Amanecer desde una ventana

Stephen Radford

Ese día preguntaremos al infierno: ¿está lleno? 

Y el infierno nos responderá: ¿hay alguien más para mí?

CORÁN, SURA 50

Cada vez que la enfermera entra arrastrando su carrito y enciende la luz Lady Di recoge las piernas y se incorpora buscando asentar los pies en el piso como si quisiera huir, así descalza, arrastrando consigo las sábanas, y sólo empieza a sosegarse cuando oye a su lado aquella risa tranquila de registros graves, pausada, complacida, y siente sobre la frente la tibieza de la mano oscura que huele a gel de alcohol, pero su ojo asustado no deja de mirar ansioso, de reclamar, de dudar; el ojo sano, porque el otro, bajo la venda, ha sido operado, la retina desgarrada a causa de una patada.

Y llora. Ahora llora menos, pero siempre el llanto pugna en su boca como un vómito seco del que solo queda el sabor amargo de la bilis, un llanto que no enturbia sus ojos, no los moja de lágrimas, no le llena de mocos las narices. Un llanto que sólo se queda en sollozos, una tormenta que se arremolina en el pecho y que no tarda en estallar en su boca desdentada porque también perdió dos incisivos y un canino, de otra patada.  

No es la celda pestilente donde nunca se sabía si era de noche o era de día, allá en Managua, sino el cuarto del séptimo piso en el hospital México en San José; la voz sosegada, la mano en la frente se lo confirman. Debajo de su ventana la oscuridad comienza a despejarse, crece la intensidad del tráfico en la autopista General Cañas, furgones de mercancía, autobuses iluminados con pocos pasajeros dispersos en los asientos, camionetas de carga, motos, taxis en viaje al aeropuerto, faros de ida y vuelta, el rojo rubí de las luces traseras.

Una franja tenue tras las gasas de la cortina, primero rosa y luego amarillo, se prende en el filo de las cumbreras de los techos de zinc pintados de rojo que se extienden en la distancia del barrio la Uruca entre bodegas, garajes de autobuses, cubos de edificios que parecen nunca terminados, postes de luz, trasformadores, la maraña de alambres eléctricos, cisternas elevadas, antenas parabólicas, vallas publicitarias; y ahora, la luz grisácea que se esparce, va dejando ver el pequeño clóset donde no hay nada suyo en las perchas de plástico, el sillón de extensión forrado de vinilo, la pequeña pantalla negra y plana del televisor empotrada en la pared celeste, el asta de la bolsa de suero al lado de la cabecera de la cama, las sábanas debajo de las que se alza el promontorio de sus piernas recogidas.  

Lady Di. Le pusieron ese nombre porque al empezar a peinarse como mujer escogió el estilo Dixie de la princesa de Gales, un corte retro de cabello, desaliñado en apariencia y a la vez sofisticado, según había leído en Cosmopolitan en español, que volvía de los finales del siglo pasado, cuando ella era apenas ¿un niño, una niña?

Como Lady Di concursó en la gala Drag Queen del año 2013 en la discoteca Coco Jamboo en Masaya, y la suma de su puntaje en el desfile de pasarela, tanto en traje de noche como en traje de baño, en porte y figura corporal, y en respuestas a las preguntas del jurado, la colocó a una distancia enorme de las otras concursantes, y se llevó de manera espectacular el cetro y la corona, esa foto de su coronación que arrancaron del marco y la hicieron comerse a pedacitos, de rodillas en el piso de su salón de belleza unisex en el barrio Carlos Marx de Managua. Lady Di se llamaba también ese salón de belleza.

La enfermera se llama Anne Sinclair, y es del pueblo de Matina, cercano a Puerto Limón. La llaman Miss Sinclair. Funny treatment for a fucking sinner, se ríe ella con esa su risa galante y sabrosa a la que no pone prisa, para que Lady Di se ría también. Miss es tratamiento honorífico para mujeres que han sabido mantener las piernas bien juntas, dice. ¿Pero yo? ¿Y Pancho Hooker, sweetheart? ¿Y los otros tres que pasaron por esa cama mía, acaso no cuentan?  

El relato de Lady Di es desordenado, a retazos, cada vez algo nuevo que no ha contado, o ha contado a medias, o la repetición, en palabras diferentes, de algo que ya contó, fragmentos que hay que juntar; y si no es por Miss Sinclair, que los pone en orden en su propia cabeza, no será fácil encontrarles una ilación.

Miss Sinclair reconstruye el relato sustituyendo, sin ponerse a pensarlo, ciertas palabras de Lady Di por otras que se hallan ya en su cabeza a consecuencia de su formación profesional de enfermera: ano, genitales, testículos. O frases enteras: desgarramiento del recto a causa de la penetración violenta por medio de un instrumento metálico, probablemente el cañón de un fusil. Desfloración del ano.

