El animal que encierra el profeta

Maryline Waldy

Para Gloria

Mi exnovia decía que confundir la realidad con lo que sucede en mi cabeza acabará conmigo.

I

 Hace poco entré al preescolar. Fue contra mi voluntad, yo no quiero ir. Constantemente le digo a mis padres que no me gustan los otros niños, nunca logro entenderme bien con ellos. Me asustan un poco. Yo quiero quedarme en casa a jugar con mis Legos y dibujar. Eso es lo que más me gusta hacer y disfruto hacerlo solo. Pero la decisión es final y no tengo otra opción.

Como felicitación por mi nueva etapa, mi abuela me regaló una ballena de juguete. Es una orca, en verdad. Es de plástico sólido, pero está recubierta por algún tipo de hule que le da una piel y aletas blandas. El único movimiento que puede hacer es abrir y cerrar la boca. Me gustan mucho sus mandíbulas dentadas y la lengua rosada. Al agitarla puedo escuchar que algo se mueve dentro de ella. Será algún balín que va de la cabeza a la cola y de la cola a la cabeza. Siempre reviso la boca de mi orca para ver si le puedo sacar el balín, pero no hay manera. Estará ahí encerrado para siempre.

Sin saberlo, tengo en mis manos al animal que encierra al profeta.

 II

Estábamos por cumplir tres años de separados. Ya no sabías más de mí, y desconocías lo que yo sabía de ti. Cada cual tenía su vida. Tal como querías.

Un día tomaste tu teléfono y solicitaste seguirme en Instagram. Esperaste un rato mi respuesta, pero nunca la acepté. Apagaste tu celular, lo dejaste en la mesa y saliste a caminar. En tu cabeza repetiste mil veces el mismo pensamiento: «tú no podías salvarme». Nadie puede. Recordaste lo injusto que te parecía, lo desgastada que te hacía sentir. Te lo repetiste mil veces, pero no lo creíste ni por un instante.

Caminaste sin pensar adónde ibas hasta que tus pies te llevaron al parque al que solías ir conmigo. Te sentaste en la misma banca donde nos gustaba sentarnos y viste el mismo escenario que tantas veces vimos juntos: los mismos niños se bañaban en la misma fuente, las mismas madres comían helados y esquites a su alrededor. Los mismos perros persiguiendo a las mismas palomas. El olor a flores y algodón de azúcar. Todo era igual que siempre, pero ya no estaba yo.

Sentiste una leve tristeza. Subiste tus piernas a la banca, abrazaste tus rodillas y te quedaste ahí por un largo rato.

Cuando volviste a casa, encendiste tu teléfono y sonó el timbre de las notificaciones. Era yo.

 III

Me gusta mucho llenar de agua la caja donde guardo mis juguetes. Es una gran caja de plástico, y me tardo mucho en hacerlo porque lo hago con una pequeña jarra de juguete. Es todo un ritual. Primero arrastro la caja de debajo de la cama, saco cada juguete de su interior, uno por uno, y lo examino para ver que siga bien. Una vez vacía, llevo la caja al centro de la sala. Me gusta mucho como entra la luz del día en ese lugar. Después busco mi jarra y comienzo a hacer viajes del lavabo de la cocina al centro de la sala. Esa es la parte más larga y en la que debo ser más cuidadoso. No puedo tirar agua en el trayecto, si no ya no podré jugar en la sala.

Sí, me lleva un rato, pero siempre vale la pena. Ahí mi orca es feliz y puede nadar por donde quiera.

A veces me remango los pantalones y me meto con ella, pero a mi madre no le gusta que lo haga porque salpico mucha agua cuando chapoteo, y se moja la alfombra.

 IV

Un día tu amiga te reclutó para una sesión de fotos. Ambas serían las modelos.

—Es para un artista. Tu exnovio era artista, ¿no? —te dijo para convencerte.

Tu participación requería que trotaras de un lado a otro a la orilla de un estanque, en mini shorts y sin sostén. El tipo te fotografió mientras corrías y subió todo a su cuenta de Instagram. No tuviste problemas con eso.

Entonces las llevó a una casa. «Su casa», según les dijo, pero tú no le creíste. Era un viejo edificio de interés social en una zona que no conocías. Todas las ventanas estaban semiocultas detrás de pesados barrotes oxidados.

Recordaste aquellas tardes de verano en las que tu papá solía sacarte, junto a tus hermanos, a atrapar luciérnagas al terreno baldío de detrás de tu casa.

