Tan lejos de la belleza
Le apretás la mano con fuerza, como si pudiera escaparse, y le decís dale, dale, vos podés, dale, porque te explicaron que así había que hacer. Te sentís un pelotudo, y sabés que ella piensa lo mismo, porque te lo dice. Callate, pelotudo, te dice, modulando con ganas, y te quedás sonriendo, con una mueca, sin soltarle la mano, sin enojarte, tratando de no frustrarte, de que no se te note. Te salva una voz que dice que ya viene, que siga pujando, un poquito más. Ella hace fuerza otra vez, se pone roja, y a vos te da un miedo inconmensurable, te preguntás si tanto esfuerzo no le hará mal, si no se le podrá reventar alguna venita que haga que todo se vaya al carajo. Pero sonreís, como queriendo transmitirle una paz zen en la que no creés y que ella, sin lugar a dudas, no aceptaría por nada del mundo en este momento. Lo que quiere es violencia. Parir. Sacarse de encima a ese mierda que se le metió ahí adentro y no sale, que se le queda pegado, que le hace doler, y putear, y pasarla mal en un momento que, creías vos, iba a ser el más feliz de tu vida. No hay lugar para la felicidad ahí. Está todo repleto. De otra gente, de otras cosas. Hay un obstetra, una partera flaquita que parece una colegiala, un anestesista gordo y peludo que le dio la peridural y se queda para controlar, dos enfermeras y otros tres tipos que no sabés quiénes son ni qué hacen pero que, te imaginás, deben ser practicantes. Practicantes. Solamente conocés a la partera y al obstetra. A los demás nadie te los presentó. Nadie te explicó qué hacen ahí. Lo del anestesista es más o menos evidente, pero y los demás qué. Los tres más jovencitos no hacen nada más que mirar, asomar la cabeza, comentarse cosas al oído, anotar. Un puto show. Es eso, y no el momento más importante de tu vida, de la de ella, de la de tu hijo que se resiste a salir. Está toda la gente, y las luces prendidas, y camisolas celestes, cofias, barbijos, unas cosas que se atan a los pies y son como pantuflas. Como si así los virus y las bacterias y todos los demás bichitos del mundo fueran a quedarse del otro lado de la puerta. Y un olor, o muchos olores, que no sabés qué son. Distinguís algo que se parece a Pervinox, y algo plástico, y tendrá olor la anestesia, será eso lo que impregna tanto el ambiente, te preguntás. Olor a mierda, también, porque ella se hace encima a cada rato. Es lógico, pensás, pobre, qué humillante. Y también por qué no cagará junto todo de una sola vez. Pero a ella parece no importarle. Tiene otras cosas de las que preocuparse. Y a vos, en cambio, te da asco, y te cuestionás por qué tiene que ser todo así, tan sucio, tan sanguinolento, tan lejos de la belleza que debería acompañar a un bebé que llega al mundo. Dale, mami, pujá, le dice la partera con amor. Amor fingido. Amor de mentira. Y tu mujer la escupe. O trata, porque la saliva no llega a levantar vuelo y se le queda colgando de la boca. Te preocupás. Pensás que, si hay algo que no conviene hacer en ese momento, en ese preciso momento, es ponerse a la partera de enemiga. Así que le sonreís también a ella, que no te mira, que tampoco mira a tu mujer. La partera no parece haberse ofendido para nada, seguramente porque la saliva no la alcanzó, y porque está acostumbrada a todo tipo de maltratos. Le pagan para eso, pensás. Qué vida fea. Estar siempre a disposición de mujeres que viven el momento más importante de sus vidas, que lloran, gritan, patalean, se cagan encima y tratan de escupirte. Maridos que te llaman a la madrugada, los sábados, los domingos, en Navidad, y te plantean dudas, te preguntan si ya es momento de ir rajando para la clínica, si los podés acompañar, que qué hacer, aunque ya se lo hayan explicado en el curso de preparto y repetido como un mantra