Mi camino a Petrischevo
Vida y muerte de Zoya Kosmodemyanskaya (1923 - 1941)
¡Hola, camaradas! ¿Por qué se ven tan tristes? ¡Sean valientes, luchen, venzan a los alemanes, quemen, pisoteen! No tengo miedo a morir, camaradas… ¡Es felicidad morir por la gente!
Estas serán mis últimas palabras. Las gritaré con la soga al cuello a quienes se acerquen a presenciar mi muerte en la aldea de Petrischevo. Será noviembre de 1941. Hará frío. Veré la compasión en las caras de los campesinos, y horror, y desprecio; los otros, los soldados enemigos, estarán tan agotados como mis compatriotas y fingirán penosamente un placer fantástico al ver como la muerte me lleva consigo. A ellos les habré dicho, poco antes:
«Ahora me colgáis, pero no estoy sola. Hay doscientos millones de nosotros. No pueden colgarnos a todos. ¡Me vengarán!».
Me colmarán de honores cuando mi historia recorra nuestra gran nación. Seré un ángel de la Revolución: la primera mujer en recibir la medalla de Heroína de la Unión Soviética y la Orden de Lenin. Pero antes, mi cadáver permanecerá semanas colgado en el mismo lugar de mi ejecución, con un seno mutilado y la piel salpicada de llagas y quemaduras. Antes de ser un cuerpo sin vida exclamaré a mis compatriotas:
«¡Adiós, camaradas! ¡Luchen, no tengan miedo! ¡Stalin está con nosotros! ¡Stalin vendrá!».
Nazco el 13 de septiembre de 1923, en Osino-Gay, una pequeña aldea cerca de Tambov. Desde hace más de trescientos años existe en mi familia una larga tradición eclesiástica: mi abuelo, Pyotr Kosmosdemyansky, consideraba la blasfemia como un pecado capital, y fue asesinado en 1918 por ateos revolucionarios; mi padre se llama Anatoly, y estudió en un seminario, aunque nunca se graduó, cortando de un plumazo esta tradición familiar tan larga. Acabó trabajando como bibliotecario. Yo me alegro, porque el dogma religioso contemporáneo es un estigma para la revolución del pueblo. Es cosa de zares, de traidores y enemigos del pueblo.
Mi madre se llama Lyubov Churikova y es maestra de escuela; tengo un hermano dos años menor que yo. Se llama Aleksandr. Será un gran comandante de carros de combate durante la guerra y morirá cuatro años después que yo. También será un héroe nacional.
Cuando tengo seis años nos mudamos a Siberia, cerca del río Biriusa. Mi familia quiere estar lejos de la turbación general que se esparcía por la nación, de las falsas acusaciones y las miradas llenas de miedo de los compatriotas. Sin embargo, un año después nos mudamos a Moscú.
Ah, que no se me olvide, yo me llamo Zoya Kosmodemyanskaya.
En Moscú comprendo qué significa formar parte de la historia. Siento la omnipresencia de nuestro camarada Stalin, como si sus preciosos ojos funestos pudiesen ver cada uno de mis movimientos y predecir los que vendrán después. El Estado es poderoso, se estira y llega a todos los rincones de la patria, a nuestros corazones, donde se juntan el miedo y el hambre; los días son grises, violentos, a las trifulcas siguen los pesados silencios de la noche y los fantasmas de nuestra historia.
Yo soy feliz. Me gusta estar aquí.
No tengo muchos amigos. Es decir, no tengo amigos. Será por mi carácter. Sí, soy entusiasta, pero no expresiva. No es fácil conocerme. Mi madre dice que no tengo ningún problema:
—Estás perfectamente —me dice, envolviéndome en sus ojos clementes, tan poco misteriosos—. Es solo que eres una chica nerviosa.
En la escuela voy bien. Me gustan la historia y la literatura. Abro esos libros y me desplazo a tiempos oscuros y llenos de amenazas, escenarios emocionantes donde brotan los sentimientos elevados. Hay mucha tristeza en nuestras páginas, pero es en el hambre y en la guerra donde se forjan las leyendas.
