Alacranes
Según tengo entendido, hace dos años, durante el mes de junio, Ortiz fue abandonado en su totalidad, las ruinas se llenaron de alacranes gigantescos y un viento miserable y maloliente convirtió el lugar en la letrina del diablo. Recuerdo que Leonor Malaguera, amiga de toda la vida, íntima e incapaz de contener las lágrimas, me llamó por teléfono a las dos de la mañana y me dijo:
—Siempre la vimos venir.
No pude entender su extraña alusión. Quizás salir del ensueño de forma tan brusca detuvo cualquier posible entendimiento. Pero no era eso. Leonor siempre fue una mujer metafórica: decía las cosas al revés, su mente funcionaba de manera distinta, enigmática. Yo le pregunté cuál había sido aquel alumbramiento, y que, en lo posible, fuera lo más concisa al contestarme. Ahogada, dijo:
—Siempre vimos venir la decepción.
Después cortó la llamada. No se despidió. Entendí que ella, con esa voz paralela a su habitual voz de felicidad (que tanto reía metáforas en vez de discutir o preguntar, enigmática) no podría hablar más; envenenada por los aguijones la detuvo el silencio: quién sabe si volverá a hablar alguna vez, si los alacranes no le habrán atenazado las cuerdas vocales. Lo cierto es que durante nuestra llamada las lágrimas le habían inundado la boca y las orillas desde las que vivió los grandes años del mundo (Ortiz tuvo sus años de bronce, nunca de oro) no podrían salvaguardarle más las piernas; ahora debía navegar, quién sabe adónde, para qué, además eso, porque sin tierra firme no hay más propósito que la supervivencia.
Esa fue la última vez que hablé con Leonor. Me rendí tras varios intentos fallidos. Llamar de un mundo a otro es más difícil de lo que parece. Las membranas que nos separan son de piedra infértil, y no hay camino posible que nos una si yo estoy aquí y ella allá, desarmada y guerrera, contradictoria, escondida en cualquier cerro de la Cochabamba o cayendo continuamente en la playa de Miraflores.
Alguna vez tendré que contar la historia completa de Leonor Malaguera porque su esencia es fundamental para entender las complejidades de este momento. Por ahora, su relato es necesario para sedimentar La primera noción del exilio, este número de Casapaís, que hoy le presentamos a los lectores iberoamericanos como parte de nuestra labor de difundir los sueños críticos de nuestros escritores. Hay un viento oscuro, un olor en el ambiente, todo se sabe, siempre, aúlla la noche; las profecías se cumplen solo cuando escuchamos con atención los rugidos de la realidad. Cuando el zarpazo llega ya hemos sido avisados, años antes, de la segunda venida de los alacranes. Quizás esa es nuestra derrota. Este número de Casapaís, nuestro segundo, arremete e indaga más adentro todas estas inquietudes.
Más allá de toda posible categorización, La primera noción del exilio tiene un olor crítico, huele a humo y a incendio, está decidido a incomodar, tiene la simple y cruel intención de hacernos caer de la cama hacia el abismo. Que todos los que lean este volumen de gran literatura iberoamericana escuchen los pasos de sus exilios, desarraigo que todos tenemos bien adentro del cuerpo, esperándonos para fallarnos como una decepción o para avisarnos de lo que puede llegar a ser el fin de todas las cercanías. Solo les digo, cuidado, que Leonor siempre lo supo y no dijo nada y miren cómo terminó, difuminada en el ambiente, siendo ella también un olor nauseabundo. No olvidemos lo que decían las malas lenguas de Ortiz cuando escuchaban lejanas las marchas militares: cuando estamos más cerca del peligro ha llegado la hora del daño.