La pintura azul del interior del lugar se escarapelaba y estaba sucia. El lugar olía a abandonado, una mezcla de polvo, humedad y tiempo. Los pocos muebles que había estaban descuidados y pasados de moda. Pensaste que tal vez los habían comprado en distintos mercados de pulgas a lo largo de los años. Nada parecía estar cuidado ni tener el más mínimo interés para el dueño.

El fotógrafo les pidió que se desvistieran detrás de unas cortinas improvisadas. Eran sábanas podridas y manteles viejos colgados como en un tendedero. Agregó que no salieran hasta que él les indicara y después se retiró de la habitación.

No estabas muy convencida, pero al ver a tu amiga tan segura, hiciste caso. Ambas se desnudaron detrás de las cortinas mientras tú mirabas fascinada a tu amiga. La manera en la que no se lo pensaba dos veces te infundía confianza, pero sabías que algo no estaba del todo bien. Sentías miedo, pero no querías manifestarlo.

 V

Hoy vinimos al parque y yo quise traer a mi orca. Hay una gran fuente que sé que le gustará.

Mis padres se quedan atrás y yo corro a enseñarle a mi orca el agua donde puede nadar. La meto y la saco como si estuviera cazando algo tanto en el agua como en el aire.

Puedo ver que está feliz. Yo estoy feliz.

Es una fuente muy grande. Inconscientemente comenzamos a darle la vuelta y, sin buscarlo, encuentro unas semillas muy particulares. Son semillas con forma de rombo redondeado. Son muy grandes y duras. Pero lo importante es que parecen barquitos. Como pequeñas canoas.

Agarro un puñado y las llevo conmigo al agua. Ahora sí, mi orca tiene algo que cazar.

Juntos, comenzamos a hundir una embarcación tras otra. Es muy divertido y no nos agotamos. Todo el tiempo voy en búsqueda de más y más barcos que hundir. Pero después de un rato empiezan a terminarse. Ahora tengo que ir a buscarlos hasta el siguiente árbol.

Mientras lo hago, mi orca me aguarda flotando en el agua. Me espera con paciencia, hasta que ve la última embarcación a flote. Esta se dirige hacia el centro de la fuente y mi orca la sigue.

Como todo niño que no sabe nadar, estoy asustado al ver a mi orca de juguete adentrarse en una fuente tan profunda. No quiero perderla, pero parece que es inevitable.  Ella nada hacia las profundidades como en cámara lenta. De repente, todo el mundo se mueve como en cámara lenta.

No puedo perderla, es un regalo de mi abuela, así que me meto a la fuente. Lo único que pienso es que no quiero perder a mi orca de juguete. Pero ella se aleja y yo comienzo a hundirme. Por más que me estiro, no la alcanzo. Me falta el aire. La superficie está muy lejos. Desde las profundidades de la fuente, proveniente del interior de mi orca, oigo un grito apagado que alarga aún más el tiempo.

El poco aire que me queda en los pulmones parece durarme para siempre.

 VI

Al regresar, el fotógrafo les ofreció un par de píldoras. La de tu amiga era mitad negra, mitad amarilla. La tuya era transparente y se podía ver el interior. Estaba llena de minúsculas esferas blancas.

Les ordenó que se las tomaran. Tu amiga no preguntó nada, solo lo hizo. Pero tú no. Tú querías saber qué les estaba dando. Con cada orden del fotógrafo te ponías más y más nerviosa. Pero antes de que él pudiera decir algo, tu amiga te dijo:

—¿No estás harta ya de escuchar a tus padres pelear todo el tiempo? ¿O de tener que soportar al pervertido de tu hermano?

Tú no dijiste nada.

«¿Quién es esta amiga tuya? ¿De dónde la conoces?», me escuchaste preguntar en tu cabeza.

Tomaste la píldora y saliste de detrás de la cortina. Estabas ligeramente avergonzada, pues era la primera vez que te dejabas fotografiar desnuda por un extraño. Estabas nerviosa porque no sabías dónde o con quién estabas, ni lo que te acababas de comer.

 VII

Cuando el niño abra los ojos, verá frente a él un mar en calma. Sus pies descalzos sentirán la arena suave como talco y la brisa marina revolverá su cabello y lo llenará de sal.

