Y tembló
Aquel día volteé a ver al cielo. Las nubes con formas convexas a lo largo de un fondo rojo anaranjado solo podían indicar una cosa: temblor.
Recuerdo que mi padre pasaba horas viendo al cielo. Y siempre encontraba una señal para algo. Con un cielo despejado y un calor insoportable: «Va llover», decía. Y como por arte de magia, llovía. A veces, se veían unas nubes negras en el horizonte y hacía un calor insoportable. «Va llover», le decía yo. Y no llovía. Mi papá con su inigualable sabiduría me contestaba: «No, esas son nubes de frío». Y en unos momentos un viento fuerte y helado refrescaba el ambiente haciendo erizar los pelos y hasta rechinar los huesos. Cuando llovía del este, aseguraba que no duraría muchos días en caer agua; cuando era del oeste, le llamaba vendaval. «Va a pasar lloviendo quince días. Así decían los viejitos cuando yo era niño, y nunca se han equivocado», comentaba con cierta nostalgia. Yo me preguntaba cuántos años habían pasado desde que mi papá era un niño y cuántos habían pasado desde que esos viejos no se equivocaban. Solo Dios sabe.
En otras ocasiones, llovía como si a Dios se le hubiera olvidado que le prometió a Noé no volver a inundar la Tierra; mi papá salía a ver el cielo y cuando empezaba a relampaguear: «Ahí está, ya va a dejar de llover», afirmaba con seguridad. Yo me asomaba y el cielo seguía negro y el agua recia. Ahora sí se equivocó mi papá, pensaba. Pero en cuestión de dos horas dejaba de llover y el sol salía otra vez bravo como si estuviera en verano; la calma se apoderaba del ambiente y de la lluvia solo nos quedaban los charcos y la ropa hedionda a moho. Raras veces llovía con sol; una llovizna suave que no se decidía si ser brisa o sereno. «Están pagando los malvados», decía mi papá. A los días, en los diarios se leía de la captura de un ladrón o de su muerte. También había días en que amanecía el cielo colorado, colorado, como si le hubieran dejado caer un chorro de sangre. «¿Quién sabe qué inocente está sufriendo o a quién habrán matado?», murmuraba mi papá con tono triste. Era cuestión de días para darnos cuenta de un ataque terrorista o de alguna masacre, o también, de alguna injusticia en masa. Así pasaba igual con los temblores; mi papá veía el cielo con las nubes convexas y aquel color rojizo anaranjado y se levantaba a buscar en el suelo a las hormigas y a las cucarachas, para ver si salían desesperadas de sus nidos; y como siempre, me miraba fijamente a los ojos: «Va temblar», sentenciaba con firmeza. Entonces, agarraba su radio viejo y lo ponía en un banco a su lado. Sentado en su mecedora de junco se ponía a esperar a que el temblor asomara; el radio listo para encenderse y escuchar por dónde había muertos. De repente los gallos empezaban a cantar de noche, los perros a aullar fuerte como si pegaran alaridos, las gallinas a cacaraquear como locas, y mi papá entre dormido y despierto en su mecedora prendía el radio. El temblor asomaba y mi papá nos despertaba a todos. «Pónganse debajo de las puertas», nos decía. El locutor, más dormido que despierto, anunciaba los detalles del siniestro. ¿Cuántos hombres como mi padre necesita este país para no ser una mierda? Quizás pocos. Este país necesita más mujeres como mi madre.
Mi madre, condenada por voluntad propia a su cocina, era una especie de gurú que todo lo sabe. No salía a la calle desde hacía muchos años. La verdad, desde que yo tengo memoria nunca la vi salir ni a la venta de la esquina a comprar una caja de fósforos. Pero así, encerrada en la soledad de sus pensamientos, sabía todo lo que debía saber del mundo externo. Siempre me mandaba a comprar cosas o a hacer mandados a lugares que recién abrían o que acababan de cambiar de aspecto. «Ándate a la esquina donde vive fulano, ahí a dos casas acaban de abrir un módulo nuevo. Me vas a comprar estas chochadas, apunta», me ordenaba mientras me entregaba un papel para apuntar. Yo desconcertado. «Pero mamá, ¿cómo sabe usted que acaban de abrir ahí un módulo nuevo si ni sale?», le preguntaba. Ella me miraba enojada, «¿qué te importa a vos cómo me doy cuenta? Un pajarito viene y me lo dice, vos andá y me hacés este mandado», me decía regañándome. Yo me iba al bendito lugar, y aunque había pasado por ahí hace una semana y no había visto el mentado módulo, ahí estaba. ¿Cómo era posible? Yo pasaba días espiándola en la cocina haciendo sus quehaceres; lavaba ropa, lavaba trastes, limpiaba el patio, limpiaba todo, ponía frijoles, cocía guineo, cuidaba pollos, sacaba huevos, mataba de vez en cuando un par de gallinas, pelaba verduras y mantenía el fuego ardiendo desde las cinco de la mañana hasta las ocho de la noche; y nunca vi al cabrón pajarito bajar a decirle algo. Debe ser mi papá que le dice cómo anda el pueblo, pensaba. Pero mi papá se levantaba a rajar leña, a preparar y reparar las cosas que necesitaba mi mamá para que la casa funcionara; luego salía a dar su vuelta y regresaba a almorzar, se dormía un rato por la tarde y después se iba a beber un café en el parque con el montón de viejos que ya no tenían nada que hacer en sus casas; regresaba para cenar y se volvía a ir, pero esta vez al casino de mala muerte donde jugaba desmoche hasta la medianoche; entonces se regresaba en su vieja bicicleta, la misma en la que me llevó todo un año al preescolar. Mi papá no paraba en la casa mucho tiempo, no podía ser él quien le dijera a mi mamá cómo iba el pueblo, además, cuando se ponían a hablar yo paraba la oreja para saber qué era lo que decían. Y no, no era mi papá quien le decía.