No es fácil para Miss Sinclair la tarea, porque no hace apuntes. Por ejemplo: el momento en que a Lady Di le metieron en la cabeza la capucha de lona que se cerraba por el cuello con un lazo. ¿Fue cuando la sacaron de su casa en el barrio Carlos Marx, donde tenía en la pieza delantera el salón de belleza, y la subieron a la Hilux? ¿O cuándo la confinaron en el cuarto de aperos de la finca cercana a Mateare, hacia el occidente de Managua, donde el comandante Lagarto, dueño de una escuela de equitación, tenía las caballerizas, los establos, el picadero, los paddocks? ¿O fue después, en El Chipote, la prisión preventiva al borde del cráter de la laguna de Tiscapa, donde la sometieron a los interrogatorios? El mismo comandante Lagarto la llevó, al volante del jeep que arrastraba el remolque de caballos donde iba ella, la cabeza contra el piso cubierto de zacate seco y amarrada de pies y manos con una sola cuerda de nylon, los paramilitares enmascarados con pasamontañas apuntándola con el cañón de los fusiles.

El pabellón de su oreja se ilumina de rojo cuando Miss Sinclair le acerca el termómetro. Va entrando en sosiego. Ella misma ofrece el dedo para que le coloque el medidor de oxígeno, y luego el brazo para que lo envuelva en el brazalete del tensiómetro; el rito de cada madrugada, de cada media mañana, de cada mediodía, de cada atardecer, de cada noche, al que termina entregándose, por fin, cuando ya ha salido de la hondura de aquellas aguas sombrías en las que entra bajo el peso de los somníferos, las profundidades donde brilla la bujía atornillada al techo, y ella está desnuda, de rodillas, recogida en sí misma, embarrada de mierda, y el comandante Lagarto le busca las costillas, los huevos, el culo, para clavarle a distancia el chuzo eléctrico de tiro largo, como los que se usan en los mataderos, y así no embadurnarse, un ardid fracasado untarse el cuerpo en su propia mierda chirre pensando que así tendrían asco de acercársele y cesarían las patadas, los golpes en los oídos, las descargas del chuzo eléctrico, la inmersión en la pila de agua de donde la sacan cuando están a punto de estallarle los pulmones.

Había un sumidero en una esquina de la celda para cagar y mear, un hueco hacia el que se arrastraba a gatas cuando sentía la necesidad, estuvieran o no los torturadores que a veces atestaban la celda, el pudor ya lejos, sólo un recuerdo distante de su vida pasada, y la voz de deje de campesino segoviano del comandante Lagarto: ¿vos sos huevón, sos maricón, sos hombre, o qué puta es lo que sos?, tenés verga por lo que veo, y te cuelgan los huevos, ¿entonces qué es ese mate tuyo de creerte mujer? 

Recuérdeme quién era ese comandante, le dice Miss Sinclair después de haber tachado de su mente todas aquellas groserías y sustituirlas por micción, deposición, materia fecal: era un comandante de los que fueron guerrilleros en la revolución, tendrá sesenta y tantos años, la barriga le desborda encima del cinturón de vaqueta, anda siempre acatarrado, el cuello envuelto en una toalla, no se quita nunca el sombrero ranger, usa botas jungla y va vestido de camuflaje del desierto, a los lados de la boca le bajan las guías de un bigote tipo Fu Manchú, y es dueño de esa escuela para aprender a montar en Mateare, y también de fincas de ganado, siembra maní, aguacates de exportación, tiene una flota de buses, un casino en Managua, no sé qué más tiene, y cuando las manifestaciones de protesta fueron creciendo y se llenaron las esquinas de barricadas, y se levantaron tranques en las carreteras, apareció él en el canal 4, que es uno de los canales oficiales, una canana de tiros cruzadas en el pecho, un fusil Dragunov en ristre, llamando a los combatientes históricos a defender las conquistas revolucionarias, son ellos o somos nosotros, si nos dejamos nos van a matar a todos esos burgueses reaccionarios, imperialistas y vendepatria que quieren dar un golpe de estado. Un Rambo viejo que tose desgarrando flema mientras te interroga.

Fue el santo y seña para que empezaran a salir a las calles las caravanas de Hilux atestadas de paramilitares enmascarados a tomar por asalto las ciudades donde había levantamientos, Jinotepe, Masaya, León, Matagalpa, Managua. Los francotiradores disparaban desde la azotea del estadio de béisbol que acababan de inaugurar con plata de Taiwán en Managua, cazando a los estudiantes que se habían atrincherado dentro de las universidades cercanas, la Universidad Centroamericana de los jesuitas, la Universidad Nacional de Ingeniería; empezaron a desbaratar las barricadas con bulldozers, adelante las máquinas y detrás los enmascarados por decenas disparando, y a los que custodiaban los tranques en las carreteras, porque había muchas carreteras cortadas, allí mismo los ajusticiaban.

