Geranio
La orquesta suena fuerte. Mis ojos se posan en aquel espejo grande de mi infancia que brillaba en la oscuridad; una que veo tan perversa y podrida que me revuelve las vísceras. Es como si estuviera dentro de un sueño. Me siento como un elefante perdido en medio de la selva, donde no hay salida. En ese hueco tenebroso retumba un corazón indómito. Me escurro entre las ramas resbaladizas y siento la niebla fría. Uno de los tambores de la orquesta truena en las montañas y percibo un golpe que me azota fuerte en la sien.
El bosque vuelve a mi memoria y me quiero escapar de esa tierra donde la joroba de los dioses se tuerce más que la resina gelatinosa de los pinos. Los veo como zombis enroscados sobre sí mismos buscando el hechizo que llevan por dentro, en las entrañas, entre las tripas y en el tuétano. Así vuelvo a verme, en esa oscuridad tan negra, en esa montaña, en esa tierra misteriosa que tanto me agobia.
La casa, una vitrina vacía, no, no está vacía, de repente se llena de imágenes, de siluetas, de rostros delineados a pulso, a mano alzada, de sonidos que ensordecen, porque sí, la orquesta suena fuerte, chilla, grita, es como si protestara contra esas cuatro paredes verdes donde por vez primera abrí los ojos, en el centro de una montaña casi helada. Así nací, entre truenos, oscuridad, frío y olor a tierra dulce donde crecen las flores.
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Me llamo Geranio, como la flor, pero soy hombre. El nombre me lo puso mi madre, quien aprendió a la fuerza a plantar geranios todos los años cuando terminaba el invierno. No le importó el color rosado o rojo de los pétalos para nombrarme como a ellas. A mí tampoco.
Ella tenía catorce años en el momento en que empecé a crecer dentro de su cuerpo, después de aquella noche de poca luna cuando junto a sus hermanas miraba las estrellas. Esa noche oyó el silbido de Adrián, el hacendado, y se escurrió en el camino marcado por el calor de su aliento mientras él pitaba como un zorzal ermitaño que corteja a su hembra escondido bajo un árbol. Allí, sobre un batiburrillo de hojas secas y el follaje húmedo del bosque, mi madre contuvo el aliento y sintió aquel bálano, que como lanza en ristre violentamente calaba su vientre. Así comencé a llegar al mundo, mordido por la tierra del monte.
Con el mismo silbido agreste Adrián la levantaba todas las madrugadas para llevarla a sembrar geranios a la hacienda. Mientras tropezaba con los duros témpanos del aire inclemente que llegaba desde lugares desconocidos, mi madre arrastraba sus piernas heladas, vulneradas, hasta tirarse en cuclillas para rascar con sus débiles uñas el suelo. Adrián la miraba de lejos, desde la sombra, con su cigarro entre los dientes, desafiante.
Cuando el sol se levantaba y cubría la tierra y calentaba el viento y se enfurecía la mañana, ella alzaba en silencio su mirada para escuchar la tristeza que emanaba del celaje gris del cielo. Pensaba en mí, me dijo un día. Me dijo que me imaginaba en cada semilla sembrada, en cada surco, en cada zanja, en cada olor de recién nacidos geranios; imaginaba que la vida podía también nacer del dolor y quererme; podía surgir del desdén, del engaño y de aquellos ojos malditos y a la vez, que más da, seguir queriéndome, sí, a Geranio, la semilla plantada una noche de poca luna debajo de un árbol en el monte helado…