¿Cómo sales de un sitio si antes no has visto dónde está la puerta?

Oskar Keys

Hace un tiempo ya, descubrí a Sophie Calle, y hace un tiempo también, descubrí que Borges pasó los últimos años de su vida sin un sentido que, a mi parecer, era esencial para la escritura: la vista. Y a veces, para intentar desenredar cuestiones que van permeando en el individuo sin que uno se dé cuenta, recuerdo de nuevo a Álex Chico diciendo que nos preparamos toda la vida para llegar a ciertos momentos. Con dificultades para no dejarse llevar por el misticismo y las supersticiones, me gustaría pensar que Borges y Sophie Calle eran conocidos. Que ella quería entenderlo, ir más allá. Ayudarme también a mí a entender. Como si me hubiese preparado toda la vida para llegar a un algoritmo de YouTube en el que primero la vi a ella, y en el video siguiente, lo vi a él. Yo era una mera intermediaria que ocasionaba el encuentro de dos viejos amigos y, como un abuelo en una cena familiar, permanecía en una esquina de la mesa feliz por esta unión, sintiéndome fuera de ella, pero también en su interior.

Guiada por el papel tan fundamental que la observación tenía para Sophie (porque recordemos que era amiga de Borges, y no hay mayor acto de amistad que el de comprender al otro), le pidió a veinticuatro invidentes una descripción de la imagen que tenían la belleza, lo cual fue muy curioso: era como si todos, a través de la imaginación, le hubiesen dado formas y color a los espacios que eran incapaces de percibir mediante el único sentido que, en teoría, debería ser el encargado de dictaminar hasta qué punto algo puede cumplir o no con ese concepto. Y aunque alguien dijo que no soportaba la belleza porque no la podía entender, a veces el lenguaje, la descripción, el sonido, o todo lo posiblemente perceptible al evadir la vista fue lo que dejó respuestas tan dulces como: «Es el mar. El mar hasta perderse de vista», quizás gracias al sonido, o la descripción precisa de lo que podría acercarse más a una escalera de colores. «Mi hijo es la cosa más bella que he visto», decían otros,  guiados por los sentimientos, la voz, el tacto, o el sonido que hacen sus zapatos al desplazarse por el suelo o tirar en una silla la mochila del colegio. Incluso hubo personas que describieron un paisaje: «A 60 kilómetros de Cardiff, sobre el acantilado, hay una colina desértica. Un tiempo infernal, un terreno escarpado, hierba corta… Las flores me molestan, tengo miedo de pisarlas. Me impresionó la belleza de ese paisaje desolado. Hice una foto, la foto no reproducirá el viento, pero la sensación de inmensidad quizá sí».

Para contrastar con sus respuestas, Sophie ofrecía una cámara y la posibilidad de fotografiar en dirección a lo que era la belleza para ellos, como si solo hiciese falta creer que caminas por un lugar para hacerlo. ¿Sabían lo que fotografiaban? O dicho con otras palabras: ¿Fotografiaban su imaginación?

¿Qué puede haber en la descripción, el tacto o el sonido de un acuario para que alguien crea que sus peces, y la evolución que tienen dentro de él, son sinónimo de belleza hasta el punto de quedarse de pie contemplándolos durante unos minutos? Más aún, ¿cómo representar la contemplación de un invidente? Se necesita mucha poesía para llegar al lugar en el que ellos habitan y por el que pasean de forma rutinaria. 

A fin de cuentas, ya lo afirmó Dalí con aquella frase en la que nos interpela por completo porque, según él, el mejor cine es el que puede verse con los ojos cerrados. No es más que otra manera de dar por hecho que, a veces, ver el mar aquí mismo puede ser más intenso y real que desplazarse hasta el lugar para comprobarlo, teniendo en cuenta que cada una de estas personas construyen sus recuerdos, su memoria, desde un lugar mucho más abstracto. Recuerdo leer a Proust diciendo que en el olfato reside la memoria involuntaria. Involuntaria o no, la memoria de estas personas reside en puntos donde imaginación y recuerdo deben unirse de tal forma que nadie sepa si ambas son una misma cosa; esa cosa que nosotros nos hemos visto con el derecho científico de fraccionar. Como a Paula Melchor, me dijeron la madre ciencia, y dije , gracias madre ciencia; pero, como ella, necesité creer en otras realidades.

