El ícono de nuestra portadora máxima
Al costado del palacio hay una puerta. Para llegar es necesario acceder a través de la verja principal, que por lo común está repleta de guardias, pero en esta ocasión el llamado Patio de las Magnolias está vacío. Los adoquines relucen por el rocío de la mañana, pero si uno se aproxima se puede notar que siguen sucios: por encima pasó una multitud. Ahora, sin embargo, nadie se atreve a acercarse.
Pero supongamos que sí: que atravesamos la verja de hierro forjada, decorada con los íconos del Portento ―el faisán sobre la nube de tres penachos―, por el gran portal abierto de par en par, sin nadie que pregunte quiénes somos ni cuál es nuestro asunto, los detectores de metal silenciosos, quizás desenchufados; que enfilamos por el Patio de las Magnolias con el recuerdo de todas las cosas que sucedieron en ese adoquinado según los libros de historia y las viejas sin dientes; que avancemos sin apuntar al palacio, como hacían todos cada mañana, sino hacia el edificio adyacente, una construcción más baja y más antigua, casi olvidada; que, ya frente a la puerta, acariciamos los herrajes negros, la madera con olor a almíbar, la aldaba con cabeza de lechuza y ojos humanos; que abrimos el picaporte, pulido por el uso, y entramos por fin en el museo de la Portadora máxima.
Muchos creen que el palacio es un museo, por la cantidad de obras de arte que pueblan las paredes, los pasillos, las habitaciones y las escaleras, como la Revelación Bifronte que con un gesto señala el mar y con otro los secretos del mundo subterráneo. Pero los que así piensan es por ignorancia: pocos conocen la existencia del verdadero museo, que también forma parte del palacio y que en realidad lo precede. No tienen por qué conocerlo. La puerta, apenas visible desde la avenida centenaria que bordea la verja, casi no se utilizaba, porque el museo tenía un único visitante, y el único también que no necesitaba entrar. Sólo entraban, en el sentido de ingresar por la puerta, los curadores con pantuflas y los empleados de limpieza con los auriculares puestos. Los zapatos quedaban en un mueble junto a la entrada, en el mismo lugar donde se sacaban los guantes de cuero y se ponían los de látex, justo después de enjabonarse las manos en un lavabo en el mismo vestíbulo.
La primera parte del edificio: la sala de entrada, el depósito gigantesco, los baños a la derecha y el comedor al final del pasillo, sin cocina, para que ningún horno modificara la temperatura del lugar; la comida la traían al mediodía las dos mismas sirvientas de siempre, con puntualidad de pájarito, aunque algún curador (muy joven o muy viejo, sin duda) introdujo de contrabando un calentador eléctrico para poder prepararse una taza de malta sin tener que depender de nadie.
Del otro lado del edificio hay tres salas. De mayor a menor tamaño: la sala de exposiciones, con las obras representativas de cada período del Portento: la edad de los tiranos, la edad de los científicos, la edad de los antiguos y la edad de los fundadores, a la que pertenecía nuestra Portadora. Estatuillas de hombres en cuclillas, con el falo goteando, espadas con gavilán en forma de pluma, libros encuadernados con piel de cordero calvo, objetos destacados por su hechura o porque pertenecieron a los grandes personajes de la historia magna, incluso alguno que otro bien feo, como la picana del general jardinero que terminó con los racionalistas. La Portadora máxima insistió en que debía haber al menos una pieza horrible en el museo, para compensar el esfuerzo que significaba tanta belleza, y los curadores se esforzaron por complacerla. «Pero no tenían que esforzarse tanto», dicen que dijo con una sonrisa torcida al ver la pieza seleccionada.