Cuando tengo diez años, mi padre muere. Enfermedad intestinal. El mundo da vueltas a mi alrededor, pero yo ya no me muevo. Salgo de la historia por un tiempo y voy a la deriva por un mar de plata. Dudo de todo. Todo lo que he leído se desmorona a mis pies. Una cosa son los libros, pero en la vida… Deseo ser fuerte y estar a la altura. Veo el cadáver de mi padre, tan blanco y apacible, y le doy vueltas a sus emociones. No sé si le habrán servido sus creencias, su fe.
¿Está Dios acunándole con sus brazos infinitos y transparentes? ¿Le susurra al oído palabras de amor? ¿Nos mira a nosotros, a nuestra patria, de reojo? ¿A nuestro camarada Stalin? ¿Hay recelo en su mirada?
En ocasiones es mi fe la que mengua: no sé si la Revolución nos acerca a la plenitud del alborozo humano o si nos conduce al barro, el mismo en el que defecan cerdos y perros enfermos. Quizás sea la sangre de mis antepasados. A menudo pienso en sacerdotes y en liturgias, y me pregunto si no estarán allí las preguntas adecuadas y las respuestas correctas. Esto no lo diré nunca. No quiero acabar en prisión. Y yo creo en ti, camarada Stalin.
Me recompongo y sueño con entrar en la universidad de Leningrado. Quiero aprender todo lo que pueda y ser una buena soviética. Hay que ser fuerte en todos los sentidos; en cuerpo, mente y espíritu. ¡Me esforzaré tanto como mis fuerzas me lo permitan!
Ya formo parte del Komsomol, la liga juvenil del Partido, y me siento más integrada que nunca en la Unión Soviética. ¡Qué feliz soy!
No me encuentro demasiado bien, estoy agotada. Me duele la cabeza y pierdo la consciencia. Estoy en un pasillo, tirada en el suelo. No oigo más que un viento que pasa delante de mí y me acaricia la nariz. Unas piernas se acercan; el cuerpo que desplazan pertenece a una chica joven, que viene a socorrerme. Cierro los ojos.
Me tratan en la clínica Sokolniki, aquí, en Moscú. Meningitis aguda. Ha sido grave, podría haber muerto. Pero estoy viva. Me pregunto si será siempre igual, es decir, si cuando se acerque la muerte el destino estará de mi parte y ¡zas!, abriré los ojos y estaré a salvo, vigilada y protegida por cariñosas enfermeras.
En la clínica me recupero y pienso. Pienso en muchas cosas, buenas y malas, pero me dejo llevar especialmente por los sentimientos que me hagan feliz.
En la camilla de al lado hay un señor. Su cara me resulta familiar; me mira con unos ojos pequeños y almendrados que descansan sobre las mejillas carnosas. ¡Es Arkady Gaidar! ¡Uno de los mejores escritores de nuestra patria! Tiene fuertes dolores causados por una enfermedad. No conozco más detalles: Arkady y yo hablamos de todo, pero no de la clínica. Todo lo que conversamos tiene que ver con el mundo que, allá afuera, sigue rotando sobre su eje.
—¿Y qué libros te gustan, Zoya Anatólievna?
Yo me ruborizo, como siempre que los adultos utilizan mi patronímico. Sus ojos sabios se fijan en mí. Espera una respuesta.
—Me gustan… todos los libros. Especialmente los autores rusos.
Él esboza un gesto a caballo entre la sonrisa y la sorpresa. Hablamos de Dostoievski y Gógol; me recita unos versos de Pushkin y me explica el trágico final de Lérmontov. Yo ya lo conocía, pero en su boca la verdad adquiere una tonalidad transparente, sin borrones. Después me mira, piensa, como si sopesase contarme o no un secreto reservado a las grandes almas de la patria.
—Los grandes siempre leen a Goethe.
Los días siguientes hablamos sobre las cosas que nos gustan. Me gustaría saber si puedo ser fuente de inspiración para un artista como él. No creo… ¡pero pensarlo me resulta emocionante!