Para mí esa otra realidad permanece en una frase, como un eco al fondo de mis vivencias que aún recuerdo por haber leído en El túnel de cristal, de María Gripe. Teniendo en mente aquello: «Tesi, que era ciega, me enseñó a ver». Teniendo en mente la amistad entre Calle y Borges, yo también quise tomar partido. 

Todo seguía retumbando en el aire, tanto, que era como si el pensamiento se hubiese quedado atascado, como si hubiese mucho más espacio sin habitar. No sabía si quería entender algo. Probablemente no, pero sin duda quería llegar a otro lugar, fuese el que fuese. Por eso, quizá para introducirme dentro de la historia, di otro paso e intenté entender el recuerdo de un invidente, pero no de nacimiento. Alguien que supiese lo que es una línea recta, el color rojo, la panorámica de la lluvia al caer, desde una ventana, dado que esa forma de percibir el mundo podía parecer falsa, ficticia. Como si no ver pudiese suponer una forma de fingir el mundo al intentar representarlo. Por eso, para aclarar las dudas, recurrí a las oficinas de la ONCE, y Jordi, el director del centro, aceptó ponerme en contacto con una serie de personas invidentes.

Esto contaba con una dificultad previa, la de Borges con aquella sentencia en París no se acaba nunca en la que no le gustaba recordar, porque cada vez que recordamos algo, no lo estamos haciendo realmente, sino que recordamos la última vez que proyectamos ese recuerdo en nuestra mente. Entonces, por esa regla de tres, alguien que ha perdido la vista, tienen una referencia de su alrededor: saben cómo es un niño, un edificio… Y de la misma forma que nosotros cerramos los ojos y podemos proyectarlo con unas características concretas, ellos también. ¿Pero qué pasa si ese recuerdo se va difuminando y perdiendo en la mente como una bruma cada vez más difícil de divisar? ¿Qué queda?

Queda el rastro de huellas, pero no la figura que transitó la nieve. Queda el contexto de un momento, pero no la imagen que lo acompaña. La definición de Nuria de recuerdo: «Un cúmulo de sensaciones que he vivido en su momento, y se han prolongado por haberme producido una intensidad mayor. Porque no siempre almacenas todo. Solo recuerdas lo que te ha marcado». Y parece que las sensaciones fuertes en días concretos, en días que parecen un día cualquiera, no tienen necesariamente que estar unidas a una imagen. Puedes mantener el tacto de la piel, si hacía frío o calor, la estación en la que estabas, el olor del pelo, la suavidad, el tono de voz que tenía, cómo te hablaba… «Pero no estamos acostumbrados», dice Nuria, y es verdad, porque parece que el pensamiento ya esté sujeto a la imagen. Y aunque parezca difícil de procesar en un principio, todos cerramos los ojos al besar, y es como si de forma involuntaria quisiéramos una apreciación mayor del resto de sentidos: y funciona, y perduran de la misma forma que perduran en ellos.

Pero es curioso cómo nadie parece advertir que ese recuerdo cambiará con su futura proyección. «Ni de fantasía antes, ni de fantasía después», dice Adela. Incluso quienes están dejando de ver de manera paulatina creen que su visión se corresponde con la realidad, aunque a la vez, sostienen un bastón con el que tener acceso a dicha realidad. La farola, el bordillo, todo eso no lo ven, pero el tacto del bastón es capaz de hacer una representación mental de dichos objetos en su memoria que poco importa si son iguales a las características concretas que nosotros encontraríamos; la cuestión es que les salvan la vida. Así lo afirma la tercera edad, la mentalidad de alguien que no se puede sustentar por sí sola, que la pérdida visual solo ha hecho más estrecha la calle para caminar y su dependencia, por negativa, ha hecho más corto el paso.

Después: «¡Lo monto yo!», me dice Estela, bastante animada, sobre su presente. De modo que como un puzle, afirma juntar diferentes piezas visuales de su pasado para crear algo nuevo, para ver cuál queda mejor en el marco descriptivo externo. Más tarde resulta atrayente cómo cuenta algo tan simple y, a la vez, tan acertado: «Tienes que haber visto una imagen, para después poderla imaginar». Alguien ciego de nacimiento crea trucos, entrelaza sensaciones, intenta hacer híbrida la forma de percibir. Y continúa: «Cuando eres ciego total, tienes que asociar colores a olores. Tienes que decir eso huele a rojo, y eso representa dicho color». Pero sigue siendo imposible, y esto lo dictaminan sus sueños: experimentan olores, la sensación del tacto, el sonido, incluso saborean durante el sueño, pero la vista es completamente nula. Aunque ella con eso no tiene ningún problema, curiosamente, prefiere recordar momentos más próximos sin haber visto. Solo los restantes 4 sentidos le son suficientes. Y lo argumenta por el lado de tener más autonomía: «Creas lo que quieres crear. Puedo hacer un cambio de lo que estoy tocando. Incluir cosas que no sé si están». Como si su optimismo nos diese una clave: todo ello está justificado por recuerdos negativos. Y es que, llegados a este punto, parece estar claro que el pasado también es un estímulo condicionando el desarrollo de cada sentido.