Luego viene la sala de los esbozos, con piezas especialmente virtuosas que se caracterizan por su incompletud: una oreja de un cuerpo que no termina de emerger (el escultor se detuvo por la mala calidad del mármol y el bloque quedó a la intemperie durante veinte años), un cinturón de plata sin terminar de labrar (hallado en el túmulo fúnebre de uno de los primeros reyes del Portento), la partitura de una sinfonía a la que le falta un movimiento (fusilaron al compositor por subversivo). Y en el último ambiente, después de un pasillo en curva, cuyo inicio queda delimitado por el túnel de acceso al palacio, la recámara con las obras de arte favoritas de la Portadora máxima.
En esta última sala hay un objeto por cada lado de la cuadratura, como llamaban a las cuatro grandes artes y sus respectivos gremios: pintura, vestimenta, escultura y cerámica. La Portadora máxima se paseaba por las salas y contaba su interpretación de cada obra a quien quisiera escucharla (que eran todos los que se encontraban en ese momento en el lugar). Pero nunca explicaba por qué las piezas expuestas en la última sala eran sus favoritas entre todas las obras excepcionales que se acumulaban en el museo.
Tengamos, por ejemplo, el cuadro favorito de la Portadora máxima. Es el que estaba expuesto primero, apenas uno dobla por el pasillo y queda frente al umbral de la sala. Lo primero que uno notaba era el marco dorado, casi rojizo, una floresta de hojas como enhebradas por un hilandero: borde, haz y nervadura, y entre las hojas algunos capullos a punto de florecer. En la tela había un hombre pero su rostro estaba consumido por el fuego; las llamas le brotaban de la cabeza y no se le veía ni la piel ni el cabello, sólo los ojos. El hombre estaba sentado en un bote, que se aproximaba al embarcadero de una isla remota en cuyo centro enclaustrado crecía un bosque de coníferas; mientras que el remero, inclinado, miraba la isla, el hombre en llamas observaba directamente al espectador. Luego de ver el cuadro, y de contemplar demasiado tiempo la cabeza del hombre en llamas, las hojas del marco de oro rojizo parecían encenderse, como el fuego lleva la materia a su máxima tensión en el instante anterior a consumirla.
La pintora era una vieja a la que le habían arrancado la lengua de chica y que había creado muchos cuadros para la Portadora; al comienzo había intentado negarse y un soldado la amenazó, también sin hablar, con martillarle los dedos. «Cada vez que tengo un problema, sea un secretario corrupto o una rebelión en ciernes, vengo a serenarme frente al cuadro. Ni siquiera tengo que entrar. Basta con pararme frente al umbral y me sosiego. Cuando regreso al palacio puedo ser justa, porque el cuadro absorbe todo desequilibrio», decía la Portadora máxima, prendada de la energía que despedían los ojos del cuadro. Brasas encendidas, pedernal húmedo: así describían los curadores la mirada del incendiado.
A una de las empleadas de limpieza le daba pavor y entraba a la recámara con los ojos cerrados; luego limpiaba la zona con la mirada perdida, sin concentrar la vista más que en los detalles. Era una mujer supersticiosa que había trazado una runa en el omóplato de su hijo del medio porque se lo había recomendado un agorero que leía la fortuna en las hebras mojadas del té. El chico había crecido sano y con talento para la música, y ella lo justificaba en la runa elegida (la Puntada sin Hilo). La Portadora había fundado un hospital de niños y un hogar de huérfanos, pero no competía con el poder de las runas, decía la empleada, que las trazaba en el polvo y un instante después lo juntaba en la palita antes de que la vieran.
El siguiente objeto expuesto era un vestido azul, o verde, o blanco, según cómo se lo viera. «Es del color del pasto después de la escarcha», decía la ficha que se leía debajo de la vitrina. El vestido era obra de una costurerita que, con ayuda de sus hermanos, había armado un negocio para beneficio de los nobles de la corte. Ese vestido había tenido un éxito colosal en una fiesta privada, y la hija de un ministro tuvo la osadía de vestirlo en un banquete del palacio. La Portadora le había pedido que se lo regalara, en ese momento y en ese lugar. Durante el resto de la velada todos pudieron adivinar los pezones duros por el frío y el miedo a través del corpiño de encaje.
