Al galope a través del sendero

Lucas Vidart

El monte se le hace a uno traslúcido durante el alba y profundo al anochecer. En ocasiones, infinito. Habíamos llegado a El Templao la noche anterior, mis cuatro hermanos y yo. Era la primera vez que íbamos al campo desde la muerte de nuestro padre, y los más chiquitos la tuvieron más difícil.

—Quiero volver a casa —me dijo Lucas, el benjamín de la familia, que un mes atrás había cumplido diez años. Tenía los ojos de una estrella de rock y el alma de marinero. No había vivido mucho, aunque era el más valiente de la familia, pero ya se le había roto el corazón.

—¿Por qué, Luquitas?

—Porque sí.

—¿Cómo porque sí?

—¡Porque sí! Quiero volver a casa…

Bajó la cabeza, pero antes pude notar sus ojos llorosos. Lo abracé.

—¿Qué pasa, Luqui? ¿Estás aburrido en el campo? —Levantó la vista y nos miramos en silencio como se miran los hermanos que quieren comprenderse—. ¿O extrañás a papá?

Yo solo tenía ocho años más que Lucas, pero ya no extrañaba a papá, ni siquiera había llorado en el entierro. Me resultó extraño. Lo amaba como a nadie más en la tierra.

—Extraño a papá —dijo Lucas entre llantos y me abrazó. Sentí cómo se me humedecía el buzo en el pecho.

—Yo también, Luqui. Vení.

Me agaché y lo levanté y lo apreté contra mí, los pies le colgaban a unos centímetros del piso. Le encantaba cuando hacía eso. Tornado, su caballo, relinchó desde el árbol al que lo había atado. A su lado, Loco, mi alazán. Habíamos hecho una parada, nos quedamos a descansar un rato a la orilla de una cañada y dejamos que Manuel, Nicolás y Lorenzo se adelantaran hacia el arroyo. Tomamos un poco de agua directamente con las manos, y nos humedecimos las cabezas para combatir el intenso calor. Hacía más de una hora que habíamos salido de las casas con intención de ir a pescar, pero el arroyo quedaba lejos y nos entretuvimos en el camino intentando cazar una mulita.

—¡Miren, una mulita! —gritó Lorenzo y todos nos pusimos como locos, hasta los caballos se alteraron. Nicolás se tiró al piso e intentó capturarla, pero la mulita se escabulló entre sus manos. Manuel la corrió con el caballo, al galope largo, pero el bicho encontró una cueva en la tierra y desapareció.

—¡Un palo, vamos a buscar un palo! —gritó Manuel.

—Solo hay una forma de sacarla de ahí… —dije sin demasiada certeza pero con la seguridad del hermano mayor.

—¿Cuál? —gritó Lorenzo.

—Metiendo el dedo… —No sabía si de verdad funcionaba o se trataba tan solo de una leyenda, pero era lo que siempre había escuchado sobre la metodología de la caza de mulitas.

—¿Cómo metiendo el dedo? —preguntó Manuel, que tenía dieciséis.

—Metiéndole el dedo en el culo —dije sin más.

Lorenzo, Manuel y Nicolás se quedaron helados, Lucas rió. Creo que fue la primera vez que lo hizo desde que llegamos al campo.

—¿Estás jodiendo? —preguntó Manuel.

—No.

—¿Alguna vez lo hiciste?

—No.

—¿Entonces cómo sabés?

—Porque sé. ¿La querés sacar de ahí o no?

—Yo no le voy a meter un dedo en el culo a ese bicho —estableció Manuel.

—Yo tampoco —establecí.

—Yo, menos —dijo Nicolás.

Lorenzo, que tenía once, negó con la cabeza.

—¡Yo me animo! —gritó Lucas.

—No, vos sos muy chiquito —dije.

—¡Dejalo! —gritó Nicolás.

—Vos, callate.

—¡Dejalo, si él quiere!

—¿Vos te animás en serio, Lucas? —le preguntó Manuel.

—¡Sí! —gritó Lucas pletórico. Era el momento más alegre de su vida desde la muerte de papá, y no me sentí con la fortaleza como para arruinárselo.