A su alrededor no habrá nadie, pero a lo lejos —muy, muy a lo lejos— podrá ver edificios altos y mudos como antiguas montañas.

En el aire no habrá aves, y el mar parecerá carente de cualquier tipo de vida. Al igual que la tierra a su alrededor.

El niño caminará vacilante por la playa. No buscará a nadie. No esperará nada. Solo caminará, sin que en el cielo se note ningún cambio. Las horas parecerán detenidas, pues las nubes sobre su cabeza mantendrán el tono gris brillante. El día no aclarará ni tampoco oscurecerá. Será como estar en una fotografía que se queda igual por siempre. El único movimiento que podrá notar será el ir y venir de las olas. Nada más.

De repente, todo se quedará en silencio. Un silencio auténtico. Penetrante y helado. El mar comenzará a agitarse y a lo lejos —muy, muy a lo lejos— los edificios se derrumbarán como columnas altas de arena voladas por el viento.

De los ojos del niño brotaran lágrimas pesadas y azules. Formarán un charco a sus pies. Después ese charco se convertirá en un estanque, en una laguna y, finalmente, en una extensión del mar.

El niño se hundirá lentamente. Su cuerpo se petrificará y no podrá moverse. Sentirá miedo. Poco a poco, la luz de la superficie se irá extinguiendo. El peso del océano lo aplastará por un rato tan largo que le resultará eterno. Y sus pulmones reventarán en un largo y aterrador grito.

Al final, el niño se ahogará.

 VIII 

Habías perdido la noción del tiempo desde hacía varias horas. Todas las cortinas de la casa estaban cerradas, pero tú no dejabas de echar un vistazo ocasional para intentar averiguar la hora. El sol comenzaba a ponerse, los pájaros gritaban desesperados y en las calles podías ver a mucha gente salir a correr, sacar a pasear a sus perros o regresar a casa después del trabajo.

Pensaste en esa gente. En que nadie de los que por ahí pasaba tenía la menor idea de lo que sucedía en la casa en la que estabas.

Tu amiga estaba tirada en el suelo, desnuda y cubierta de pintura. Aquel sujeto la fotografiaba. Ya no podía hablar, solo gemía y él se reía de ella.

Tú no estabas mejor, también cubierta de pintura, con los dedos de los pies entumecidos por el frío y nerviosa por la hora. Tenías que volver a tu casa, si no tu madre te regañaría.

El fotógrafo y tu amiga te llamaron para que volvieras a la sesión de fotos. Ella te jaló hacia el suelo y empezó a embarrar la pintura de su cuerpo en el tuyo. Sentiste escalofríos cuando el calor de sus pechos tocó tu espalda desnuda. El interior de sus muslos masajeaba el exterior de los tuyos. Y su sexo cálido comenzaba a humedecerse.

Te levantaste rápidamente y volviste a asomarte por la ventana.

Afuera estaba oscuro. Muy oscuro. Las calles se veían vacías. El único movimiento era el de un par de personas en un puesto de tacos en una banqueta. Pensaste que tendría que ser de madrugada. 

IX

 Estoy parado frente a la fuente con la chamarra de mi padre sobre los hombros. Huele a cigarro y a viejo. Al sacarme del agua, vio que temblaba de frío y me la dio. El balín dentro de mi orca vibra violentamente entre mis manos. La tengo sujeta hasta con las uñas. No volveré a dejar que se vaya. La vida de alguien minúsculo que habita dentro de ella depende de mí.

Sobre la superficie del agua veo pequeñas ondas que aparecen y desaparecen rápidamente. Está empezando a llover. Mis padres me dicen que es hora de ir a casa, así que subimos al viejo Derby verde y nos vamos del parque.

Mi ballena y yo nos acostamos en los asientos traseros del auto. Vemos escurrir decenas de gotitas amarillas y rojas por la ventana.

El ronroneo del coche me arrulla. Me siento muy cansado y pesado, como si estuviera hecho de plomo.

En mis oídos permanece aquel grito subacuático de la fuente. Suena muy bajito, pero suena. Y me estremezco.

 X 

Sin querer apreté algo en mi teléfono que trajo tu imagen a la pantalla. Bueno, no. No era solo tu imagen, era tu perfil de Instagram. Habías subido dos historias.

En la primera estabas sobre un fondo de gatos haciendo caras chistosas, aparecía la letra de alguna canción infantil.

