Prontuario
Muchos años después lo definimos como «l’enfant terrible» de la
oligarquía. Por sus métodos y costumbres siguió siendo siempre un
oligarca.
Nahuel Moreno
Quedamos un rato de cara al agua, absortos en la contemplación de los nenúfares que bajaban pechando las olas del canal y él empezó a silbar un famoso rasguido doble, traído por la fuerza, dijo luego, arrancado al río de la nostalgia con los espineles de los labios. Corrían los primeros 90 y allí estaba yo (lo menos importante, ni siquiera un periodista, un pequeñoburgués cagatinta, rata de redacción y biblioteca, hijo de un exiliado paraguayo que había muerto antes de ver caer a su odiado dictador) tratando de entrevistar a ese hombre que era un Tirteo sectario, pero una cifra, pese a todo, de la historia política argentina. Aprovechando que estaba cerca, que había venido a una charla homenaje en nuestra Universidad, del otro lado, en Resistencia, y que había cruzado a la ciudad porque, textuales palabras, amaba Corrientes más que a otra ciudad del interior, me propuse hacerle una entrevista y el mejor gancho para obtenerla era su amor por la ciudad y por su abolengo.
Hijo de un militar de rancio linaje y triste memoria, Justo no solo atesoraba una vasta erudición en ciencias humanas sino también en esos aspectos menos institucionalizados de la cultura. Como los antiguos sabios, el viejo era también un genio oral. La ironía y el sarcasmo tenían función precisa en su discurso y los esgrimía ora como picana de boyero ora como arreador, con estilo y nervio, marcándome el camino con grandes explosiones de tiento y aire. Yo, en principio, tenía el triste afán de interrogarlo a la manera habitual, llevarlo a un bar u otro lugar retirado de su preferencia y grabar el reportaje; no quería correrme del trayecto impuesto pero tampoco podía saber lo que este viejo lobodón de la izquierda me plantearía. Cuando nos encontramos, de la misma manera autoritaria en que se había dirigido durante toda su vida con adversarios y compañeros, me expresó que esa brega dialógica que establecíamos ahora, era, per se, la única entrevista que daría. No habría otra.
Habíamos caminado por la costa por media hora y quizás para frenar un poco la marcha —más extenuado yo que el viejo— nos detuvimos frente a la explanada del puerto. No quise interferir prontamente en su goce, repleto de recuerdos, y atiné a guardar otro poco de silencio contemplando aquellos camalotes que como jangadas verdes agitaban sus penachos violáceos en marcha hacia quién sabe qué fangosa orilla. Ese era el viejo puerto donde atracaban las lanchas y la vieja balsa que cruzaba a Barranqueras y de donde salían los paquetes que conectaban a la vieja ciudad con Buenos Aires y Montevideo, Asunción o Posadas, la capital del Alto Paraná. Ese lugar tenía un embrujo particular sobre el anciano.
¿Sos paraguayo, me dijiste?
No, investigo sobre un personaje muy importante de la izquierda paraguaya, al que supongo que usted conoció, como le dije por teléfono. Se trata de Obdulio Barthe. Escribo un libro sobre la izquierda paraguaya.
Claro que lo conocí. Eso está en mi autobiografía.
Usted habla de que conoció a su padre, Juan. Lo que yo deseaba es indagar más sobre el hijo. Ya que tanto usted como él comparten ciertas particularidades: el mismo origen de clase, el impacto de la Reforma Universitaria y esa novela de aprendizaje que los acercó de manera casi similar a la lucha revolucionaria.
No sé qué pretende con esas suposiciones, muchacho. Obdulio Barthe no fue un revolucionario sino un perfecto idiota.
Dijo que fue primero anarquista, influido por Rafael Barrett; y el artífice de la toma de Encarnación en 1931. Luego, junto a su compañero Oscar Creydt, otro miembro preclaro de la burguesía culta, fue uno de los líderes del Movimiento por la Reforma en Paraguay, primero, del Nuevo Ideario Nacional surgido al calor de la Reforma Universitaria, y del Partido Comunista Paraguayo después.
No necesito que me tire el prontuario del paraguayo. No tengo más que decirle, solo lo que ya le dije. El epíteto lo define por entero.
Lo inapelable de la respuesta tuvo en mí un efecto inmediato. Desarmado y sin estrategias, solo atiné a elucubrar mis quejas.
Es una lástima; he conocido a poca gente que pudiera testimoniar sobre él. Me carteo con la hija pero ella sabe de su padre un poco más que yo. Mi relato se basa antes que en testimonios vivos en lecturas propias e hipótesis no sé si pertinentes.
Aunque encontraras los mejores chismosos, tu libro no sería distinto. ¿A quién le puede interesar un soquete como Barthe? Ya el mismo Guevara lo describió con justicia en el contexto de la intervención norteamericana a la Guatemala de Jacobo Arbenz.