durante todas esas semanas. Que te preguntan ya sale, eh, ya sale, como si el bebé tuviera horario, y te dicen se puede poner música, se pueden bajar las luces, se le puede dar un ibuprofeno que le duele la cabeza, se puede tomar agua, se puede, se puede, se puede. Limpiás la saliva que cuelga de la comisura de la boca de tu mujer, que mira a la partera, que mira un monitor. Todos miran al monitor, las rayitas que suben y bajan, los números verdes, que se ponen rojos por momentos, y a veces desaparecen. Desaparecen del todo. Y vos te asustás, porque no sabés qué pasa ahí. Sospechás que indican la frecuencia cardíaca del bebé, pero no estás seguro, y a veces suben mucho, o bajan de golpe. Y cuando vuelven a desaparecer pensás que se murió, o que no está más, y preguntás si está todo bien, si pasa algo, y nadie te contesta. Nadie te mira, tampoco. A nadie le importa si estás ahí. Esa es la verdad. El obstetra dice algo e inmediatamente todos se distienden. Algo en voz baja, que no escuchaste, pero que además estaba dicho como en otro idioma. Una jerga, un código que te parece secreto, como de una secta, pero que todos ellos manejan perfectamente. Igual que cuando vas a escuchar jazz y los músicos improvisan, y antes de empezar un tema mascullan algo y se ponen de acuerdo sin hablar como habla la gente normal, y en el medio uno levanta una ceja, otro hace así con la cabeza, otro hace un gesto, y se entienden. Más que si hablaran, seguramente. Vení, papá, te dice el obstetra, y vos te asustás todavía más. Pareciera estar a varios metros, pero no. Estás en una punta de la camilla, sosteniéndole la mano a tu mujer, detrás de su cabeza, y él está justo enfrente, entre sus piernas que están abiertas. Vení, te dice, con un gesto con la mano. Lo mirás, sin entender, con los labios secos, con la garganta contracturada, si es que se puede tener la garganta contracturada, y le preguntás voy. Te sale un hilo de voz. Voz de pito. De adolescente, no de hombre, no de un tipo que debería tener la voz apropiada para demostrar que está a la altura de las circunstancias. Se ríe. Sí, vení. Y te das cuenta de que todos están más relajados. Del todo relajados, como si no pasara nada, todo cotidiano, todo normal, todo una boludez, y le preguntás pero la suelto, voy y la suelto. Él se ríe, con ganas. Quedate tranquilo que no se va a escapar, te contesta, y hacés un esfuerzo por reírte, pero en cambio ahora te sale un sonido gutural. Un gruñido. e suelto, le decís a tu mujer, que no responde, que no te presta atención, que seguramente sigue creyendo que sos un pelotudo. Movés un pie, y el otro, y el otro, y arrastrándolos vas hacia el obstetra como quien se dirige hacia su destino, que está ahí nomás. Un destino mínimo, inseguro, inevitable, que no pediste, o sí, pero al que preferirías no llegar. Te parás al lado suyo y el tipo te señala esas piernas abiertas y te pregunta si usan seguido esa posición, y no entendés. Te mira serio y te repite la pregunta, y ahí sí. Te habla de sexo. Te está haciendo un chiste, en el medio de todo eso. Otra vez no te reís. Un chiste. Él le guiña un ojo al anestesista, que sí se divierte, y se ríe con ganas, y se le mueven los pelos blancos y negros de esa barba desprolija. Los practicantes no sabés dónde están. Se fueron de repente. Y una de las enfermeras también. La otra tiene la mitad de la cabeza metida adentro de un mueble, y la partera revisa el celular. Mirá, te dice el obstetra. Qué. Mirá, y te señala entre las piernas. Ves sangre, ves mierda, ves pelos, ves algo oscuro, y por un momento pensás que es un tumor, que algo muy malo está pasando, que no van a sobrevivir. Es tu hijo, te dice el obstetra, y de repente te parece obvio y te sentís pésimo por haber pensado lo otro. Es la …