La compañía
El día que ingresaron
a mi madre por vez primera
yo leía La zapatera
prodigiosa y otros libros
del mismo poeta.
El día que ingresaron
a mi madre por vez segunda
yo leía, vagabunda
de salas de espera,
Malena
es un nombre de tango
—es un libro más largo—,
también me acompañó
cuando para la diálisis construyeron
el catéter de urgencia.
Durante una de las mil pruebas
para entrar en lista de espera
del trasplante que nunca llega
yo leía Orgullo y prejuicio.
Fueron mil pruebas análisis
operaciones disgustos anestesias
y yo solo recuerdo algo así
como que el señor Darcy decía
andaba medio enamorado de ti
antes de saber que te quería.
El día que ingresaron
a mi madre por vez tercera
yo leía La casa de los espíritus
desde esa casa blanca —como una cabellera
anciana— inhabitable cruel adornada
con árboles de Navidad esqueléticos
donde tanto tiempo pasé y
tantos espíritus querían huir.
El día que ingresaron
a mi madre por cuarta vez
—otro catéter—
yo leía Pedro Páramo,
su compañera de habitación
se ahogaba como un pez
y yo solo recuerdo cómo decía Dorotea
el cielo está tan alto y mis ojos tan sin mirada,
que vivía contenta con saber dónde quedaba la tierra.
Y por fin creo que acaba la guerra
de más de dos años de sonrisas inventadas
por los fundamentos del optimismo tardío.
El día que llamaron a mi madre para un trasplante
el día que efectivamente le introdujeron la carne
el día que casi muere
el día que mejoró
el día que el riñón funcionó
como casi un juego del destino
que quiere cerrar ciclos
yo acababa como empecé:
leyendo a Federico.
No sé qué seguirá ocurriendo
pero toda la vida me acompañarán
los únicos que me acompañaron
en las salas de espera y desterrados.