Le pregunto:
—Arkady, ¿qué es la felicidad? —Y antes de que me responda—: y por favor, no me contestes como en tu libro, Chuk y Gek, donde dices que la felicidad es algo que cada uno entiende a su manera… ¡Tiene que haber una felicidad común, para todos!
Arkady Gaidar, el gran escritor, sopesa seriamente mis palabras. Parece rumiar una respuesta que esté a la altura de una buena pregunta:
—Por supuesto que la hay. Es algo por lo que la gente vive y muere. Pero llevará un tiempo que se extienda a todo el mundo.
—Ay, si llegase…
—¡Por supuesto que llegará!
Y lo que llega es el día en que nos tenemos que despedir. Nos dedicamos apresuradas palabras de afecto; temo no volver a verle y cerrar para siempre este capítulo. Cuando mi madre viene a buscarme para ir a casa le da las gracias a Arkady por ser un buen amigo, y una última vez nos estrechamos las manos.
—Ah, toma —dice Arkady, entregándome un libro—. Quiero regalarte esto.
Es una edición de Chuk y Gek.
Se despide de nosotras con un gesto y se va por un pasillo largo en el que su figura va empequeñeciéndose. Mi madre me acaricia la cara. Estoy contenta. Al salir, me alarma un pensamiento:
—¡Espera, mamá! —Abro el libro por la primera página—. ¡Quizás haya escrito algo dentro!
Bajo el título, en letras grandes y elegantes, se lee:
¿Qué es la felicidad? Cada uno la entiende a su manera… Pero todos sabemos que debemos ser honestos, trabajar duro y amar sinceramente esta tierra feliz, grande y hermosa a la que llamamos Unión Soviética.
—Su respuesta a mi pregunta… — Sonrío y releo esas palabras como si fuesen el motivo por el que existen los idiomas y los verbos. Todo lo que se ha escrito en la historia se resume en esta dedicatoria.
Días después, vuelvo al instituto. Cuando estalle la Gran Guerra Patriótica, Arkady Gaidar será destinado al frente como corresponsal de la Komsomolskaya Pravda, la publicación del Komsomol. Sin embargo, en el otoño ucraniano, rodeado de alemanes junto a otros patriotas, rechazará la evacuación, se unirá a los partisanos y se pondrá al mando de una ametralladora. Morirá como mueren los héroes soviéticos, sin dar respiro al enemigo.
Me recupero y regreso a la vida moscovita con el espíritu renovado. Al principio tengo la sensación de que sigo en el mismo lugar y que el mundo ha cambiado mucho, pero a los pocos días Moscú recupera esos colores suyos que recuerdan a la muerte, y sus sombras húmedas y secretas.
El enemigo avanza, clava sus garras fascistas en Europa y llega a nuestra patria. A su paso deja el olor del azufre y la desgracia de los pueblos. Eslavos, judíos, comunistas, zíngaros. Me ofrezco como voluntaria para unirme a una unidad partisana, un cuerpo de ataque.
Mi madre está disgustada. Me pregunto qué sería de nosotros si todas las madres tuviesen derecho a impedir la lucha de los hijos.
—¿Qué puedo hacer cuando el enemigo está tan cerca? —hablo sin dejar de mirar a los ojos de mi querida madre. No quiero que vea turbación o miedo en su hija—. Si vinieran aquí, no podría seguir viviendo.
Pertenezco a la unidad 9903 de los partisanos. Me gusta este número, es un universo propio y único. ¿Habrá alguna otra Zoya en las demás unidades? Una chica determinada y socialista hasta la última vena, enamorada de la patria y de la cultura que defendemos… Me gusta pensar que soy la única, pero estoy segura de que habrá otras chicas más devotas e inteligentes, más cultas, más socialistas.
De los mil integrantes de mi unidad, solo la mitad verán el final de la guerra. Yo no estaré entre ellos.
Mis leales compatriotas partisanos me enseñan a esconderme, a preparar minas y emboscadas y a interceptar comunicaciones. Debo confesar un secreto: me gusta la guerra. Entre sus desgracias y terrores se esconde una belleza que comienzo a idealizar. Es un terreno fértil para las grandes emociones y actitudes del hombre. Me pregunto si mis compañeros piensan lo mismo.
