El uno al otro
Los domingos se inventaron para que nos engañemos pensando que no vivimos para trabajar. Pensar que no vivimos para trabajar supondría dedicarle el día a uno mismo. Dedicarle el día a uno mismo implicaría prescindir del contacto con el mundo que nos rodea. Prescindir del contacto con el mundo que nos rodea significaría, entre otras cosas, no salir de casa. Y no salir de casa un domingo significa la paz. Un voluntario, sencillo y feliz engaño.
Era domingo. Sin embargo, Elena se entusiasmó desde temprano con la idea de hacer la gloriosa ensalada de gallina con la cual me enamoró. Era domingo, y a pesar de mi disertación anterior, tuve que vestirme y salir a buscar una lata de petipuás. Era domingo, pero puedo claudicar en mis principios cuando una promesa de felicidad se asoma en el horizonte. Y Elena sabe exactamente lo que quiere cuando se trata de dar felicidad. Dice, por ejemplo, que una ensalada de gallina puede prescindir de trozos de manzana, de piña, de maíz dulce, pero nunca, nunca, de petipuás. Los petipuás, acentúa, son parte sustancial de la receta. Y lo dice así, levantando las cejas y los hombros, mientras mira al piso con rostro serio, como quien explica algo que, de lo obvio, resulta un tanto embarazoso.
Hay algo en ese gesto tan endiabladamente… en fin, que, por supuesto, bajé a la tienda de la estación de servicio —el único lugar cercano que estaba abierto un domingo—, con la esperanza de conseguirlos. Después de todo, sí, era domingo, pero yo por la ensalada de gallina de Elena, y por ese ademán de sus hombros, puedo salir de mi zona de confort, como suele decirle ella a mi habitual haraganería dominical.
El sitio me recibió con una somnolencia a tono con el día. En los estantes, los víveres me ignoraban con ausente dignidad. El piso de los pasillos brillaba. La soledad era fugazmente rota por clientes que evitaban todo contacto con los demás. No era momento para señoras dubitativas que sopesaban beneficios y ganancias. Todo el que entraba sabía lo que quería. Gente de la cuadra, que llegaba directo al producto que buscaba y se dirigía derecho a la caja, arrastrando los pies, los párpados y los saludos, con prisa por volver a enclaustrarse en su domingo.
Pero dudar es una acción integrada a mi naturaleza. No se trata de que no tenga personalidad o carácter, sino que siempre caigo en el mal hábito de establecer conversaciones imaginarias con los otros. Y esos otros siempre introducen nuevos elementos a las decisiones, con lo cual se vuelven interminables.
En ese momento sostenía una de esas conversaciones con Elena. En los estantes había unos petipuás con zanahorias y otros en una salsa dulce. Finalmente estaban los que supongo que ella prefería, pero eran más caros y en una presentación más grande.
Discutíamos imaginariamente sobre el asunto cuando apareció el muchacho, interrumpiendo el nutrido intercambio de opiniones que mantenía con mi mujer.
Delgado y bajito, como si en algún momento de la adolescencia hubiese detenido su proceso de absorción de nutrientes. Unos ojos marrones se posaron con desconfianza sobre mí cuando puso el carro de los productos que iba a arreglar a unos pocos pasos de donde me encontraba. Maíz dulce, me dijo Elena en cuanto me distraje con las cajas que el muchacho se aprestaba a ordenar en los anaqueles.
Además de los ojos desconfiados, tenía la cara llena de pequeños rasguños, como marcas en las hojas de un libro viejo. Esas que tienen tanto tiempo en cada lugar que parecen parte de un caprichoso diseño de fábrica.
Debía tener unos veintipico pero, como ya dije, lucía insuficiente para su edad. En todo sentido. Algo en sus maneras hacía juego con su desconfiada mirada. Unos movimientos nerviosos, como de animal silvestre no acostumbrado a la presencia humana, a pesar de la laxitud de su rostro, que sí estaba más conectado con el día y la hora.
Luego de verlo comenzar sus labores, retomé mi conversación con Elena. «Pasillero subpagado trabajando con desgano un domingo», comentó ella en una de esas y yo asentí. «En lugar de estar en su cama», agregué. «O en la playa», acotó ella. Y reímos de buena gana, lo que al parecer no le causó gracia al muchacho, que posó sobre mí sus desconfiados ojos de roedor silvestre durante unos segundos.
De pronto, y luego de unos cinco minutos en los que no entraron más clientes apurados que saben lo que buscan, llegó un hombre como de unos largos y muy mal recibidos sesenta años. De baja estatura, como el pasillero subpagado que trabajaba a desgano, un domingo en la mañana en lugar de estar en su cama, o en la playa. El hombre iba de traje. Sí, de traje. Un domingo…