—Dejame ver el agujero… puede haber una víbora —dije y me arrodillé para observar de cerca la cueva en la que se había metido la mulita. Parecía un hueco profundo, enseguida estaba oscuro. Lucas se acercó, puso su mano en mi hombro y después se arremangó el canguro. Lorenzo hizo una mueca de asco y se dio vuelta, no quiso ver. Manuel no podía creer que yo estuviese permitiendo eso, y Nicolás alentaba a Lucas.

—¡Dale, Luqui! ¡Cazala!

Lucas respiró hondo, cerró los ojos e introdujo el puño derecho en el agujero. Abrió los ojos sorprendido.

—¡¿Y?! —Quiso saber Nicolás.

Lucas no respondió y metió el antebrazo un poco más. Lorenzo se dio vuelta.

—¿Y? ¿Qué pasó?

La cara de Lucas era de frustración, introdujo más profundo el brazo sin mayores resultados.

—No sé… No hay nada… No llego…

Nos miró a los más grandes, los que teníamos brazos más largos.

—Bueno, mala suerte. Vamos —indiqué. No quería retrasarnos más. La pesca es un asunto donde la puntualidad importa.

—¡Nooo! ¡Quiero cazar la mulita! —se quejó Nicolás.

—Ya está, Nicolás, vinimos a pescar, no a cazar mulitas. Dale, súbanse a los caballos y vamos.

—Es un embole pescar, Marcos… —dijo Manuel.

—No me importa si es un embole, vinimos a eso y eso vamos a hacer.

—¡Pero yo quiero cazar una mulita! —dijo Lucas, que hasta ese momento no había mostrado demasiado interés en la caza de la mulita, la pesca o cualquier otra actividad rural.

—Yo también, Marcos, no jodas —se sumó Nicolás.

Miré a cada uno a los ojos, por si habían olvidado quién era el hermano mayor, quién estaba a cargo de la expedición, quién era el capitán del barco pirata. Cuando vencí la batalla visual, me acerqué a Lucas, lo rodeé con el brazo y le susurré al oído:

—Vamos, Luqui. Vamos a seguir hacia el arroyo, que se hace tarde y en el campo no hay luz. Tenemos que volver con sol.

—Pero yo quería cazar una mulita… —dijo haciendo puchero.

—Bueno, Luqui, pero el campo está lleno de mulitas. Seguro que por el camino nos vamos a cruzar con alguna otra.

—Mentira…

—¡No! Te juro que es verdad. ¿Verdad, chiquilines, que el campo está lleno de mulitas?

Estaban enojados conmigo, ninguno me iba a respaldar.

—¿Verdad, Manuel?

—Sí… —dijo de mala gana.

—¿Viste, Luqui? Haceme caso. Seguimos y cuando veamos otra por el camino, paramos y la cazás. ¿Trato hecho?

Le ofrecí la mano, aquello era un pacto de caballeros.

—Trato hecho.

Nos dimos la mano, montamos los caballos y rumbeamos hacia el arroyo. Al trote, Lucas acercó su caballo al mío y preguntó:

—¿Dónde vamos a encontrar otra mulita?

—Más adelante —contesté, y apuré a Loco con un chistido.

Sumergimos los sombreros dados vuelta en la cañada, los llenamos con agua y luego con mucha rapidez nos los pusimos en la cabeza. Quedamos empapadas, frescos, revitalizados. Nos encantaba hacer eso, y en medio hora ya estaríamos secos nuevamente.

—Siempre que extrañes a papá me podés decir, ¿sabés, Luqui?

—Sí…

Montamos los caballos y arrancamos al galope hacia la recta final hasta el arroyo. Quizá los otros ya habrían llegado. Sin detenernos, con el viento golpeándonos en la cara y el sonido de las herraduras de los caballos sobre la tierra reseca, Lucas me recordó el asunto pendiente.

—¿Y las mulitas?

—Ya van a aparecer…

—¿Qué qué? —Había que gritar para mantener una conversación de caballo a caballo.

—¡Que ya van a aparecer!

—¿Y cuánto falta para el arroyo?

—Quince minutos.

—¿Y si no aparece ninguna mulita?