¿Qué hacía ella para entonces?, le pregunta Miss Sinclair mientras regula el goteo del suero. Lady Di salía a ofrecerles agua, gaseosas, algún bocado de comida a los muchachos del barrio Carlos Marx que habían levantado las barricadas de la pista de la Resistencia, eran cuatro, cinco barricadas cortando la pista, pero sobre todo se hallaba muy activa en las redes, dándole forward a las denuncias en Facebook, en Twitter, usando el WhatsApp, muertes, capturas, golpizas, los ataques de los antimotines, el asalto a las viviendas buscando sospechosos, entraban a una vivienda las tropas especiales de la policía, de negro como los zopilotes, y desbarataban todo, se robaban todo. Hasta que le tocó a ella. 

Para Miss Sinclair, quienes son capaces de atrocidades semejantes, son los malvados, y punto. Viven del otro lado de la frontera, no los conoce, y nunca los conocerá, no, thank you, sir, seres capaces de torturar a alguien indefenso, y cometer la brutalidad sin nombre de meterle el cañón de un fusil en el recto. Y esto que aún no lo ha oído todo, ya sabrá del incendio de la fábrica de colchones y colchonetas.

No le interesa saber que el comandante Lagarto luchó una vez contra la dictadura de Somoza. Que arriesgó su vida para salvar a un compañero guerrillero en pleno combate. Eso la distraería de la rabia y el disgusto que siente cada vez que escucha a Lady Di volver sobre sus padecimientos en manos de aquellas bestias. ¿Y si tuviera una esposa ese maldito? ¿Y si la vio morir tras una enfermedad penosa, cáncer en los ovarios, y si todavía la llora? Debe tener hijos ya maduros, nietos. Hace el papel de abuelo y los domingos los lleva a montar a su finca. Si alguno de ellos se enferma, él mismo va la farmacia a comprar la medicina, y si otro padece de asma lo traslada al hospital en su jeep, ese mismo jeep al que pega el remolque de caballos donde ha conducido a Lady Di a la cárcel, al cuarto de tortura. 

Y los demás, enmascarados con pasamontañas, que son seguramente más jóvenes, ¿tienen novias, vecinos de su edad con los que se juntan a tomar cervezas, juegan billar, ven juntos los partidos del Barça y el Real Madrid en la televisión? 

A uno de ellos, al que ha empuñado el fusil cuyo cañón ha entrado en el recto de Lady Di desgarrándole los tejidos intestinales y causándole una copiosa hemorragia, le avisan que acaba de morir su madre, atropellada tras bajarse de un bus de pasajeros en el barrio donde sirve como empleada doméstica. No acierta a apagar el celular el muchacho, se le cae al piso, las lágrimas le dificultan encontrarlo, permiso, comandante, acaban de accidentar a mi mamá, la están trasladando al hospital en una ambulancia, parece que ya va muerta, solicito permiso. 

¿And so what? Ni le va ni le viene que el comandante Lagarto mire el reloj porque se le hace tarde mientras compra algodón de azúcar para sus nietos a un vendedor callejero, ni que su subalterno, raudo en su moto, vaya camino del hospital donde su madre está siendo depositada en una gaveta de la morgue. 

Después oirá de un joven oficial que se corta el pelo al estilo fringe, usa agua de colonia Hugo Boss. Atildado, cortés, pulcro. Sus camisas las da a alistar en una dry cleaning. Estudia en cursos sabatinos para sacar su título de abogado, y es fan perdido de Elisabeth Moss, no se pierde la serie El cuento de la criada. ¿Y si fuera gay, le importaría eso a Miss Sinclair? Se comporta sin violencia ni exabruptos en los interrogatorios porque sabe bien cuál es su papel. La tortura les toca a otros. A él le corresponde persuadir al reo para que firme al pie de la última hoja de la confesión, y que encima le quede agradecido por el buen trato. 

La fábrica artesanal de colchones y colchonetas Buen Pastor del barrio Carlos Marx, quedaba frente al salón de belleza Lady Di, entre la ferretería El Rey, y un solar vacío con un palo de mango solitario sembrado cerca de la acera. Cuando le pegaron fuego a la fábrica Lady Di fue testigo del hecho. No es que se lo contaran. Y eso le ha costado lo que le ha costado. 

Era una casa de tres pisos. En los dos de arriba vivía la familia Campos. Allí tenían su sala, su comedor, sus dormitorios. Y en el de abajo, a ras del suelo, la fábrica, donde todos, padres, hijos, sobrinos, trabajaban. Los policías y los paramilitares, que andaban operando juntos para entonces, querían poner francotiradores en la azotea para cazar a los muchachos de las barricadas levantadas en la pista de la Resistencia. 

Rodearon la casa muy de mañana, exigiendo que les abrieran la puerta, pero don Oscar Campos, el propietario, dio orden de que no los dejaran entrar bajo ningún punto, un hombre pacífico, pastor protestante de la iglesia Fuente de Vida. Entonces, esa negativa los llenó de furia, y empezaron a disparar contra las ventanas del primer piso, quebraron los vidrios a balazos, lanzaron cocteles molotov, y los colchones y colchonetas ardieron en instantes junto con los materiales, las telas para forrar, las láminas de hule espuma, la estopa de algodón para el relleno; y el fuego arrasó también con las máquinas. 

