Breve recuento de algunas observaciones hechas por el autor en torno a un diamante que brilla en la oscuridad

Hay muchas formas de empezar a contar esto. Por ejemplo, así: Fisterra, abril de 2004. Varias playas gallegas siguen cubiertas de petróleo tras el derrame del Prestige, pero la marea blanca de voluntarios —vestidos con overoles sintéticos, botas de hule y mascarillas, armados de palas y cubetas, coordinados por el ejército— ha ido remitiendo en los últimos meses, hasta casi desaparecer por completo. Desde la Universidad Complutense de Madrid, donde estudio filosofía, se organiza la salida de los últimos autobuses que llevarán a los estudiantes deseosos de ayudar a limpiar las playas. Yo abordo el autobús detrás de mi amiga María, delante de Mercedes, y al cabo de unos minutos salimos rumbo a Galicia. 

Son jornadas extenuantes, de varias horas limpiando el chapopote (ellos le dicen «chapapote») de entre las piedras, recogiendo troncos negros, peces muertos, llenando cubos y más cubos de desechos tóxicos. En los descansos comemos sándwiches y hablamos de literatura, pero no sabemos nada, o más bien yo no sé nada: hablo desde el entusiasmo ciego de mis diecinueve años. María, que ya publicó un libro (a los precoces diecisiete) habla con más sabiduría, o al menos mi admiración se la atribuye. Y ambas, Mercedes y María, tienen una educación más sólida que la mía, hablan de Carmen Laforet con la misma soltura que de Cortázar, saltan de una orilla a otra del idioma. Las miro con un punto de envidia. 

Mercedes es la más táctil: nos hace masajes en los pies, nos abraza, me revuelve el pelo largo con cariño y con sorna, abraza por la cintura a todo el mundo. Yo vivo atrincherado en la sospecha de que todos juzgan lo que hago, aunque no le importo a nadie: una manifestación tardía de mi adolescencia que nunca he logrado sacudirme por completo. Imposto un aire sabihondo para hablar de cualquier cosa y a veces, arrinconado por la flagrancia de mi estupidez, invoco una infancia ficticia, de realismo mágico y pueblos pintorescos, para ganarme la simpatía de mis amigas —que de todas formas me quieren.

Por las noches, cuando el atardecer mancha las calles empedradas del pueblo, nos llevan hasta una posada donde los lugareños nos alimentan y hasta nos dan vino. Son amables, pero llevan ya un año recibiendo voluntarios, la pesca sigue escaseando y las ayudas del gobierno les parecen dádivas sucias que no compensan toda la catástrofe, así que se han vuelto un poco reservados. Para nosotros, además, su desgracia es el marco de nuestra aventura: ser voluntarios es, también, un modo de viajar gratis, de ver un poco más de mundo y estrenar la mayoría de edad en tabernas y pueblitos. Normal que eso les cause reticencia. 

Mercedes y María se conocen desde mucho antes de que yo llegara. Entre ellas hay un entendimiento y una compenetración como sólo puede existir entre amigas de infancia que se han reído juntas hasta orinarse. Observador externo de esa complicidad, a mis diecinueve años no sé aceptar que me inspira cierta envidia, cierto afán de pertenencia que, en mi confusión, me lleva a convencerme de que estoy enamorado de Mercedes, o de María, o de ambas.

*

Otro comienzo posible sería éste: el método con el que Robert Boyle, padre de la química moderna, componía sus «tratados», sobre todo a partir de 1660, lo aleja bastante de la idea que tenemos hoy en día del trabajo metódico de los científicos. A menudo, Boyle trabajaba en un experimento durante algunos meses, tomaba notas en hojas sueltas y luego pasaba a un ámbito totalmente distinto del saber y del mundo natural, oscilando entre la física de fluidos, la «flama vital» de los animales y la mutabilidad de los colores, por ejemplo. Esas notas sueltas se dispersaban en el caos de su laboratorio y llegaban a pasar varios años perdidas hasta que decidía retomarlas, aumentarlas o añadir alguna consideración de carácter teórico, escribiendo estas adendas en hojas también sueltas que luego juntaba precariamente. Por fin, un buen día reunía varios de aquellos fascículos o tratados sueltos, hasta conseguir un fajo más o menos considerable, y se los llevaba al impresor. 

