Fue San Juan el último profeta en el desierto, quien bautizó a Jesús a la orilla del río Jordán reconociéndolo como el cordero de Dios, y cuya cabeza terminó servida en bandeja de plata a Salomé. Todo eso a mi madre no pudo importarle menos. Ella me encomendó al primer santo libanés, hombre anacoreta que eligió el silencio. De su historia no sabía nada pero su silencio era lo más parecido al agua. Yo elegí el silencio sin ser maronita. El silencio es el fiordo entre los ojos y el tiempo. Es mi orfanato, nuestra bandera, la primera hipoteca. Mi abuela tenía manos que cincelaban silencios y con ellas se encargó de bordar la lluvia en todos mis cumpleaños. Me dijo que la lluvia jamás tendría que ser motivo de tristeza. Agua eres y en agua te convertirás. Fueron sus canas un bosque boreal siempre atardecido de violetas coníferas en donde yo corría con la lengua de fuera para atrapar perfectos copos de nieve. Y recostado sobre aquel glacial terciopelo fue que me ceñí a la idea de envejecer, impaciente porque las áureas crestas del astro bautista tiñeran de violeta mi cabello blanco. Envejecer no es sino el calcio que iremos perdiendo y las flores que nos sobrevivan. Es justo cuestionarme ahora si mi temple ha de permitirme cuidar de tantas flores o en cambio deberé ser de flores tejidas en crochet. De plástico jamás. De mi padre heredé apenas un rescoldo de su temple y él a su vez lo heredó en su totalidad del suyo. Me enseñó a domesticar su ausencia y me obsequió su silencio que son los aviones que él observaba cuando era niño. Esa fue mi primera lección de vuelo. Mi madre siempre ha temido que cumpla el mismo destino que Ícaro. Si alguna vez he de volar cerca de algo será de la Luna, mi otra madre, vine al mundo de su ápice el único día en el que el fuego le es servil a pesar de yo llevar agua por dentro, pero eso ya lo he dicho. De mi madre heredé su oceanidad, que son sus lágrimas rebosando las albercas de mis parques, y me obsequió el París que imaginaba en su azotea cuando era niña. Fue su París el más bohemio de todos desde donde yo escribo este poema. Del París real vino una bailarina a suicidarse. El olor era insoportable. Derribaron la puerta. El bebé estaba lamiéndose igual que el gato. De todo aquello se habló en un periódico. La trágica puesta en escena de un mito fundacional. Parisina suicida, le sobreviven su hijo, Rómulo y Remo por igual, y su gato. No hubo mención del silencio. Silencio que con el pasar de los días se convirtió en mudez y, en un instante, en el estallido de un vaso, el retumbar del peso muerto y llanto vuelto gorjeos queriendo ser maullidos. Mudez: De tanta angustia que me roe, guardo un silencio que se unifica a la entraña del océano. El poema debe terminar y yo no he dicho nada que nadie sepa. Nací un día en el que el fuego de las hogueras era azul, mojaba de tan azul y la gente corría a su alrededor, lo brincaban, le arrojaban sus penas en papel para que este las ahogara, y así lo hizo con todas menos con aquellas que resultaron anfibias, y elegí el silencio, el más íntimo de los amarillos ámbar del que se tiñe la luz de mi lámpara a cierta hora de la noche. Y fue en silencio que supe ceñirme a la idea de envejecer, que no es mas que el rastro de mis suelas desgastadas por todas las calles, avenidas y puentes peatonales a donde volveré para comprobar si mi agua, como la del río, no es la misma. Y la vejez ha de ser entonces comprarse un matizador de canas. Las flores que me sobrevivan: Este matiz que al cielo desafía, iris listado de oro, nieve y grana, será escarmiento de la vida humana. Las albercas de mis parques: nostalgias de los más sacros, helados y hondos azules en donde aprendo a flotar, a sumergirme y a aguantar la respiración rodeado de sirenas. Eso lo he dicho antes, en otra parte, aquí no: siempre hay sirenas en las albercas de mis parques. Nostalgia: caballo de mar, con cuerpo de mar, que en su galopar ha de fosilizar nuestra autobiografía. Oceanidad: la sal, el yodo y la fiereza que nos obsequia el mar a todas sus flores llamadas Alfonsina. El mar: Padre de mi silencio. Mi padre: hombre pájaro. Mi madre: fuego azul. Segunda lección de vuelo: el agua que llevas dentro terminará por inundar todos los rincones con el crujir de huesos. Agarra tres o cuatro recuerdos lindos, cuéntalos como quieras, las veces que quieras, hasta que tengas tantas vidas como océanos. La redundancia es un trozo de mármol que se nos presenta una vez que hemos esculpido el silencio.