A veces llegaban mis tías, que eran las hijas de mi mamá, porque a mí me criaron mis abuelos, que eran como mis padres. Entonces mis tías se metían en el cuarto de mi mamá a chismear por horas de sus vidas de casadas y sus problemas de familia; de lo que hacía o no hacía la otra tía; del fulano que estaba grave, del otro que se había muerto. Pero ninguna decía cómo estaba el pueblo, y yo segurito que no eran ellas, porque solo me despegaba de la puerta para soplar el fuego para los frijoles que me encargaba mi mamá mientras la distraían de sus labores en la cocina. Y mi mamá sabía bien cuando habían pintado una casa, reparado una calle, puesto un nuevo rótulo de alto, cerrado un negocio y abierto otro. Mi mamá, como una deidad omnisapiente, se sentaba en su silla a escuchar a todo el que llegaba; igual que llegan las plegarias a Dios y de sus modos misteriosos las responde, mi mamá en su silencio sereno resolvía la vida de toda la familia. Nunca supe con seguridad quién le decía cómo estaba el pueblo, pero yo creo que era una de sus amigas de la infancia que llegaba de vez en cuando a saludarla, y por cuestiones del destino, siempre me mandaban a hacer algún mandado mientras tanto. Sí, era ella, no había duda. Qué buena que era mi madre, un poquito más y era perfecta.
Ese día, un poquito más temprano, el cielo estaba despejado casi en su totalidad, solo una nube rebelde que empezó a llorar me recordó a mi padre. Y mi gato, como sabiendo lo que yo pensaba, me miró a los ojos y en mi mente escuché, «están pagando los malvados». Era la voz de mi papá. Luego, como a las horas, el cielo se puso rojo anaranjado y unas nubes con forma convexa lo atravesaron desde un extremo a otro. El gato volteó a verme y nuevamente la voz de mi papá en mi mente, «va temblar». En ese momento, me arrepentí de no haber aceptado aquel gallo que me ofreció un amigo porque no tenía espacio en la casa donde ponerlo; también, me arrepentí de no haber recogido aquel perrito flacuchento y casi en huesos que se me acercó una noche mientras caminaba por la carretera, pero no tenía ni espacio, ni dinero para criarlo. Me levanté a buscar hormigas y cucarachas alborotadas en el suelo, pero no las hallé. El gato me miró fijamente y otra vez la voz de mi papá, «va temblar». Dejé el celular cerca de la cama para revisar la hora en que se asomara el temblor. Me dormí profundamente y soñé que era niño y estaba junto a mi papá y mi mamá mientras cenaban y veían las noticias en la televisión, o escuchaban la radio, o mi papá leía el periódico para los dos:
—Qué barbaridad, estos comerciantes son los que tienen jodido al país. Le compran barato al productor que se jode para poder cosechar algo y no morirse de hambre. Luego, vienen a la ciudad con la cosecha a venderla al doble, al triple, hasta diez veces más de lo que le pagaron al pobre agricultor —dijo mi papá enojado—. Y uno que tampoco se quiere morir de hambre, les compra. Nos dejan pobres porque nos venden caro; dejan pobre al otro porque le pagan barato; y ellos se quedan con el fajo de riales, y son los que más joden porque no quieren pagar impuestos; ¡jodido! No dejan al gobierno hacer bien su trabajo. El hombre quisiera tener este país próspero, pero estos jodidos solo quieren enriquecerse.
Mi mamá, serena como siempre, le contestó:
—Pero ellos tienen que buscar su ganancia. Además, el gobierno tiene que hacer algo. Si no quién se supone que va arreglar el asunto, para eso les pagan pues.
—¿Que no entiendes mujer? —le dijo mi papá más encendido—. Te estoy diciendo que esos comerciantes no dejan al gobierno hacer las cosas. Acordate cuando la huelga porque los quisieron mover del mercado. Si esos mandan más que Dios...