Alguna vez el museo fue todo el palacio, aunque en ese momento tenía otras paredes y otras divisiones; del edificio original sólo permanecen alguna viga maestra, un par de columnas y el suelo de mosaico que quedó oculto hace varias generaciones por un piso de cemento, y más abajo el cementerio de pobres, una fosa masiva con cal viva que existió incluso antes que el palacio primigenio. Luego de la caída del último de los antiguos se convirtió en una armería, hasta que la Portadora máxima visitó el edificio y ordenó transformarlo en museo. Ella misma indicó cómo debían ser las salas y donde debía cavarse el túnel de acceso al palacio, para que pudiera entrar sin miradas molestas cuando se le daba la gana.
La Portadora tenía un banquito de madera que arrastraba a diferentes partes de su museo, y envuelta en un poncho se sentaba en silencio a contemplar las obras durante largos ratos. Solía perfumar el ambiente con un sahumador de cerámica que había hecho colgar de una de las paredes, para tapar con esencia de limón negro el mal olor que de vez en cuando emergía de las profundidades (un resabio de los menesterosos muertos). A veces también comía la puntita de un turrón de yema tostada, que solía guardar en uno de sus muchos bolsillos; se lo cocinaba especialmente una cocinera raquítica que trabajaba en el palacio, que también era donde había nacido y donde moriría. Muchos de los ministros ignoraban que la Portadora máxima pasaba el tiempo en ese anexo del palacio, y los que lo sabían guardaban el secreto. Nos tienta imaginar lo que veía en cada objeto: ella, que podía tenerlo todo y bajo esa lógica había fundado el museo, contemplaba las piezas como si no le pertenecieran. De hecho, siempre se vestía con ropa sencilla, y apenas si se embellecía con un atadito prensado de su herbario personal que usaba como broche y que aparentaba la silueta de un faisán.
El museo había sido el sueño de la Portadora desde mucho antes de convertirse en lo que era. «Las tradiciones se están perdiendo», decía a quien quisiera escucharla, «nuestros nietos no tendrán herencia», aunque ella misma se había jurado no tener hijos. Un lugar donde coleccionar los objetos más preciosos de todo el Portento, fantaseaba, mucho antes de soñar con los triunfos militares, sin saber que algún día iba a cumplir la fantasía del fetichista: que el museo iba a ser su casa y que transformaría su país en un museo.
Había llegado a la vieja capital de una región periférica, a la que solo se llegaba en barco pese a no ser una isla. Se rumoreaba que no tenía educación formal, que había sido instruida por un bisabuelo verdugo, exiliado cuando cayeron los antiguos, que de muy chica ya se sabía las epopeyas antiguas de memoria, que había entrado en la universidad con un título falsificado por sus amigos artistas, que en esa época tenía amigos.
A medida que avanzaba en el organigrama del ministerio público se preguntaba: ¿ya soy lo que quiero ser? La respuesta pronto se volvió afirmativa, cuando logró hacerse con la secretaría de inteligencia y empezó a cazar a sus rivales con causas armadas. A la única pareja que se le conoció (y que murió antes de llegar al poder, en una victoria inapelable que casi no tuvo víctimas) le sorprendía que a pesar de ser tan joven dijera que su deseo y su realidad ya coincidían. «Me da estabilidad», respondía ella, «como una red que me sostiene, y en todo caso es una ilusión que me mantiene bien». Esa certeza fue lo que la llevó a convertirse en dictadora. Cuando se sentía acorralada se percibía así: la dueña del museo. «Este es mi país. Gané muchas batallas para llegar adonde estoy. Pero para poder ganarlas tuve que imaginarlas primero, y así lo hice, donde nadie más veía guerra yo vi desunión e inventé un camino para impedir que se siga perdiendo la herencia de nuestra nación».