Durante la instrucción pienso en Tatiana Solomakha. La imagino a mi lado, viendo las mismas cosas que ven mis ojos, oliendo mi presencia. Tatiana era una verdadera revolucionaria, luchó en la guerra hace veinte años y fue torturada por la Guardia Blanca antirrevolucionaria.
Aún no soy consciente de que compartiré su destino, y me horroriza el miedo y el dolor al que expusieron a Tatiana. Sí, tengo miedo. Pero sé que estoy donde debo estar.
Mis compañeros y yo penetramos en territorio enemigo por la aldea de Obukhovo, cerca de Naro-Fominsk. La historia dirá que nos dirigíamos a la peor guerra de la historia sin experiencia necesaria, sin los recursos adecuados para hacer frente al gigante alemán.
Nosotros, la entusiasta ola partisana, caminamos con miedo, pero dispuestos a engañarnos a nosotros mismos con viejas canciones y un espíritu inexpugnable. Cortamos líneas de comunicación alemanas y ponemos minas. Me tiemblan las manos.
Intento cortar una alambrada con cizallas, pero no lo consigo. Un camarada de rasgos caucásicos me mira con arrogancia al pasar a mi lado.
—Así no. —Se acuclilla junto a mí y agarra las cizallas—. Hazlo así.
El camarada huele a sudor y orina, pero tiene unos antebrazos correosos, como los de un gorila. De un golpetazo logra cortar el alambre. Intenta envolverme con sus ojos negros y pequeños, como si me hubiese entregado en confianza un gran secreto. Solo era una cuestión de fuerza, pero yo no le digo nada. Le doy las gracias y sigo adelante. Soy una chica, soy joven. Pero no soy idiota, y estoy dispuesta a morir. Tanto o más que ningún otro camarada.
¡Me mandan a una misión importante! ¡Sí! En estas semanas me he ganado el respeto de mis camaradas y ya me tratan como a un igual, como debería hacer todo buen comunista revolucionario. ¡Soy muy feliz!
Junto a mis camaradas Boris Krainov y Vasily Klubkov parto a Petrischevo, una aldea de mala muerte donde conviven soldados alemanes y campesinos. Sé que hay traidores entre ellos. Acabaré con tantos como pueda si se me da la orden.
Al llegar a Petrischevo ya es de noche. Mis camaradas y yo nos miramos, tendidos los tres sobre un prado húmedo; la presencia de las vacas inunda mi nariz y me trae buenos recuerdos de infancia. Sé que hace frío, pero mi corazón exaltado bombea una sangre caliente que me hace sudar.
—Nos vemos aquí mismo, al alba —susurra Krainov, mirándonos a los ojos—. Tened cuidado, camaradas. Y no temáis por nada.
Klubkov y yo asentimos, y nos separamos los tres rumbo a nuestra última misión.
Cargada de combustible y cerillas avanzo por la noche y prendo fuego a tres casas. Reconozco que no solo me inquieta mi muerte, sino las que yo pueda causar; mataré si es necesario, pero preferiría no hacerlo… Antes de soltar las cerillas miro entre los leños y me concentro en los ruidos. No hay nadie, ni campesinos ni soldados. ¡Menos mal! Quemo tres casas. Tres. Las llamas suben hasta el cielo y engullen la madera como si fuera avena. Me siento poderosa; el fuego responde a mi voluntad, que es la voluntad del pueblo, de la Unión Soviética, del camarada Stalin, que me da fuerzas y me observa cumplir mi misión. Lo reconozco, hay una pizca de decepción en no matar a ningún enemigo. Esta sensación me preocupa un poco, pero no demasiado.
Regreso al punto de partida. El horizonte resalta anaranjado por el sol que se despereza tras las colinas. Estoy sola. Comienzo a verme las manos sucias y los pies. Krainov y Klubkov no han regresado. Espero que no les haya pasado nada.
No vienen. Estoy sola. Puede que les haya pasado algo, que hayan sido capturados o que estén muertos. Deseo que no hayan sido aprehendidos por los alemanes. ¡Qué desgracia más grande! Si salgo de Petrischevo con vida vengaré su muerte. Mataré a cinco alemanes por cada uno de mis camaradas caídos.