Las bocanadas de humo negro se espesaban elevándose por encima del techo, las llamaradas subían rapidísimo y alumbraban las ventanas del segundo piso, llegaban al tercero, el fuego estaba cocinando vivos a todos los que estaban adentro, se oían las voces clamando, las toses de asfixia, y los policías y los enmascarados que cercaban la casa no dejaban acercarse a los camiones de bomberos, le advirtieron a los choferes que apagaban las sirenas o les disparaban, y entonces, en el balcón del segundo piso apareció Javier, un sobrino de don Oscar, había logrado salir rompiendo los vidrios de una ventana, se encaramó en el balcón y se lanzó a la calle, y lo mismo hicieron al rato Cynthia, la hija de don Oscar, y Maribel, su sobrina, fueron ellos tres los únicos que sobrevivieron, y apenas cayeron en la acera, atosigados de humo, se levantaron y corrieron a meterse en la casa de un vecino, y, vaya milagro, los policías y los paramilitares no les estorbaron la carrera. 

Se fueron por fin los asaltantes en sus camionetas Hilux después que recibieron por radio la orden de levantar campo, y entonces entraron por fin los bomberos, tardaron en apagar las llamas con las mangueras, y lograron sacar los cadáveres, negros como tizones, que colocaron enfilados en la acera, don Oscar, su esposa doña Maritza, su hijo Alfredo y su esposa Mercedes más sus dos niñitos, Daryelis que tenía año y medio, y Matías, que tenía 5 meses. 

Empezaron las televisoras y las radios oficialistas a decir que la casa la habían incendiado los terroristas de derecha, pero Lady Di no sólo lo había visto todo. Lo había filmado con su teléfono desde detrás de la ventana del salón de belleza. Subió de inmediato el video a su cuenta de Facebook, y se volvió trending topic, una lluvia enloquecida de reproducciones. Ya no podían desmentir nada.  

Miss Sinclair escucha otra vez a Lady Di al tiempo que le soba la espalda buscando sosegarla: no había pasado el mediodía cuando la cuadra volvió a llenarse de Hilux porque llegaron a capturarme, un gran operativo militar, y no solo me cogieron presa a mí, también a mi marido, Arnulfo, que es chofer de taxi, quebraron a patadas la cama donde estaba descansando del turno de medianoche, y allí en el piso, entre los restos de la cama, le abrieron la cabeza de un culatazo, esposado con un amarre de plástico lo sacaron en calzoncillos a la calle, y se lo llevaron, nunca supe para dónde, hasta el día de hoy desaparecido, nadie dio ni da cuenta de él.

A mí me tenían ya esposada, en cuclillas contra una pared, y el comisionado que los mandaba a todos dijo que iban a catear la casa y también el salón de belleza en mi presencia, para que después nadie dijera que se habían robado algo. Todo aquello no era más que burla, porque lo que hicieron fue precisamente destruir y robar. En el dormitorio, donde quedaba la cama hecha pedazos, descolgaron del clóset todas las piezas de mi vestuario y las acarrearon a brazadas, mi traje vaporoso de la noche de la coronación, mis vestidos de fiesta, y las camisas de mi marido, sus pantalones, no había nada que no fuera fino porque yo le escogía sus prendas.

Pero el ensañamiento peor lo tuvieron con el salón de belleza, allí si fue Troya, empezando por la quebrazón de espejos, arrearon con las existencias de la vitrina de productos en venta, cremas faciales, lociones corporales, accesorios de maquillaje, esmaltes de uñas, pestañas postizas, junto con todo lo que hallaron en gavetas y anaqueles, el stock de champús, acondicionadores, tintes, tónicos capilares, y lo mismo los pinceles, brochas, pinzas, mascarillas, frascos de químicos para alisado y rizado, y no perdonaron las palanganas lavacabezas, los peines, los cepillos, las tijeras, las navajas, las cizallas, metían en costales las capas de nylon, las toallas, los accesorios para cortar, teñir y lavar el cabello, y ya no se diga las tres sillas reclinables marca Maletti que las arrancaron de sus pedestales por el puro gusto de destruir, y las tres secadoras de pelo Costway, desbaratadas, la lámpara de luz UV, arruinada. 

Me subieron a la tina de una Hilux en medio de aquel operativo tan imponente, haga de cuenta que era yo la peor criminal jamás vista en la tierra, que ni el Chapo Guzmán me igualaba; arrancó la caravana rumbo a Plaza del Sol, donde está el cuartel central de la policía, pero cuando llegamos y abrieron el portón para dar paso a los vehículos, la Hilux que me llevaba a mí siguió de largo hacia la rotonda Rubén Darío y de allí agarró por la pista Juan Pablo II. Atravesamos Managua hacia occidente y cogimos el empalme de la carretera vieja a León, pasamos Ciudad Sandino y antes de Mateare dejamos de pronto la carretera para meternos en un camino de tierra buscando Chiltepe, y de pronto estábamos ya en la soledad, adónde vamos, qué quieren estos, no sea que vayan a matarme y tirarme ya muerta en una zanja, es la última vez en mi vida que veo este paisaje, esos zacatales, aquellas lomas peladas, todos esos jícaros sabaneros, aquel guarumo coposo, ese cerco de alambre, nunca voy a saber cómo es que se llamaban esas montañas que se ven azulosas más allá de la costa del otro lado del lago. Hasta que nos topamos con un gran caballo de cemento asentado en las patas traseras sobre un pedestal delante de la entrada de la finca hípica, y en las caballerizas el comandante Lagarto esperándome con su cortejo de sicarios enmascarados.