—Más que Dios no manda nadie —dijo mi mamá—. Lo que pasa es que en el gobierno también hay sus bandidos que se venden por un puño de riales. Entonces, estamos jodidos por todos lados, eso no tiene solución. Es más, ese hombre ya no manda nada, la que manda es la mujer; fue ella la que vino para cuando la huelga del mercado a calmar a todo el mundo. Ella misma fue la que agarró dormido al guarda y mandó a correr al alcalde y a sus administradores.
—¿Cómo no? —dijo mi papá—, hay solución; lo que tenemos que hacer es ponernos de acuerdo todos. Mira, somos más los que compramos, y más los que producen. Lo que pasa es que, si le dejamos todo al gobierno, se aprovechan esos bandidos, porque el pobre funcionario que tampoco gana bien, pues, se termina vendiendo. Pero la gente de este país es muy conformista, todo quiere que le hagan. Y la cosa no es así, hay que trabajar para que salgamos de esta pobreza. Y esa mujer no manda nada, cuando se muera el hombre, las cosas van a cambiar. Van a quedar los meros meros; los más inteligentes a cargo. Ahí vas a ver, si es que no nos morimos antes.
Mi mamá siempre serena y viendo fijo sus dedos, como si los contara, le dijo:
—Vos fuiste quien dijo que los comerciantes mandan más que nadie. Si la cosa es así, ahí no hay vuelta de hoja, ni san gobierno, ni san nosotros, ni san inteligentes, ni santa señora va a acabar con esta vaina.
Mi papá se quedó callado, y yo que para entonces no entendía nada de lo que estaban diciendo pensé: «No, no es mi papá que le dice cómo está el pueblo». De repente, empezaron a cantar los gallos, a cacaraquear las gallinas, a aullar los perros como si fueran alaridos; mi papá corrió a encender el radio.
—¿Dónde está el niño? —preguntó.
—Ahí en su cuna —dijo mi mamá.
Yo dormí hasta los doce años en la cuna de bebé, era muy incómodo, pero no teníamos para una cama de niño. Mi papá me tomó en sus brazos y me llevó debajo de la puerta.
Me desperté sintiendo la tierra mecerse como un columpio a punto de detenerse. Miré la hora; eran las tres de la madrugada, la hora de las ánimas. Mi mamá decía que a esa hora no debía salir a la calle, porque era el momento en que pasaba la Carreta Nagua levantando muertos. Pero se oía la gente del barrio en la calle y salí. Un vecino tenía encendido el radio. Yo miré las publicaciones en las redes sociales; estaban llenas de gente posteando: «Está temblando…», y el típico vulgarcito que les comentaba: «Si no lo veo en tu publicación no me doy cuenta». El locutor de la radio, que no era el de costumbre, más dormido que despierto, reportaba los detalles del siniestro. El epicentro había sido en Managua, a unos diez kilómetros de profundidad. La gente se asombró mucho. Managua era una ciudad situada en un valle, rodeada de lagunas y con una altura de ochenta metros sobre el nivel del mar, encima de una cuenca hídrica que permitía cavar poco para encontrar agua. Por eso no se construían muchos edificios altos en la capital; hacía unos años un temblor la había sacudido también de madrugada. La gente sabía que Managua estaba a un hilito de caerse. El locutor invitaba a la población a reportar los daños en sus casas. Poco a poco fuimos enterándonos de algunas pérdidas materiales y humanas. «Va a haber más réplicas según los expertos del INETER», dijo el locutor. Nadie regresó a dormir aquella madrugada. Y pasó temblando unos días más.
A la semana el gobierno anunció la muerte del presidente. El país estaba de luto; nadie celebró. Un amigo que tenía un amigo trabajando muy cercano al difunto mandatario me dijo: «Dicen que el día del temblor como a las cuatro de la tarde empezó a agonizar, y que como a las tres de la madrugada palmó. La vieja, que lo acompañó en el martirio de su vida y de su muerte, y que sabía bastante de los muertos y de hechizos, les dijo a los que estaban cerca, “está bramando el suelo porque el infierno lo rechaza. Yo sabía que le tocaría andar penando. Pobre, va a tener que esperarme bastante, porque yo ahorita no me muero”».
No dijeron nada de su muerte para no alterar a la gente. Pero ya pocos lo querían, era más bien para que no se les armara el alboroto. Los ministros, los delegados, los generales, los comisionados, los que mandaban, siguieron siendo los mismos; hasta los comerciantes eran los mismos. La señora al fin tenía el premio de su vida: la presidencia.
El día que el caudillo murió llovió con sol, y el cielo se puso rojo anaranjado con nubes convexas. Las hormigas y las cucarachas no salieron por miedo a encontrárselo penando. Los perros aullaron como si pegaran alaridos, las gallinas cacarearon, los gallos cantaron de madrugada y tembló. Un montón de gente se fue en el saco. A algunos se los llevó dormidos, y otros los pepenó despiertos; el ángel de la muerte se llevó cargada esa carreta.
El gato, de madrugada mientras me encontraba con los vecinos escuchando las noticias, me miró a los ojos y un pajarito de lo más sereno se posó a su lado. Oí la voz, «estamos jodidos por todos lados, esto no tiene solución».