—Ya te dije, el campo está lleno de mulitas.

—¡Pero estamos por llegar y no vimos ninguna!

—Ya van a aparecer.

—¿Cuándo?

—Más adelante.

La tarde de pesca todavía no se había concretado en tanto que tarde de pesca, a pesar de que estábamos todos con nuestras cañas de tacuara observando con atención el agua. Sobre la superficie del arroyo flotaban las boyas de madera, a colores combinados con blanco, inmutables, apenas sacudidas por la corriente. Habíamos llevado refuerzos, papas chips y refrescos, lo que nos entretuvo la primera hora de fracasos acuáticos. El clima en general era de tristeza y resultaba lógico, éramos cinco chicos que acabábamos de perder a nuestro padre en un accidente de tránsito y estábamos viviendo el primer intento de nuestra madre de hacernos olvidar un poco el asunto. Luego de una semana muy dura, en la que mis hermanos ni siquiera asistieron al colegio, mamá decidió traernos al campo, a cambiar el aire. Como una forma de exorcizar los corazones, de alejarse del dolor. Pero todo en la estancia nos recordaba a papá, y de algún modo fue todavía más terrible que la semana que nos recluimos en casa. Aquí sí que se notaba su ausencia. Sobre todo aquella tarde, que estaba solo con mis cuatro hermanos, en el medio de la nada, rodeados de silencio, haciendo algo que odiábamos y luchando contra el dolor, que tiene la imprudencia de aparecerse en los momentos menos esperados.

—Acá no se pesca nada —dijo Manuel y sacó su caña del agua, con la carnada todavía colgando pálida del anzuelo. Chistó desconforme y se alejó, se sentó en una roca a unos metros de donde estábamos. Nicolás y Lorenzo movían la caña de acá para allá, como si en vez de caña tuviesen un calderín. Creo que jugaban a algo. Y Lucas había dejado su caña sobre unas rocas y buscaba mulitas por ahí. La actividad había sido un rotundo fracaso y era hora de asumirlo. Por lo menos habíamos pasado la tarde afuera, en el campo, solos entre hermanos, como quería mamá. Miré a Manuel y me pareció ver que se secaba el rostro con la manga de su remera. Me le acerqué en silencio y comprobé que estaba llorando. Lo abracé con sutileza, no quería que los demás lo notaran y se contagiaran.

—¿Qué pasa, Manu?

—Nada —contestó estoico.

—Bueno, cualquier cosa que te pase me podés decir, ¿lo sabés, no?

—Sí.

El sol estaba por caer pero, y aunque por aquél entonces era un joven de ciudad, sabía que las tardes de verano eran largas, y que incluso después de que desaparece el sol, las luces del cielo celeste muy claro, y después azul muy oscuro, permanecen y alumbran el camino a casa. A veces el cielo hasta se vuelve naranja. O rosado. Incluso violeta. Pero después de esos instantes de extrema belleza, de un paisaje apocalípticamente hermoso, la oscuridad se apodera de todo y solo vive la noche. Antes de que eso sucediera, debíamos regresar.

—¿Querés ir volviendo? —lo consulté como a un consejero. Era el segundo en edad.

—Sí.

Fui hasta donde estaban los demás y les grité que nos íbamos. Ninguno opuso resistencia, más bien lo contrario. Empacamos todo y montamos los caballos. Lucas tenía una queja.

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—¿A dónde vamos ahora?

—A las casas —contesté.

—¿Y la mulita?

—¿Qué mulita? Ya fue la mulita, Luqui. —Mi paciencia se agotaba, también había sido un día largo para mí. Unos días largos.

—¡Nooo, vos me prometiste que íbamos a encontrar otra mulita, y no la encontramos! —Hizo que se ponía a llorar.

—Bueno, ahora a la vuelta vas a ver que encontramos.

—Prometeme que antes de que lleguemos a casa vamos a encontrar una.

—Te prometo…

—¿Y si no encontramos?

El calor ya no era tan agobiante, y quedaba solo una porción del sol sobre el horizonte. Suspiré. Estaba de verdad muy cansado. Me preguntaba si sería así de aquí en más, el resto de la vida. ¿Cuándo podría retomar la rutina que tenía antes? ¿Sería capaz de retomarla sin más, o la astilla en el pecho seguiría allí para siempre, destrozándolo todo?