La hicieron desnudarse dentro del cuarto de aperos, la obligaron a ponerse de rodillas, todos riéndose porque debajo del jean llevaba un blúmer mínimo ciclamen y un brasier rojo Victoria’s Secret, y uno de ellos se abalanzó a arrancarle el brasier relleno de esponja en las copas, este hijueputa engaña con esas tetas postizas y el buen culo que tiene, dijo el comandante Lagarto, te lo encontrás en un antro y después de media docena de bichas le metés mano, y te sale que el trompo tiene puyón. 

No ando en antros, no soy puta, tengo mi varón, reclamó ella. Altiva, intacto su orgullo todavía, pero allí mismo se estaba dando cuenta de que gastaba saliva de balde, porque el comandante Lagarto, que la miraba de soslayo, arrugó el entrecejo de manera burlona, y de pronto le dio una soberana patada en la boca. 

Fue entonces que perdí los dientes, los tres que me faltan, se señala Lady Di la boca. Te los van a reponer, dice Miss Sinclair, quedará preciosa tu dentadura, viene anotado en la epicrisis, emitirán la orden a servicios odontológicos. Pero no es eso lo más urgente, lo primero es el ojito, después los doctores irán viendo.

No estás aquí por anormal, porque te guste que te den por el culo, ya que bicho para que te la metan de todos modos no tenés, estás aquí por subversivo, por andar metido en esas hordas que siembran el caos, cabrón mentiroso, mal agradecido, que inventás mierdas en las redes. Un tufo a orines y estiércol, el olor a zacate recién cortado, el resoplido de los caballos en las cuadras, de repente un relincho. 

Más te conviene cerrar las tapas, pensó ella, estar contradiciendo a este viejo fanático es puro suicidio, te van a dejar sin dientes, te van a quebrar la vida. Pero, en contra de ella misma, apartando la mano de la boca ensangrentada, alzando la voz, contestó: ¿cuál mal agradecimiento? No le debo favores a nadie, vivo de mi trabajo, ¿y cuáles son mis mentiras? ¿Acaso miente el video donde sale cómo ustedes le pegaron fuego a la casa?  

Y entonces la punta acerada de la bota del comandante Lagarto volvió a alzarse y le dio en el pómulo, cerca del ojo, fue esa la patada que le desgarró la retina, y cayó de rodillas con el impacto: ideay, resultó bujón el muy hijueputa, ¿te parece poco lo que has andado haciendo?, cochón pendejito, ya voy viendo qué gobierno quieren poner todos estos vándalos degenerados, un gobierno rechivuelta de lesbianas, maricones, travestistas, qué alegre todo, en qué manos íbamos a quedar. Vamos para el Chipote. Vístanlo.

No. No sabe cuántos días pasó en la celda de castigo. Semanas. No lo sabe porque lo que es la luz no la apagaban nunca y la celda no tenía ventanas, de manera que si amanecía o atardecía eso pasaba en otro mundo. Y cuando la sacaban de allí era para los interrogatorios, en un cuarto que tampoco tenía ventanas. Además del chuzo eléctrico y las patadas, la agarraban a trompones, la metían en una pila hasta que estaba a punto de ahogarse, le martillaban una pistola pegada a la cabeza, y si empezaba a dormirse, acostada en el piso, la despertaban con una descarga del chuzo en el tórax. Y entonces se siente como si el corazón se te va a salir del pecho y te va a explotar. Como si te va a dar un infarto monumental.

Una vez de tantas la bañaron con una manguera, la vistieron con un uniforme de color celeste, como un pijama, le pusieron la capucha, dos custodios la llevaron agarrada por los brazos, se oían voces de mando, se abrían y se cerraban puertas, y cuando le quitaron la capucha estaba en una oficina con aire acondicionado donde todo lo que había era un escritorio pequeño y dos silletas a ambos lados del escritorio. Las paredes de ladrillos sin repello, pintadas de cal, reflejaban la luz que entraba por una ventana que daba al cráter de la laguna de Tiscapa. Se quedó extasiada contemplando los montarascales en el borde del cráter, azotados por el viento, los vehículos que, en silencio, como si se hubiera apagado todo ruido, bordeaban el bulevar al otro lado de la laguna invisible en el fondo, las nubes deshilachadas que pasaban lentas en el cuadro de la ventana. 

