Las noches el silencio los vivos
Que Casapaís es un lugar concreto, lo es: se ubica a dos cuadras de la terminal de autobuses de Ortiz. Es una pequeña habitación de paredes rosadas. Tiene un escritorio y una cama. También una ventana. Nada más. Quien entre podría decir: «Es un lugar tranquilo» o «Aquí nunca sucederá nada fuera de lo común».
Hoy he descubierto que nunca es una palabra terrible. Terrible y mayúscula. Y sobre todo insensata.
Descubrí la trampilla a las tres de la tarde porque una moneda cayó de mi bolsillo y fue a parar debajo de la cama. No sé por qué entré. Tampoco tenía nada que hacer allí. Otros asuntos apremiaban mi tiempo en lugares lejanos. Supongo que alguna fuerza mucho más grande que mi voluntad dirigió mi nacimiento y mis días para que hoy abriera la habitación; utilizó la moneda como mecanismo físico de control y la tiró para que pudiera encontrar la aldaba metálica que abría la trampilla. Moví la cama y expuse el cuadrado de madera. Parecía gastada, con roturas y marcas en toda su superficie, y la calidad herrumbrosa de la aldaba señalaba que perteneció, en algún momento, a algún tipo de embarcación. Al acercarme para ver mejor el metal, noté que un rostro terrorífico estaba impreso en la madera. Era un rostro humano, perfectamente humano y eso era lo aterrador.
Luego recogí la moneda y la examiné. No pertenecía al país, a ningún país conocido. En ella estaba escrito «Las noches el silencio los vivos» de un lado, en letras diminutas, pero sorprendemente legibles. Del otro lado decía «Los días el poema los muertos», escrito en letras gigantescas, pero que por alguna razón cabían en la superficie de la moneda.
Decidí entrar porque no había otra vida posible para mí después de observar los ojos de aquel rostro en la madera, después de leer las contradicciones grabadas en el metal, después de encontrar una trampilla en un lugar al que no debía pertenecer.
Con esfuerzo, la abrí. Pesaba. Escuché la madera crujir, el roce del metal. Entonces, un aire extraño inundó la habitación. Era una contaminación de polvo y perfume. Tosí y aspiré porque sentí a la misma vez una necesidad de expulsar el aire y de enriquecerme con él. No había oscuridad abajo, en ese foso, sino una luz negra que se expandió y dobló por los rincones. La ventana desapareció. El escritorio se desarmó cuando los rayos le tocaron. No sentí miedo. No estoy hecho de madera. Mis brazos son de carne y pueden soportar la oscuridad de la luz. Me dejé caer. Así, simple, como si perteneciera a aquel foso iluminado.
Por primera vez en mi vida entendí de qué se trataba la existencia. Caí lentamente, pero hacia arriba en realidad, como si la habitación se ubicara debajo de mí, porque la luz negra divide las cosas al juntarlas, distribuye al revés la realidad, se rebela para volver a los cánones de la tradición.
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Entonces vi esta imagen lejana rodeada de la última oscuridad: entraba en la habitación (faltaba una de las paredes, lo que me permitió observar todo con detalle). Yo mismo (o quien quiera que sea, porque yo estoy aquí y no soy él) tomé la moneda, me senté en el escritorio, la pulí hasta dejarla lisa y la tallé con las oraciones. Usé técnicas que no tienen nombre. Guardé la moneda en mi bolsillo. Salí de la habitación, busqué una pala (el piso ahora era de tierra aunque antes había sido de baldosas) y cavé hasta hacer el agujero por donde caería (en este futuro o en el pasado, no lo sé). Fueron cientos de siglos de trabajo y preparación para que ocurriera un solo momento (el de la moneda cayendo, el de mi descubrimiento y llegada a Casapaís). Al terminar coloqué el piso para que nadie notara nada nunca e instalé la trampilla (la madera la obtuve de un barco ancestral y desconocido). Me fui y no volví ni volveré.
Entendí entonces que era mi rostro quien estaba impreso en la madera.
Hecho a fuego, por cierto. Vi mi rostro en llamas.
Si hay algo que le enseñaré a los vivos es que en esta caída no se sienten las quemaduras.