Solo me queda detenerme aquí. Regresar con mi unidad e informar a mis superiores de lo sucedido. ¡Ay, pero estoy excitada! Tengo un terremoto en el pecho, una energía sublime e imparable; quiero subirme a un tanque y ondear la bandera de la revolución, ver cómo el mundo gris ocupado por los fascistas se ve abarrotado de rosas y claveles al paso de los acorazados soviéticos. No pienso dejar a medias mi misión. Quemaré unas cuantas casas por el camino.
Mi espíritu es juvenil, estúpido. No presiento en el aire la desgracia que me acecha: la traición de los campesinos.
Al mediodía me alcanzan unas manos arrugadas que huelen a animal. No son manos alemanas. Son compatriotas. Pertenecen a cuerpos que hablan mi idioma y conocen las mismas canciones que yo. Pero me traicionan a mí y a su pueblo. Quiero pensar que son pobres engañados por los alemanes, gentes simples e incultas, como animales, fáciles de deshumanizar. Intento perdonarles, pero no puedo. ¡Traidores!
Me empujan, me escupen, me llevan a un cuartel ocupado por alemanes. Me entregan a una muerte segura.
Estoy entrenada para esto. No debo decir nada. Ante los uniformes alemanes mi espíritu flaquea; aprieto los dientes y me doy cuenta de que soy una niña. Quiero estar en casa y que mamá… ¡No, no! ¡Soy una leal revolucionaria y entregaré gustosa esta vida que tengo!
Un hombre entra en la habitación y camina a mi lado. Sus botas están embarradas, pero aún hay brillo en ellas, como si fueran nuevas. Me parece algo mágico. Se sienta al otro lado de la mesa y separa unos labios finos y rosados. Sus palabras las escucho como si estuviera debajo del agua:
—¿Dónde se encuentra tu unidad?
Miro a los ojos del hombre. Son hermosos, plateados. Tiene facciones marcadas, la frente y el mentón anchos; fuma un cigarrillo blanco.
—Niña, contesta. ¿Dónde están tus compañeros?
Hay otro hombre a su lado, de pie. Es gordo, pero conserva una elegancia insólita, como si en tiempos remotos hubiese trabajado como actor, o cantante; se acerca a mí con pasos lentos y pesados, escucho sus botas. Me da un tortazo en la cara, siento el sabor dulce de mi sangre y su voz la escucho ya con claridad, como si el golpe me hubiese sacado del fondo de un lago:
—Contesta a la pregunta, zorra.
Su ruso es perfecto, a pesar del acento. Yo no digo nada, pero si pudiese le diría tantas cosas.
El otro, el que está sentado, apaga su cigarrillo y me mira a los ojos. Temo que pueda leer mis pensamientos.
—Empecemos por el principio. ¿Cómo te llamas?
Yo bajo la mirada. Me duele un poco el estómago. Quiero llorar.
—Vamos, esto puedes decírmelo.
Es verdad. Puedo decirle un nombre cualquiera.
—Me llamo Tanya —le digo.
Sabe que estoy mintiendo, y el otro también: me da dos puñetazos en la mejilla. No con todas sus fuerzas, pero con suficientes para que pueda oler esta muerte que se acerca.
—Desnúdate.
El otro, el gordo, me ayuda a quitarme la ropa, a tirones. Me agarra por las axilas y me pone de pie, de espaldas a la pared, con una facilidad asombrosa. Con las manos me cubro las partes y veo con horror que el gordo se quita el cinturón. No quiero que me viole. No quiero perder ese secreto. Sueño con Leningrado, la universidad, con reunirme en una cafetería con Arkady Gaidar, con dar un paseo con mi madre y con mi hermano.
En vez de bajarse los pantalones, el gordo me golpea con el cinturón. Recibo los golpes con alivio. Al principio. Más tarde, el dolor es tenebroso; en sus ojos hay un odio, un desprecio que me convierte en perro, en cerdo, en cualquier cosa viviente que no merezca más respeto que las moscas. Me golpea, me escupe. Se mea en mis piernas y en mi ombligo. El otro asiste a este despliegue con serenidad, una sonrisa discreta, nada más.