Entró el oficial con el pelo cortado al estilo fringe, y la colonia Hugo Boss ella podía olerla a la legua. Muy educado, muy cortés. Se sentó al escritorio y le indicó la silleta al frente. ¿Tenía hambre? ¿Tenía sed? Y sin esperar respuesta fue asomarse al pasillo y ella escuchó que daba una orden. Al rato trajeron una Burger King doble con un cucurucho de papas fritas y un vaso gigante de Coca Cola. Y mientras la veía comer con voracidad, los dedos embadurnados de mayonesa y salsa de tomate, bajó la voz a un tono confidencial para decirle que él, en lo personal, no estaba de acuerdo con esos procedimientos de interrogatorio.

Ella seguía afanada, metiéndose con cuidado la comida en la boca, evitando lastimar la encía donde faltaban los tres dientes, sorbiendo entre los labios entumidos la pajilla ensartada en el vaso de poroplast. Y lo siguiente que el oficial le dijo, siempre en tono confidencial, era que estaba en manos de ella irse a su casa hoy mismo, volver a su vida normal de antes; ellos buscaban que se restableciera la normalidad en el país, que la gente regresara a sus trabajos. ¿Cómo sería eso?, preguntó ella después de tragar el último bocado, después de chuparse de los dedos la mayonesa, la salsa de tomate, después de buscar afanosamente en el cucurucho si aún quedaba algún resto de papas fritas. 

Él sonrió: sencillo. Firmás aquí, al pie de la última hoja, eso es todo. Y puso un legajo frente a ella. ¿Y qué dicen esos papeles?, preguntó, vea cómo tengo mi ojo, no puedo leer bien. Pues la verdad: que quien te encargó difundir el video falsificado, hecho en base a alta tecnología digital, fue el consejero político. ¿Cuál consejero?, no sé nada de ningún consejero, dijo ella. Él volvió a sonreír. No te vale hacerte la inocente, no me vas a decir que no conocés al consejero político de la embajada de Estados Unidos, que nunca has estado en su oficina para recibir instrucciones. Nunca he estado en esa embajada más que para tramitar una visa, que ni me la dieron, dijo ella. Pero si fue él quien te entregó el pago por tus servicios, sabemos que fueron diez mil dólares, te los dio en efectivo, en un sobre de manila.

El pómulo inflamado, el ojo hecho un cuajarón de sangre que le punzaba, los labios como de trapo, la encía de donde le habían apeado los tres dientes que no dejaba de sangrar, las costillas descalabradas, los huevos ardidos por las quemaduras del chuzo eléctrico, parecieron ponerse de acuerdo en aquel momento para elevarse en un solo dolor, agudo, insoportable.

Sólo me tenés que firmar donde está la línea punteada, arriba de tu nombre, reconociendo todo eso, después filmamos un video donde aparecés explicando los mismos conceptos de la declaración, y te mando a dejar a tu casa. Pasan antes por Galerías, para que comprés ropa nueva, cortesía de la casa. Ropa de mujer, como es tu gusto. Nadie va a volver a molestarte. Eso te lo prometo, y se cumple. ¿Así como estoy, con el pómulo morado, el ojo como una rendija, chintana, los labios gruesos que ni los siento, así me van a filmar? Bueno, respondió el oficial, y la sonrisa le iluminó la cara, es cosa de maquillarte bien, y que no abrás mucho la boca.

Mejor mándeme a dejar a mi celda, dijo ella. Él la miró, con cara incrédula. Estás perdiendo la oportunidad de tu vida, le dijo, no seas terco, una vez que volvás a manos de esos salvajes que te interrogan ya no puedo hacer nada por vos. Pero Lady Di, altiva, como si caminara sobre sus sandalias italianas de plataforma en la pasarela del Coco Jamboo la noche de su coronación, iba ya camino de la puerta.

Esperame, quiero doblarte entonces la parada, dijo el oficial y le cerró el paso: nosotros te financiamos tu operación, te mandamos a Cuba, al mejor hospital, allá te convierten en lo que querés ser, ¿no es mujer lo que querés ser? La compañera Mariela Castro, hija del propio Raúl Castro, está a cargo del programa de reconversión de sexos. Le contamos tu caso, y ella te lo resuelve. 

Yo vi todo lo que hicieron, contesta ella. Yo filmé ese video, yo lo subí a las redes, eso es lo que puedo declarar. Entonces que te lleve la mierda de una vez por todas, dijo él, abrió la puerta de mal modo, la devolvió a los custodios que aguardaban en el pasillo, y ella agachó dócilmente la cabeza para que le pusieran de nuevo la capucha.

A veces Lady Di amanece hosca. No es el miedo el que revive en ella al salir de las aguas sombrías adonde desciende hasta el fondo. Lo que siente es ira. Contesta con monosílabos, rechaza de mal modo la bandeja del desayuno. No tengo hambre, le dice a Miss Sinclair, llévese de aquí esa mierda. Como si yo fuera tu enemiga, le responde ella, sin dejar de acercarle la mano tibia a la frente. 