(Tema aparte, y no lo suficientemente explorado, es la influencia que tenía su hermana, Lady Ranelagh —científica, filósofa, miembro del Colegio Invisible y colaboradora cercana de Robert—, en la preparación del texto. Es más que probable que la historia le deba el crédito, jamás atribuido, de varios de los avances y experimentos firmados por el hermano.) 

Pero sólo bajo el cuidado del impresor los libros de Boyle cobraban una forma más o menos pulida y definitiva, un orden más o menos lógico. De ahí la disparidad entre los diferentes títulos de Boyle, que responde a la diversidad de sus impresores entre 1660 y 1690: cuando trabajó con artesanos de renombre, como Henry Herringman (primer editor de John Dryden, librero de confianza de Samuel Pepys e impresor de una de las compilaciones de Shakespeare más autorizadas del siglo XVII), Boyle obtuvo títulos como su Experiments and Considerations Touching Colours, de 1664, que presenta un índice más o menos inteligible, mucho mejor organizado, en todo caso, que el de su célebre The Sceptical Chymist, de 1661. Este último, que pasó a la historia como el primer libro que refutó los principios alquímicos de Paracelso y fundó una comprensión moderna de la materia y sus transformaciones, en realidad es un volumen heterogéneo y abstruso, compuesto a capricho. Y es que no debe de haber sido fácil ser impresor de Boyle, como se puede deducir de las notas que algunos de ellos añadieron al final del volumen en sus primeras ediciones. La «nota del impresor» que cierra The Sceptical Chymist, por ejemplo, le recrimina a Boyle su «ausencia constante» en la imprenta y el haber entregado el libro en la forma de un montón de hojas sueltas, sobre un tema que el propio impresor no dominaba, resultando todo ello en una edición descuidada y llena de erratas.

Pero la historia de la edición está llena de accidentes (algunos felices, otros no tanto) y, a pesar de los desperfectos, lo cierto es que Robert Boyle entregó a la imprenta más de treinta títulos distintos en aquellos años de prolífica actividad. Las primeras ediciones de esos libros se imprimieron en octavos y se cosieron a mano en distintos talleres de Londres, para después venderse con relativo éxito hasta la muerte de Boyle en 1691, y aún después. O sobre todo después: la casa de subastas Bonhams vendió en 2015 una primera edición de The Sceptical Chymist, con todo y los reproches de su fe de erratas, por 488,584 dólares. 

Las primeras ediciones de sus títulos «menores» —esos tratados secundarios: sobre la levedad de los cuerpos bajo el agua, sobre un diamante que brilla en la oscuridad, sobre la temperatura de las regiones subterráneas—, que Boyle redactó con su prisa habitual a lo largo de treinta años, alcanzan precios mucho más modestos, pero presentan un interés mayor para un lector improbable y poco educado como yo.

También podría comenzar aquí: Galicia, 1974. Atribulado por la falta de oportunidades y por el clima opresivo del franquismo, Baldomero Garrido decide irse de Fisterra, dejando atrás a su madre y cuatro hermanos, para probar suerte en Francia. Tiene dieciocho años. Dejó los estudios a los quince y habla un castellano dubitativo, con una sintaxis calcada del gallego…

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Daniel Saldaña París

Daniel Saldaña París (Ciudad de México, 1984) es escritor y traductor. En 2021 publicó el libro de ensayos narrativos Aviones sobrevolando un monstruo (Anagrama, 2021) y la novela El baile y el incendio (Anagrama, 2021), que resultó finalista del Premio Herralde. En 2017 fue parte de Bogotá39, una selección de los mejores escritores latinoamericanos menores de 40 años, y en 2020 ganó el Premio de Literatura Eccles Center & Hay Festival, en Inglaterra. 

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