El viejo seguía su cantilena de azotes barderos contra mi biografiado y yo me inflaba como un escuerzo. Pero a la vez, sin quitarme el mal gusto de haber fracasado en mi objetivo, con el transcurrir de su charla, me dejaba ganar por la posibilidad de alcanzar otra historia, otro relato, de la cuenta de Liborio.
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Pero bueno… dije sin convicción. Al menos, por esa experiencia de meterse Paraguay adentro, usted empezó a forjarse la personalidad de quien sería conocido luego como Quebracho.
Yo en aquel tiempo, como habrá leído en mi libro, era muy distinto sin dejar de ser el mismo que soy ahora. Lo que usted acaba de definir como una bildungsroman, era consecuencia de un viaje mucho más convulsionado que esos mares del sur que tanto me atrapaban. Mi viaje era proyección de las expectativas vitales que arreciaban en mi interior. Y si bien tenía etapas en que me encerraba por meses a leer sin parar en la finca que mi padre ocupaba en Campo de Mayo, hurgando meticulosamente en los meandros de esos grandes artistas y pensadores que me atrapaban, desde Rodó y Quiroga o Bolívar y Alberdi hasta Jack London, Ambrose Bierce, Charles Darwin y Carlos Marx, en otros momentos tenía la necesidad implacable de partir a la aventura como un Adelantado de la Nueva Generación. Ese impulso me empujó hacia los confines del Atlántico Sur, la Tierra del Fuego, las Orcadas o la Isla de los Estados, como también hacia el trópico áspero y catingudo, donde el mundo fabrica los mejores atardeceres.
Como le dije, yo conocía a los Barthe, potentados argentinos de origen francés, la familia más rica del Paraguay de entonces. Conocía su oficina levantada con toda pompa en Buenos Aires. Conocía en verdad a todos los grandes burgueses y latifundistas paraguayos porque en su mayoría eran argentinos o estaban coaligados con empresarios argentinos: Casado, Pinasco, Bouvier, Astengo, los españoles rosarinos. Toda gente del círculo de amistades de mi padre y su amigo y compadre, el presidente Alvear. Siempre me valí de esos conocidos para fines que solo yo me permitía trazar, aprovechando la situación de privilegio para realizar viajes con apoyo oficial. ¿Por qué renunciar a esa ayuda? Así pues, siendo mi padre ministro de Guerra, abandoné otra vez mis estudios y marché hacia el Alto Paraná.
Quiroga había sido mi impulsor. Era para mí un escritor admirable por su estilo, por los ámbitos que había sabido describir y revelar como nadie. El fabuloso Alto Paraná, con su rumor de siglos. De ahí que encontrándome en Misiones, y ante una invitación muy amable de su parte, decidí visitarlo en su refugio de San Ignacio. Permanecí con él cuatro días y lo encontré insoportable. Rompí con él para siempre y nunca más lo volví a ver. Desde entonces, joven, he concluido que lo peor que puede hacer un lector es querer conocer personalmente al artista admirado. Generalmente son unos imbéciles y destruyen todas nuestras ilusiones… Bue’… No importa… Yo ya me había introducido en el universo de Barrett, pintura que hunde la cerda del trazo en la espesa belleza del infierno, un infierno verde esmeralda cruzado por la pobreza de los mensúes y jornaleros de la selva, los huidos y derrotados como él, encerrados como ermitaños entre esteros, humillados y ofendidos que esperan la muerte. Cruzando el país convulsionado en compañía de los restos de la columna Prestes, subí desde la Villa de Encarnación hasta la capital, Asunción, y de allí me embarqué por el Alto Paraguay hacia lo ignoto. Quería subir por el Mato Grosso hacia San Pablo y me uncí al yugo de una empresa forestal como peón de obraje. Casi morí en el transcurso, me salvaron las pesquisas y gestiones de mi padre. Mantengo del retorno las impresiones del río Paraguay, sus aguas flanqueadas por palmares de penachos azules y escarlatas anegados por el río, viajando a proa, recostado y agónico.
Liborio hizo un hiato en el relato y me preguntó:
¿Usted conoce, joven, la obra de Rolando Paiva?
No, disculpe. ¿Quién?
Rolando Paiva es un pintor y fotógrafo francés de origen paraguayo, sobrino nieto del presidente de la República Félix Paiva e hijo de Emiliano Paiva Palacios, uno de los miembros de ese grupo de comunistas paraguayos que fue a España a pelear a favor de la República. Tras la derrota, Emiliano, que dirigía el campo de refugiados en el que estaba, logró huir y estar clandestino en Marsella, donde se integró a la Resistencia y ocupó roles dirigentes entre los comunistas extranjeros. Allí conoció a quien sería su compañera y madre de Rolando, una comunista polaca. En el curso de los meses previos al desembarco aliado, cumpliendo instrucciones, como coronel de la Resistencia francesa, Paiva fue requerido urgentemente en París y de allí fue destinado a Lille. En los primeros días de 1944 desapareció de la escena. Más tarde se supo que había sido detenido por la Gestapo y deportado al campo de exterminio de Dachau.
¿Y por qué tendría que conocer a ese señor?…