Pero otras veces la recibe cordial. Madre, le dice, a como nombran en Nicaragua a las mujeres desde que van para mayores, a medio camino entre el respeto y el desdén, cuando compran verduras y frutas en la calle, cuando pagan en la caja del supermercado, cuando esperan turno en un centro de salud: tome, madre, aquí tiene sus aguacates, se los escogí hermosos. Aquí está su vuelto, madre. Tiene que coger ficha para su turno, madre. 

No te he contado nunca mi vida, si yo te contara, le dice Miss Sinclair una de esas veces que la encuentra sonriente; aunque, qué diferencia, vos, con lo que te ha pasado podés escribir un libro, y lo mío apenas da para una página. A ver, socialice, le pide Lady Di, juguetona. Aquí donde me ves, metida en este uniforme blanco que me talla del trasero porque me he pasado unas libritas de peso, o porque las negras somos anchas de esa parte fundamental, y me han ido saliendo estas canitas tan graciosas en rulitos, una cabeza condimentada, salt and pepper, yo fui así como vos, delgada, my sweetie, y tenía garbo, tenía prestancia, una palmerita airosa. Y tenía sex appeal, cómo no. 

Se me metió Pancho Hooker entre ceja y ceja, y mi madre en su cantinela: ese negro no te conviene, es muy viejo. Era estibador en Puerto Limón. Me robó de mi casa, el muy bandido, y me llevó para la suya. Buscó un ripio de tabla, lo lijó, lo barnizó, y con un clavo al rojo vivo fue escribiendo: Here is the Garden of Eden. Y lo clavó en la puerta. Pero el jardín del paraíso pronto se llenó de espinas. La primera vez me pegó una bofetada con la mano abierta porque no le quedó bien almidonada la camisa que se ponía los domingos para asistir al culto pentecostal. O.K., let it be. Pero la segunda vez, wait, wait a minute. Dejé muy calmada la tabla de planchar, me dirigí a la cocina, agarré el cuchillo más filoso que encontré, y volví delante de él: no habrá próxima bofetada, le dije, porque antes de que alcés la mano te corto los testículos con este cuchillo y te los pongo de corbata. Se fue Pancho a la calle en camisola desmangada, sin camisa que ponerse, y yo volví con mi madre. Y se reía, como si un puñado de caramelos se disolviera en su boca.

De regreso en la celda tras su entrevista con el oficial del corte fringe, la agarraron entre todos, volvieron a desnudarla, la pusieron bocabajo contra el piso, le abrieron a la fuerza las piernas, y le metieron en el culo el cañón del AK. Y tanto fue el daño y tanta fue la hemorragia que se vieron obligados a trasladarla a emergencia médica, y de allí al hospital de la policía, donde la tuvieron encamada cerca de un mes. 

Pero más que el dolor del desgarre, como si lo que tuviera fueran brasas ardientes quemándole por fuera y por dentro; más que la imposibilidad de cagar, por el miedo de hacer fuerza; más que la tortura tan monótona de no poder moverse de la misma posición, acostada de espaldas en el catre, más que todo eso, lo insoportable era seguir viva, para qué quería la vida si la habían dejado más que desnuda violándola, como si su humanidad fuera una piel que le hubieran arrancado hasta quedar en carne viva, y ya no se sentía un ser humano sino un animal de descarte, un animal triste hasta la muerte.

¿Sabés cómo terminó Pancho Hooker?, dice Miss Sinclair. Ahogado en el mar. Se apartó del grupo de hermanos pentecostales con los que participaba en un bautizo, y de pronto empezó a caminar para adentro, metiéndose en el oleaje, hasta que no lo vieron más; alguien puede hacer eso borracho, pero él no bebía, por mandamiento de su religión. Era un violento que me alzó la mano dos veces estando sobrio, y sobrio se ahogó. Si antes de la dichosa noche en que me acosté por primera vez con Pancho Hooker, alguien me dice que un día me iba a alzar la mano, lo que nunca se me habría ocurrido, y que otro día se ahogaría en el mar de su propia voluntad, lo que tampoco se me habría ocurrido, yo hubiera contestado: eso sólo pasa en las novelas. Life’s different. 

A Lady Di la trasladaron a la cárcel modelo de Tipitapa, una cárcel para hombres. ¿Y qué era ahora lo peor para ella? Que sus propios compañeros de galería, presos por la misma causa, porque se habían rebelado contra la dictadura, la rechazaran, que le hicieran burlas. En la celda vecina de la derecha había un muchacho de la iglesia bautista que buscaba adoctrinarla clamando contra la sodomía: ¡quien se acuesta con otro hombre comete infamia y se consumirá en las llamas eternas! Y Lady Di gritaba de vuelta: ¡Dios no puede mandarme al infierno porque no le hago daño a nadie!

El preso de la celda de la izquierda era de oficio sastre, ese sí tranquilo. Lograron hacerse amigos, y entonces ella se las ingenió para pasarle una hoja de papel con el diseño de un traje de su invención, pantalón, top, y un chaleco. «Para cuando estemos libres quiero este vestido», escribió al reverso. ¿Y sabe qué hizo él, madre? En una visita recibe de parte de su hermana una sábana azul, y con esa sábana corta el traje, y trenzando bolsas plásticas saca el hilo para coserlo. Le quedó precioso el modelito, y lo bien que le tallaba a ella cuando se lo puso, aunque sólo fuera para lucirlo en soledad.