—Vamos a encontrar… Tenés que olvidarte de que la estás buscando, pensar en otra cosa, y vas a ver que aparece.

—¿Y si no aparece?

—Seguimos buscando.

—¿Dónde?

—Más adelante.

Atravesamos dos de los cuatro potreros que nos separaban del hogar. La estancia era grande y la tardecita demasiado corta. El cielo se empezaba a teñir de azul rojizo y debíamos acelerar el paso si queríamos llegar a tiempo. Seguro mamá estaría ya muy preocupada. Nicolás bajó de su caballo para abrir una portera.

—¡Una mulita!

Mis hermanos se tiraron al suelo y entre todos intentaron seguirla, pero el animal sorteó los brazos y salió corriendo campo adentro. Lucas y Lorenzo, los más chiquitos, salieron tras ella. Les grité que volvieran pero hicieron oídos sordos. Nicolás salió a perseguirlos.

—¡Ey, vuelvan! ¡Espérenme!

Antes de que pudiera hacer nada, Manuel me frenó.

—Dejalos —dijo.

—¿Sos loco? Nos tenemos que ir, se está haciendo de noche.

—Dejalos —repitió.

—¿Vos querés que mamá me mate?

—No te va a matar. Dejalos que se diviertan.

A veces le hago caso a Manuel. Cuando pienso que no tiene razón pero no estoy del todo convencido. Nos quedamos en silencio unos segundos y pude ver cómo los ojos se le llenaban de lágrimas.

—¿Y a vos qué te pasa? ¿Seguís así por papá?

Me miró y no dijo nada. En aquellos últimos días me había transformado en un experto en descifrar los llantos de mis hermanos. Podía reconocer cuando estaban llenos de rabia o cuando simplemente sentían una tristeza infinita. Cuando estaban desamparados, su llanto sonaba como una angustia silenciosa, una melodía. Cuando lloraban por la muerte de papá —algo que yo no me daba el lujo de hacer— su rostro irradiaba un desconsuelo especial. No era el caso del llanto de Manuel.

—Sí… —contestó al final.

—Mentira… ¿Por qué estás así?

—Ya te dije, por papá. —No parecía convencido.

—¿Y algo más?

Resopló.

—Una chica… —dijo bajando la cabeza como quien confiesa la culpabilidad de un crimen.

—¿Quién? —quise saber.

—No importa.

—¿Y qué pasó?

—Nada pasó.

A lo lejos, diminutos, Nicolás, Lorenzo y Lucas se arrodillaron en el suelo. Parecían excavar con las manos. Apenas se escuchaban sus gritos indistintos.

—¿Me querés contar?

—No.

—Bueno, si querés me contás después…

—No —Manuel era muy orgulloso.

—No estés mal… no llores porque una mina no te da bola.

—No es que no me dé bola —aclaró.

—Bueno lo que sea. No estés mal por eso, no seas boludo. Vas a ver que en algún momento te va a dar bola y si no…

—Ya te dije que me da bola.

—¿Entonces?

—¿Qué te importa?

—Me importa sí. Con todo lo que estamos pasando, no quiero que además estés mal por una mujer.

—A vos no parece que te esté pasando mucha cosa…

No esperaba ese comentario.

—¿Qué decís?

—Que no sé qué tantas cosas te pasan a vos… No te vi llorar en ningún momento por la muerte de papá.

—¿Y qué tiene que ver?

—Parece que no te importara…

—Obvio que me importa, ¿qué te pasa?

—Yo ya te dije qué me pasa, ¿a vos qué te pasa?

—¡Todo me pasa! ¿No te das cuenta? —Su planteo me había irritado.

—¡No! Nadie se da cuenta.

Los gritos de los otros tres se escuchaban cada vez más cercanos. Creo que nos llamaban por nuestros nombres, pero Manuel y yo estábamos ensimismados en nuestra conversación. No me gustaba el nuevo rumbo que había tomado la charla.

