Una mujer con suerte

Joy Real

María está sentada junto a mí en el bus. Tiene tanto lápiz labial que incluso los dientes están manchados de fucsia y el rímel de sus pestañas de muñeca ha formado ya un diminuto código de barras bajo sus ojos. Parece una recién llegada. Como si no supiera que en el invierno el rímel se corre. Por toda esa ropa que lleva para cubrirse del frío, hoy se ve mucho más gorda de lo que es. Huele a lavanda.

Todo el trayecto ha estado hablando de lo bien que le va en el casino. Me dice que casi siempre gana, que todas las noches juega. No le gusta que el iraní, el tipo con el que ahora sale, la acompañe; prefiere ir sola. Tiene la tarjeta miembro gold y con eso barra libre y acceso al restaurante-bufé las veces que sea; me cuenta que ahí cena y, si no tiene trabajo en el hotel al día siguiente, también desayuna. Es mucama.

Cuando le digo que conozco los casinos solo por las películas gringas ella se ríe y, tapándose la boca para que no oigan los que están cerca, me murmura al oído que para ir al casino hay que tener suerte. Creo que habla en serio.

Comienza a escudriñar en los fondos de su bolso y me dice que me va a mostrar algo; mientras tanto yo, a modo de esperar, miro por la ventana. Tanta nieve, digo, y en voz alta confieso que extraño mi país. Ella solo asiente sin quitar la mirada del bolso. Del fondo, de ese mundo de cosas, saca una billetera rosada con brillitos y de uno de sus pliegues veo que sujeta lo que al principio creo que es un papelito cualquiera; uno de esos que habitan olvidados en el fondo de los bolsillos. Está doblado en cuatro o en seis. Aquí lo tengo me dice orgullosa y lo abre, doblez por doblez, con tanto cuidado que casi parece un ritual y, por la forma en que lo sostiene entre sus dedos, cualquiera pensaría que es la mismísima tarjeta gold.

Con la sonrisa de oreja a oreja lo sostiene abierto frente a mí. El papel está gastado y casi a punto de romperse. María se asegura que yo lo vea; lo veo. Acerco mi mano al papel, pero ella lo retira de inmediato sin dejármelo tocar. Me quedo con las manos en el aire y la boca entreabierta.

—¡No, no lo toques, no ves que lo amaleas! —dice y lo guarda de regreso en el fondo de la billetera de brillitos no sin antes hacer todo el show del doblez perfecto. —Te voy a contar —me dice. Pestañea un par de veces y se abraza fuerte a su bolso como quien abraza a un oso de peluche buscando calor. Me cuenta que ese es un billete de lotería, pero no cualquier billete de lotería, sino el ganador. Yo le creo y por un momento no dice nada más, como esperando a que yo hable, pero las palabras no me salen; no sé qué decir. —Hace casi diez años con mi ex nos ganamos la lotería —dice por fin y asiente con la cabeza—. Bueno, se la ganó él.

La gente del bus se queja del clima y dicen que este invierno será intenso y muy largo. Yo solo pienso en que si me ganara la lotería no estaría viviendo aquí, soportando tanto frío; me regresaría a mi tierra y lo digo sin vueltas.

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María me cuenta que ella y su ex se ganaron un millón de dólares y que desde ese día siempre juega esos mismos números.

—¿Sabías que cuando la lotería sale una vez después te vuelve a salir?

Niego con la cabeza y ella me dice que siempre ha tenido suerte.

—¿Y? —Quedo a la espera de que me eche el cuento completo; ella mira por la ventana. Todavía tenemos diez minutos por recorrer hasta llegar a la estación y transbordar al tren que va al downtown, donde yo atiendo en una cafetería.

Con el dinero se fueron de vacaciones a las Bahamas ella, su ex y hasta invitaron a su mejor amiga, una cubana que siempre se andaba quejando del clima y que tenía un pie aquí y el otro en Cuba. Que se dieron la gran vida me confirma al final.

—¿Has estado en Bahamas? —me pregunta como si eso ahora tuviera alguna importancia.

—Nunca —le contesto y siento su mano palmoteando la mía.

—Algún día. —Su tono parece un consuelo.

Luego del viaje compraron una casa grande. Me explica que es la casa que queda justo a la vuelta de la parada del bus donde ambas lo tomamos todas las mañanas.

—¿La casa de las ventanas? —pregunto para asegurarme de que es la misma que yo conozco. Yo le digo así: la casa de las ventanas.

—Sí —me responde y abre las manos y extiende los dedos simulando que toca los vidrios. Entonces yo me imagino la nitidez de esos cristales.

— Wow —digo y no miento.

—Esas ventanas tienen una cortina eléctrica por dentro de dos colores que yo escogí —me dice y se señala a sí misma con el índice—. Azul platinado y perla nácar. Me hubiera pasado la vida limpiando esos ventanales y sin reclamar.

— ¿Y? —pregunto de nuevo.

—Cuando nos disponíamos a gastarnos lo que quedaba del dinero al mal bicho de mi ex —lo dice arrugando la nariz— le dieron sus remordimientos repentinos y viajó a ver a su esposa y a su hijo; cada año les prometía que volvería el siguiente. Les compró una casita; allá el dólar tiene otro valor. Ese mal bicho a mí también me prometía la luna, el sol y las estrellas. Hasta casarnos prometió.

Cierro los ojos y me rasco la cabeza por encima del gorro.

—Y tú, ¿compras la lotería? —me pregunta mientras se tapa la mitad del rostro con la bufanda y se arregla la triple capa de blusa, suéter y abrigo. No le contesto y hago lo mismo; me preparo para bajar del bus. La pregunta de la lotería queda en el aire. Ella se enrosca de mi brazo y hacemos el transbordo; del bus al tren hay que cruzar una calle. El clima es implacable. El viento chilla y pega en el rostro. Las orejas duelen si no se lleva orejeras.

Escuchamos el último pitazo del tren anunciando que está a punto de partir. Corremos olvidando que ya no somos unas niñas, pero tenemos que alcanzarlo; esperar el próximo nos llevaría cuarenta minutos y cada minuto en este país cuesta plata…

María Fernanda Rodríguez

María Fernanda Rodríguez (Quito, Ecuador, 1979). Desde el año 2005 vive en Toronto, Canadá. Sus cuentos han sido publicados en varias revistas literarias y antologías en Argentina, Uruguay, México, España, Canadá y Nueva York. Cuenta con una maestría en Escritura Creativa por la Universidad de Salamanca y una certificación en Escritura Creativa en español por la Universidad de Toronto. En el 2019 su relato «Odio las salchichas» obtuvo el primer lugar XIV Concurso de Cuentos Nuestra Palabra Canadá. 

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