La segunda era un video de mala calidad. Aparecían dos chicas en traje de baño. Estaban en un cuarto pobremente iluminado y muy tirado. De fondo se escuchaba música de reggaetón. Ambas estaban en la cama. Sus cuerpos se iluminaban con cálidos tonos rosas y frías luces azules. Parecían estar en un set de grabación. Las luces y los objetos a su alrededor no encajaban con el lugar. Ni siquiera parecían reales.

En la mesa junto a la cama descansaba, inútil, un teléfono retro que no parecía estar conectado a ningún lado. A su lado, al borde de la mesa, un cenicero lleno de colillas con las puntas manchadas de labial. Las botellas de vino, vodka y cerveza tiradas en el suelo eran más que suficientes para abastecer a toda una fiesta; eran demasiadas para solo dos personas. Los collares de fantasía y las telas translúcidas de colores parecían más bien parte de algún vestuario, no la ropa que alguien usaría para salir a la calle.

La idea de que esto sea una película no era del todo descabellada pues, efectivamente, alguien las estaba grabando. Ahí había una tercera persona.

Esto lo pensé después, claro.

Las dos chicas llevaban lentes oscuros, unos de armazón negro y otros de armazón rojo. La chica con los lentes rojos tenía el cabello amarrado. Ambas sonreían y jugaban de manera bastante pornográfica. Se agarraban los senos y se daban nalgadas, hasta que la chica de los lentes rojos se abalanzó sobre la otra para besarla. Comenzaba en sus labios, pero pronto descendía a su pecho, su vientre y el video terminaba. Eran tan solo unos segundos de grabación.

Desconcertado por lo que acababa de ver, reaccioné con un corazón a tu historia, pero no le di importancia y dejé mi teléfono de nuevo sobre la mesa.

Unos minutos después, mi teléfono sonó. Era un mensaje tuyo. «Se me ve todo», decías.

Entonces lo vi. No era una película. La chica de los lentes rojos y el cabello amarrado eras tú. Tú estabas en algún caótico cuarto con otra chica siendo grabadas por una tercera persona.

Te escribí de vuelta preguntándote si estabas drogada, y me dijiste que sí.

 XI

Mi madre nos hace meternos a la regadera caliente, a mi orca y a mí. Dice que si no lo hago me voy a resfriar. Yo no entiendo por qué, pero tampoco es que tenga otra opción. El sonido de la lluvia se opaca rápidamente por el de la regadera. Ambos suenan parecidos, pero no igual.

Cuando termino de bañarme, cierro la llave y me doy cuenta de que, para mi orca, acabo de detener la lluvia. Eso no lo puede hacer cualquiera, según entiendo.

Al otro lado de la ventana, el día termina y comienza a oscurecer. La oscuridad de las nubes de lluvia y la de la noche es parecida, pero no igual.

 XII

 Ya habías abandonado la idea de volver a tu casa esa noche. Tu madre estaría furiosa, pero ya no podías hacer nada.

Tu amiga dormía pesadamente a tu lado. La habitación apestaba a cigarro y malas decisiones, pero ya no podías hacer nada.

El fotógrafo se había retirado de la habitación desde hacía un rato. Tú estabas mareada y tenías ganas de llorar. Pero no lloraste. Buscaste tu ropa para taparte del frío, pero no la encontraste en ningún lugar; así que te acercaste a tu amiga y la abrazaste para entrar en calor. Ella no lo notó.

Te volviste a preguntar la hora, pero no había relojes cerca y tu teléfono ya no tenía batería.

Recorriste la habitación una y otra vez en busca de algo con que taparte, pero no había nada. Él se había llevado toda la ropa para que ustedes no pudieran cubrirse, quería que sus pezones se vieran endurecidos en las fotos que les tomaba.

Encendiste un cigarro y te sentaste al borde de la cama.

Te recorriste el cuerpo con la mirada. Estaba cubierto de pintura. Viste los dedos de tus pies, tus piernas, tus rodillas redondeadas, tu sexo depilado, tu vientre y la ligera pancita que se te hacía al encorvarte, notaste la manera de colgar de tus senos perfectos, tus pezones endurecidos, tus brazos adoloridos y las palmas de tus manos heladas.

Las lágrimas seguían sin caer de tus ojos.

Estuviste sentada ahí por horas. Con la mente en blanco.