—Solo quería decirte que podes contar conmigo si te pasaba algo. Lo que sea…

Manuel bajó la cabeza nuevamente.

—No puedo creer que además de lo de papá, te haya pasado algo con una mina.

—Mal ligado…

Sonreí.

—Debés de estar destrozado…

—Estoy —dijo Manuel y rompió en llanto. Lo abracé. Era un llanto de desamparo. De doble desamparo. Nicolás, Lorenzo y Lucas corrían a lo lejos, uno detrás del otro, como en círculos. Yo era solo dos años más grande que Manuel, pero los había aprovechado bien para experimentar con relaciones amorosas. Quise decirle algo importante, cualquier cosa, algo trascendental que pudiese recordar por siempre y le ayudase a atravesar esa situación.

—No sé qué fue lo que te pasó pero te aseguro que a mí también me pasó. O me va a pasar... Todos sufrimos por amor.

No encontré nada más elaborado para decir. Me miró a los ojos.

—Algunos más que otros —completé.

—Romina es el amor de mi vida… —dijo como si supiese de lo que estaba hablando. Pensé decirle que quizá lo que sentía no era amor, que uno suele confundir el amor con otros asuntos. Y que los corazones no se rompen. O que rotos siguen funcionando. Pero él no entendería nada de eso, primero debía demostrar cierta empatía.

—Yo sé que ahora pensás eso, pero no sabés si es el amor de tu vida. Eso lo vas a saber cuando te mueras… O ni entonces. Dejá que pasen unos días, pensá en otra cosa y te vas a dar cuenta si era para vos o no.

Manuel no quedó conforme con la respuesta.

—No necesito dejar que pase el tiempo.

Pronto el día daría paso a la noche, el cielo se estaba volviendo azul oscuro. Nicolás y los pequeños venían corriendo hacia nosotros. Me pregunté si la oscuridad los había asustado.

—Vas a crecer y vas a tener una cantidad de novias, y te van a volver a hacer lo que te hicieron un montón de veces, y aunque no te des cuenta, vos también lo vas a hacer. —Cerré mi discurso de hermano mayor con una frase cliché—: Tenés toda la vida por delante.

—Papá también tenía toda la vida por delante…

Hubo un silencio. Hice como si no lo hubiese escuchado.

—Ya vas a encontrar a una chica que te guste todavía más, vas a ver.

—¿Cuándo?

Los chiquilines venían corriendo alborotados.

—Más adelante —dije.

Nicolás empezó a los gritos.

—¡Casi la agarramos! ¡Casi la agarramos!

—¡Lucas le metió el dedo en el culo! —agregó Lorenzo y los tres rieron con una mueca de asco a la vez.

—¿En serio, Luqui? —pregunté.

—¡Sí! ¡Fue un asco! —contó orgulloso.

—¿Y dónde está?

—¡Cuando la saqué se me escapó!

—¡No! ¡Qué lástima! —dije—. ¡Pero sos un crac, Luqui!

—¡Casi la agarra! —comentó Nicolás.

—¡Vamos a buscar otra! Ahora ya sé cómo es…

—No… Mirá el cielo, en cualquier momento se hace de noche.

—Aaah, pero vos me prometiste que…

Lucas volvió a hacer puchero. Incluso lloró. Estaba cansado, como todos, con sueño y hambre. El calor de toda la jornada tampoco había ayudado. Veníamos de unos días extenuantes. Lucas no lo sabía pero estaba agotado, lo único que quería era darse una ducha, cenar y meterse en la cama —probablemente con mamá—. No le interesaban las mulitas en lo más mínimo. Pero no podía seguir todo ese razonamiento con él. Yo también estaba cansado.

—Lucas, es de noche. ¿No ves? —Lucas no veía—. Tenemos que volver.

Hay un instante, cuando anochece en el campo, en que los ojos apenas distinguen siluetas negras sobre un telón oscuro. Las formas de los árboles, con sus copas agitadas por el viento. Las rocas en el suelo, el ganado a lo lejos. Las siluetas de mis hermanos, de sus caballos. Era noche de luna llena, ya se la veía redonda en lo alto. Aquello parecía una pintura, con sombras, en movimiento. Con un poco de suerte, la visibilidad seguiría así toda la noche.