Releo una frase de Jaume Marí apuntada tiempo atrás: la visió és plàstica completament, y no recuerdo contexto alguno. Pero le sigue la siguiente frase justo debajo: l’heu de mimar molt a aquest llibre. Y esa es la razón por la que esta mujer de ojos azules considera el recuerdo algo bonito: el recuerdo próximo, el que aprecia por alegre, por rejuvenecedor. La visión es plástica porque las personas nos encargamos de que lo sea, somos los encargados de mimar una vivencia, por muy nublada que se nos muestre, porque el contexto vivido también condiciona un espacio que parece a oscuras. Y puedes cambiar el pasado, y moldearlo si es necesario cuando lo traes de vuelta. Porque, irónicamente, sus ojos siguen siendo claros y, para bien o para mal, no sabemos si el recuerdo de ellos mejora o empeora con el tiempo. El recuerdo, por lo tanto, es moldeable y subjetivo, tengamos cinco o cincuenta sentidos; lo que cuenta es lo dispuestos que estemos a cuidar de él. Todo dependerá del momento vital en el que te encuentres: apreciarás el pasado si desprecias o rechazas el presente y viceversa.

Entonces aparece Pedro, quien parece querer dejar atrás sus antiguas vivencias. Pero acto seguido, como de pasada, dice que le gustaba mucho ir en bicicleta a la playa. Sin nostalgia aparente, constatando que se deja atrás: hay que olvidarlo. Sabe que ha existido, pero el romanticismo alemán no afecta su estabilidad emocional, y le ayuda a su adaptación, en la que, según dice, «Todo es cuestión de memorizar lo que sabías». Es curioso cómo, en este sentido, no pretenden dejar atrás la imagen. La necesitan. Lo que pretenden dejar atrás es la sensación, el sentimiento que les transmitieron y proporcionaron dichas imágenes, porque así resulta menos doloroso. Incluso parece complicado dar con un ejemplo para entender mejor esa frialdad como mecanismo de defensa. ¿Qué es el recuerdo, entonces, para él? Simple: la imagen que has visto en la realidad y que te imaginas en el pensamiento.

Su recuerdo no es pasado. Su recuerdo es una pieza más del mecanismo para crear el presente, como el tacto, como el sonido… Solo que él ya advierte: «Plaza Catalunya, yo recuerdo cómo era antes. Ahora me dices cómo es, y puedo imaginarla, pero igual la mente no acierta». Recalcando constantemente y en repetidas ocasiones que donde nosotros pondríamos el verbo ver, él lo sustituye por imaginar. Y así, si ayer fue al campo, se imaginó los árboles y los pájaros; si toca algo, se lo puede imaginar representado en su cabeza, si es suave o rugoso…: «Como lo sientes, te lo imaginas».

Es curioso, parecía como si todos los sentimientos pasados que pretendía ignorar se hubiesen replegado en esta conversación, dando paso a una intensidad mayor y más fuerte en todo lo que decía, dejando una permanencia de sus palabras que lejos de frialdad y pasado, podían hacer que continuasen presentes ahora, pero no en nuestra visible realidad, sino en la suya. Y como si por recordar la conversación, pudiese imaginarla. Las sensaciones se vuelven indispensables y la ciencia reemplazable.

¡Ah! Y no lo sé, Nuria. No sé cómo se sale de un sitio si antes no has visto la puerta. De hecho no sé ni siquiera cómo hacemos a veces para introducirnos en ellos. Porque dime, ¿si no has visto la puerta, cómo has entrado? Podría hablar de instinto, pero qué importa. Tengo la sensación de que la literatura no es más que la prolongación de una ceguera, una forma de abrazar la carencia y defenderse de ella desde su interior. Y si no salimos, al menos conoceremos otros caminos por donde habitar el espacio. Eso, como punto de partida, ya me parece mucho. 

Claudia Torres

Claudia Torres (Barcelona, España, 2002). Actualmente cursa el segundo año de la carrera de Estudios Literarios.

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