De repente, la puerta se abrió. Muy despacio, como queriendo no hacer ruido, el fotógrafo entró. Te habló en susurros, para no despertar a tu amiga. En las manos aún sostenía su cámara. Tú pensaste si nunca se aburriría de tomar fotos. Se sentó junto a ti, encendió un cigarro y exhaló el humo en tu cara. Después se rio con una mueca que te pareció grotesca y aterradora.

Le dijiste que tenías que irte. Que necesitabas que te llevara de vuelta a tu casa. Él te dijo que sí, pero que esperaras un momento. Ya estaba por amanecer, entonces te llevaría. Tú no querías esperar, pero tenías miedo de seguir hablando.

Temblaste un poco. Tu estremecimiento fue casi imperceptible, no duró nada, pero él lo notó. Y tú viste sus ojos brillar rojos mientras te rodeaba con su brazo. Su mano cálida se posó en tu cintura, rápidamente descendió a tu cadera y de ahí a tu glúteo. Él te apretó como si aplastara un globo lleno de harina, y volvió a reír con esa mueca asquerosa.

Su mano izquierda apretaba tu nalga mientras la derecha encendía la cámara.

Se puso de pie delante de ti y te abrió de piernas. El objetivo de su cámara miraba tu sexo nervioso y tímido. Ya no querías que te siguiera fotografiando, pero tenías miedo de hablar. El obturador de la cámara chasqueó varias veces seguidas.

Su voz se había vuelto un sonido mecánico y seco. Su mirada, un único ojo que no parpadeaba. Tú querías llorar, pero las lágrimas no caían. Tus palabras habían abandonado tu cuerpo.

Fue entonces cuando sacó su miembro erecto y palpitante, y lo acercó a tu rostro. La cámara chasqueó de nuevo. Tú no querías, pero sabías que, si no lo metías a tu boca, él te obligaría. Más chasquidos.

No tenías saliva. Sentiste como las comisuras de tu boca se rompían por el frío. Otra foto, y otra y otra. Su sabor era amargo y seco. Su mano te indicaba cómo mover la cabeza mientras su único ojo te observaba cada vez de más cerca.

Sentiste náuseas. Todo a tu alrededor daba vueltas. Y tú no llorabas.

Te agarró del cuello y te aventó al suelo. Caíste de cara. La cámara, con sucesivos chasquidos, capturaba todo.

Agarró tus caderas y alzó tu trasero. Tú no tenías fuerzas para moverte. Estabas aterrada. Te sentías como un muñeco de plastilina condenado a quedarse en la posición en la que lo dejaron.

Él dejó la cámara en el suelo, apartada. Sujetó tu cintura con fuerza y forzó su miembro dentro de ti. Tú no estabas lubricada y sentiste como te desgarraba. Te dolió muchísimo.

Comenzó a moverse más rápido y con más fuerza. Tú gritabas de dolor, pero las lágrimas no caían. Empezaste a moverte a su ritmo para hacerlo terminar más rápido. Cada movimiento que hacías te dolía más y más, pero él se dio cuenta de lo que intentabas hacer y se enojó. Así que restregó tu cara contra el suelo y sacó su pene al rojo vivo de ti. Lo embarró de saliva y lo embutió en tu ano. Tú gritaste lo más fuerte que pudiste. Intentaste moverte hacia todos lados para sacarlo de ti, pero no lo lograste.

En ese momento tu amiga despertó y los vio con gracia. Tomó la cámara del suelo y comenzó a fotografiarlos. Tú seguías gritando, pero sabías que era inútil.

Él volvió a sacar su miembro y tu amiga corrió a chuparlo. Hacía sonidos repugnantes mientras lo hacía. Tuvo arcadas y estuvo a punto de vomitar un par de veces, pero reía.

El tipo volvió a penetrar tu vagina, y continuó metiéndolo y sacándolo hasta que eyaculó.

Tu amiga volvió a reír y comenzó a lamer tu sexo como buscando el semen del fotógrafo dentro de ti.

Volviste a escuchar mi voz preguntar: «¿Quién es esta amiga tuya?».

Estabas aterrada y humillada. Pero no lloraste.

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Emiliano Mondragón

Emiliano Mondragón (Ciudad de México, México, 1996).  Actualmente cursa la Licenciatura en Artes Visuales en el Centro Morelense de las Artes en Cuernavaca. En sus escritos podemos encontrar temas tales como el desamor, pensamientos psicóticos y depresivos, la nostalgia y la melancolía.

https://www.instagram.com/e.mondragon96/
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