Y entonces los carceleros, y los otros presos de la galería, empezaron a burlarse del sastre diciéndole que ahora él era mi nuevo marido; y si algún otro me pasaba algo de comida, de la que le llevaban sus familiares, se burlaban también: ahora vos la estás manteniendo, le decían, prueba de que sos su querido. Y hubo quienes dejaron de convidarme por temor a las burlas. 

Luego, cuando me hicieron presentarme la primera vez delante de la jueza, me siento yo frente a ella y cruzo mi pierna, y desde el lugar donde está encaramada me ordena: siéntese como hombre porque usted es hombre, y déjese de esas pantomimas.  Esa fue la jueza que me condenó a treinta años de cárcel por terrorismo, secuestro, entorpecimiento de la vía pública, robo agravado, tráfico de armas, posesión de drogas ilícitas, el mismo rosario de delitos que le aplicaban a todos los demás que habían estado en los tranques de las carreteras y en las barricadas en las calles; pero a mí me agregaron también el cargo de difusión de informaciones falsas, contrarias a la paz y la concordia nacional.

Un año entero pasé en la cárcel modelo. Vino una amnistía por la presión internacional, y aparecí en la lista de presos liberados. Me preguntaron dónde quería ir, y dije que a mi casa del barrio Carlos Marx. El salón de belleza lo hallé convertido en oficina del Comité de Defensa Ciudadana, y en mi casa vivía una mujer, lideresa de la sección de carnes del Mercado Oriental, que me amenazó con acusarme de invasión a la propiedad privada si volvía a aparecerme. 

Enfrente, la casa de tres pisos donde había vivido la familia Campos, con la fábrica de colchones y colchonetas en el primer piso, seguía abandonada, sus paredes color aqua sollamadas por el fuego, las ventanas unos huecos negros. 

Fui a buscar refugio en la casa de una tía en el barrio don Bosco, que me recibió bien, pero le hicieron la vida imposible. Rodeaban de patrullas de policía la casa, fotografiaban a la pobre señora al entrar y salir, amanecían las paredes con rótulos, COCHÓN SUBVERSIVO, TE TENEMOS VIGILADO, AL PRIMER ALETEO SOS MUERTO. Hasta que le dije a mi tía que mejor me iba a buscar la frontera sur, y ella, caritativa, me dio un dinerito suficiente para llegar en bus hasta Peñas Blancas, y de allí crucé por veredas hasta el poblado de La Cruz, donde me acogieron como refugiada. De mi marido, ya se lo he dicho, madre, no volví a saber nunca nada.

Como todavía defecaba sangre, en Liberia los médicos decidieron mandarme aquí a este hospital. Esa parte no necesitás repetirla, dice Miss Sinclair, está en tu expediente, está en la epicrisis. Y posa la mano sobre su frente: es hora del antibiótico. 

Otra vez está amaneciendo. Ponga música, madre, pide ella. Miss Sinclair busca en su celular y sintoniza la Columbia Estéreo, a un volumen tan bajo que casi no se percibe, tanto que el ruido lejano del tráfico en la autopista por momentos llega a dominar la música. Luis Fonsi y Daddy Yankee cantan Despacito. 

Miss Sinclair, los brazos en jarras, contempla divertida a Lady Di tendida en la cama, y el lento gorjeo de la risa grave y ceremoniosa empieza a brotar en su garganta. Se acerca, baja la baranda protectora, le extiende las manos, y la alza para ponerla de pie. Ahora hace que recueste la cabeza en su hombro. Dan el primer paso buscando el compás, y escapan de caerse. Ahora son dos las que ríen, una en tono grave, la otra con un timbre más agudo, cantarino, que bien pudiera parecer alegre. 

Pero todo es tan engañoso.

Sergio Ramírez

Sergio Ramírez (Masatepe, Nicaragua, 1942). Premio Miguel de Cervantes (2017). Premio Iberoamericano de Letras José Donoso por el conjunto de su obra literaria (Chile, 2011). Premio Internacional Carlos Fuentes a la Creación Literaria en Idioma Español (México, 2014). Su novela Castigo divino (1988) obtuvo el Premio Dashiell Hammett en España, y el Independent Press Award, Nueva York, 2017. La siguiente, Un baile de máscaras, ganó en Francia el Premio Laure Bataillon a la mejor novela extranjera en 1998. Margarita, está linda la mar ganó el Premio Alfaguara en el mismo año, además del Premio Latinoamericano José María Arguedas, otorgado por Casa de las Américas en Cuba (1999). Sara ganó el premio Bleu Metropole en Montreal, Canadá, (2013). Su obra ha sido traducida a más de quince idiomas. Su novela más reciente es Tongolele no sabía bailar, publicada por Alfaguara en 2021.

https://twitter.com/sergioramirezm
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