—Vos me prometiste… —dijo la silueta oscura y tridimensional de Lucas. A esa sombra le contesté.

—Ya sé, Luqui. Estoy seguro que en el camino a casa nos vamos a cruzar con alguna mulita.

—¡Pero si no se ve nada!

—Mirá para arriba. Hay luna llena, así que aunque sea de noche se va a ver bien.

—Yo no veo nada.

—Haceme caso. Andá atento al suelo. Donde veas algo que se mueve, paramos.

Ajustamos las cinchas de las monturas y retomamos la marcha. Los cinco hermanos cabalgando en la oscuridad, en el medio del campo, adivinando el camino a casa. Distinguí un monte, muy adelante, hacia la derecha. Debía de ser el monte del primer potrero, que queda junto a la casa. No estábamos lejos, pero seguramente mamá ya tenía ensayado cómo increparme. Lucas acercó su caballo al mío y dijo en voz baja:

—Tendría que haber agarrado bien aquella primera mulita…

Manuel, que venía detrás, alcanzó a escuchar. Me miró y sonrió con ironía. Sin aminorar la marcha, le contesté a Lucas.

—Todavía no llegamos a casa. Todavía puede aparecer alguna mulita nocturna.

—¿Cuándo? Me dijiste que antes del arroyo, y nada. Me dijiste que en el arroyo, y nada. Me dijiste que a la vuelta, y nada. ¿Cuándo?

Manuel volvió a aparecer de atrás con su caballo, y le respondió a su hermano.

—Más adelante.

Lo miré y le sonreí. Me devolvió la sonrisa.

—¡¿Cuándo?! —insistió Lucas.

—¿Ves aquél monte de allá? —Le señalé el monte del primer potrero—. Ahí.

—¿Ahí?

—Sí. Ahí.

Los ojos de Lucas brillaron en la oscuridad. Se aferró a esa última esperanza.

—¿Y cómo hacemos para llegar hasta ahí, si no se ve nada, ni el sendero?

—Se ve, sí, Lucas. Y los caballos también ven. El sendero es ese que empieza allá. ¿Lo ves?

Lucas miró.

—Es re lejos.

Manuel acercó su caballo, tomó la delantera y dijo señalando el horizonte:

—Al galope a través del sendero.

Le dio un rebencazo suave a su caballo, que salió disparado al galope largo. Tras él, Nicolás, que lo desafió a una carrera. Lucas y Lorenzo se me adelantaron apenas, iban con la cabeza gacha y la mirada fija en el suelo, dos auténticos detectores de mulitas. Estábamos por llegar a casa, y aunque lo hacíamos sin ningún pescado, tuve la sensación de que aquella tarde sí habíamos aprendido algo. Por primera vez en muchos días pude ver a mis hermanos contentos. Me gustaba ir último, podía contemplar mejor el panorama. Manuel y Nicolás iban a toda velocidad, saltando en sus monturas, perdiéndose en la noche. Los más chiquitos viviendo una auténtica caza nocturna de mulitas... Papá hubiese disfrutado mucho de este día con nosotros. Yo hubiese disfrutado mucho este día con él. Aunque hubiese sido distinto… No sé si fue el viento que me secaba los ojos, la tierra o lo agotado que estaba pero recuerdo haber llorado. Fijé la vista en el monte del primer potrero, hacia el que nos dirigíamos. Aunque era de noche, se me hizo increíblemente traslúcido.

Martín Otegui Piñeyrúa

Martín Otegui Piñeyrúa (Montevideo, Uruguay, 1988). Es licenciado en Comunicación. Actualmente trabaja como docente, guionista y productor de televisión. En 2021 publicó su novela debut, El amor espera, y en 2023 Remos en el paisaje (colectivo). Hace 16 años dicta clases de escritura creativa en la Universidad de Montevideo, donde también es profesor de Literatura y Guion. Ha escrito columnas para medios como El País, El Observador, Montevideo Portal, Semanario Minuano y Repórter. «Al galope a través del sendero» es un relato inédito.

https://twitter.com/martinotegui
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