Después me arrancan las uñas con una herramienta de trabajo. Una a una. Yo grito y me desmayo. Me despierto enseguida y me muerdo el labio inferior hasta convertirlo en una herida viva y tumefacta.
No me hacen muchas más preguntas. Parecen satisfechos con mi destino. Grito entre dos nuevos latigazos que me abren heridas en costillas y caderas:
—¡Lo único que deseo es servir a mi país y acabar con los alemanes!
Los alemanes me sacan de paseo. Es de noche, cae una lluvia gélida que embarra la tierra; la ventisca encoge los órganos de los animales y de los soldados que, protegidos por abrigos y guantes, se empequeñecen tras los árboles. Yo estoy desnuda. El frío entra por mis heridas y alcanza mis recuerdos. Me parece haber vivido siempre en este frío que lo arranca todo. Paseo por Petrischevo atada de manos y recibo miradas de desprecio de mis compatriotas; sus ojos vencidos y cobardes me miran desde sus ventanas. «¡Traidores, traidores!». Estoy demasiado cansada y cerca de la muerte como para sentir odio por ellos. Otros rehúsan mirarme a los ojos. Tienen vergüenza. Quizás quede una pizca de patriotismo en sus venas.
—Mira tu pueblo, Tanya —dice con sorna el soldado alemán que me agarra el brazo—. Mira cómo te quieren, cómo te defienden.
Ellos se mofan de la derrota y del sufrimiento, pero no saben la verdad. Una verdad que ahora me es revelada: nuestra fuerza suprema se esconde en los cuerpo derrengados y enfermos por el esfuerzo, en las caras desdentadas y picadas de viruela, en las arrugas de los ancianos que se resisten a morir, en los hombres y mujeres que aguantan las temperaturas inhumanas y siguen trabajando; la victoria es silenciosa, es fea, se esconde en la pobreza y en la enfermedad, y no en tanques elegantes, pensados para matar, ni en preciosos uniformes que brillan, ni en lustrosas medallas de honor. Así es nuestra patria, así es nuestra historia, nuestra grandeza.
Me río, convencida ahora de que este enemigo es en realidad un niño pequeño, una criatura con bonitos juguetes que acabarán rompiéndose.
—¡¿De qué te ríes?! —El soldado me da un codazo en la cintura. Apenas lo noto, porque lleva un abrigo acolchado y el frío me ha entumecido la piel.
Sí, me estoy riendo, y es la mejor risa que he vivido nunca. ¡Qué orgullo pertenecer a esta gran nación de almas pobres y fuertes!
Amanece. Los soldados me cuelgan un cartel con una palabra alemana: Brandstifterin. No sé qué significa y no pienso preguntar. Me conducen a un puesto, donde moriré. Nunca me he sentido tan observada. La turba campesina me observa en silencio, ya no me desprecia. Veo admiración en ellos, porque saben a dónde me dirijo. Quizás vean en mí a un alma sedienta de venganza, un espíritu que se desentenderá de la carne que le aprisiona y rendirá cuentas con los malos patriotas. Orgullosa, estiro la espalda y abrazo el dolor que me recorre los huesos.
Me suben a una tarima, me ponen la soga al cuello. Me invade un tímido placer al sentir los guantes alemanes en mi piel. Son criaturas finas, sofisticadas incluso en su maldad. Perderán esta guerra. Venceremos.
—¡Adiós, camaradas! ¡Luchen, no tengan miedo! ¡Stalin está con nosotros! ¡Stalin vendrá!
Miro a los alemanes que, a mis pies, encienden cigarrillos e intercambian pareceres, me señalan y ríen.
—Ahora me colgáis, pero no estoy sola. Hay doscientos millones de nosotros. No pueden colgarnos a todos. ¡Me vengarán!
Y al final:
—¡Hola, camaradas! ¿Por qué se ven tan tristes? ¡Sean valientes, luchen, venzan a los alemanes, quemen, pisoteen! No tengo miedo a morir, camaradas… ¡Es felicidad morir por la gente!