Sacrificio sin querer
Si yo me seccionara
en humano,
si me sacrificara
por probar, como queriendo jugar.
Si yo ofreciera, de la carne, la carne entera
y le restase los huesos
para xilófono
y le vaciase la sangre
para gotera.
Si dispusiera el cuerpo
sobre un altar, sus trozos
limpiamente cortados
con la paciencia de un mesías involuntario.
Si me ofreciera al hambre de las bocas
si me conformara, en fin,
en alimento anual,
comería, de mí, humano y medio.
Una familia lo haría en dos meses:
las manos tomadas en torno a la mesa
y mis manos yacentes y emplatadas
y mi sangre con gas para beberla
y una falange breve
con la que el padre
—saciado de cabeza de familia—
se escarba los dientes:
el esqueleto hurgando el esqueleto.
Mi pueblo podría devorarme en una tarde
y saldría después en los diarios:
Se organizó una feria
iba colgado como un corderito
con los ojos abiertos a la nada.
Una muerte folklórica
un no-existir con volantes, un patrón local,
un borracho eructando
la digestión pesada de mi alma.
El cuerpo que estuvo tan vivo ha conocido
al fin el fuego de la lumbre,
al fin su aceite hervido
al fin los ajos y las yerbas
sazonando el mal olor de los recuerdos.
Fue una muerte municipal,
también los niños lo regaron con vino.
Y el mundo el mundo entero,
todo un planeta de
comientes y comidos
probarían tal vez el aire solo
que me rodea.
Catarían la sal, un gusto apenas,
del tuétano con pan de mis entrañas.
Y tan solo quizás los animales
de las especies sabias y calladas
asistieran felices a mi encuentro
con los intestinos.
Quizá los animales (y los veganos)
se abstendrían, en su inteligencia, de probar
una carne tan sucia
una carne que es carne
aunque todos
quisieran ver en ella un mundo nuevo.