a una Isolda
la ingenuidad germina en las manos
esto — lo callan los poetas. gritan: ¡arder, no llorar! sin embargo,
blancas o ensangrentadas
las pasiones se pagan con tacto. algo
que sólo conoce el cuerpo mártir entregado a los leprosos (o a la ambigüedad).
dicen los poetas
que es preferible ser violada por un rey que por una horda de leprosos
que algunas manos comparten nombre, que el cabello torna hiedra, ceniza o madreselva — nunca consuelo. ¿pero acaso tú,
que no ahuyentas con un cachorro el llanto, tú,
que aún fulminas la mirada que se aparta,
prestarías tu más pura camisa a otra amiga mancillada por el vasallaje?
ah.
porque la amiga, dicen los poetas — siempre es una otra y no otra una. la amiga
descansa en ternuras aterciopeladas, renuncia siempre a su tragedia y se entrega a la ordalía, palabra de belleza desafiante, que no es sino
la violación
de una turba
de leprosos — arder
y llorar.
confiesan los poetas: «la amiga tiembla, sin embargo», ciñe cilicio a su carne y odia su nombre, amada o amiga, y todos sus referentes. porque a veces una cree que evita el escarnio por designio y realmente sólo llora sola en un bosque junto a un cuerpo
pero abrazada a una espada
y no a un amor.