Espinazo

Inge Poelman

Pasaba la mano por su espalda y sentía los grumos de su columna, los músculos y huesos moviéndose como un saco que contenía a un animal vivo.

La habitación del hotel olía a limpieza protocolar y el aire acondicionado nos arrullaba con su sonido de filtro polvoriento. A nosotras, que estábamos acostumbradas a las pobres inhalaciones de los ventiladores huesudos de nuestras casas en la costa, aquello nos hacía sentir como si hubiésemos viajado a otro país.

Debajo de las sábanas con las que las señoras de servicio asfixiaban al colchón en busca de la perfección, nuestros pies se buscaban y se tocaban. Sentía sus callos, pequeñitos caparazones de tortuguitas. Si subía un poco más, encontraba sus piernas flojas, muy diferentes a las que, en la luz del día, brincaban tan fuerte en el potro que parecía que lo taladrarían. Así, navegándonos y sintiéndonos, nos quedábamos dormidas.

Las tres noches que llevábamos en ese hotel de la capital soñé lo mismo.

El calor y las sombras de las palmeras se sentía familiar. Caminaba con mamá, ambas en cholas y shorts de tela suave y descolorida, por la acera de piedritas que era la vena central del pueblo. Recogíamos con tobos, casa por casa, las espinas de los carites. 

—¿Seguro que son de carite?

—Sí, señora, de esta misma costa.

Intercambiábamos ese mismo diálogo con todos los que nos abrían las puertas de las casitas de colores desteñidos por el sol. Una vez los tobos estaban llenos, llegábamos a la playa y nos sumergíamos hasta que el agua nos llegaba al ombligo. Ahí, mamá comenzaba a lanzar las espinas. Lo hacía con la mirada fija en el horizonte. No hablaba. No movía más nada que no fuera el brazo que, como una máquina perfecta, mandaba aquellos huesos delgados, que ya eran nidos de moscas, con olor a podrido, bien lejos. 

 

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Ahí, en el horizonte, aparecía ella. La piel morena de su cara y su cabello negro destacaban de los azules del mar y el cielo. Como mamá seguía en el trance de su ritual, yo comenzaba a caminar, sin soltar mi tobo. El agua era pesada, quería caminar más rápido pero no podía. Me hundía cada vez más. Ponía el tobo con las espinas sobre mi cabeza. Cuidar aquellos restos era importante. Sin embargo, una vez que llegaba a ella y estábamos frente a frente, sentía la necesidad de botar el tobo y usar mis manos para peinar sus cejas pobladas con mis dedos. 

Una vez sentía esos pelitos duros en las yemas de mis pulgares, despertaba.

En el día, caminábamos hasta el gimnasio, donde esa misma piel morena destacaba contra el blanco de la pared de la sala. Yo conocía su rutina de punta a punta, y seguía el ritmo de sus manos y sus pies cada vez que la ejecutaba.

Comenzaba en el inicio del potro. Entre aperturas de piernas y paradas de manos con ritmo violento, llegaba hasta el otro extremo. Volvía al punto de inicio con volteretas. Una vez ahí, el acto que nos sacó de nuestro pueblo para mostrarlo a los ojos de la ciudad: el giro completo de vuelta atrás. Ella saltaba hacia atrás, daba dos vueltas en el aire, descendía lo suficiente para tomar el potro con las manos, impulsarse hacia arriba y volver a equilibrarse. 

Con aquel movimiento casi prohibido en la gimnasia, la entrenadora pensaba que podríamos incluso calificar para las internacionales y, en un futuro, las olimpiadas.

Ella podía hacerlo, yo no. La verdad es que yo estaba ahí como resultado de un sentimiento de lástima por «ser chama de pueblo». El Ministerio del Deporte le había dado una subvención a nuestro gimnasio, donde entrenábamos siete chicas. El dinero alcanzaba para que dos participaran en las nacionales en Caracas. La entrenadora solo quería llevarla a ella, la única capaz de dicha acrobacia, pero necesitaba justificar el uso correcto del dinero. Como éramos tan unidas, me seleccionó para salir del paso. Y ahí estaba yo, con pocos trucos bajo la manga, pero feliz de estar cerca de ella.

Mi habilidad no alcanzaba la de ella por mucho que lo intentara. Para la entrenadora, yo era un reto que tenía que sobrellevar en el camino al triunfo. Teníamos que competir las dos, así que «algo tenía que hacer conmigo». Incluso ella conversaba con la entrenadora sobre qué podía incluir en la rutina. Cuántas vueltas podía dar en el aire, cuando apenas alcanzaba a una. Incluso se acercaba a mí, como una entrenadorcita a corregirme…

Verónica Florez

Verónica Florez (Los Teques, Venezuela, 1997). Licenciada en Letras de la Universidad Católica Andrés Bello en Caracas (UCAB). Autora en Feroces: Compilación de autoras jóvenes venezolanas (2023) y en Rio Grande Review: Weird Fiction Issue (2023). Participante en la Semana de la Narrativa (2019) de Ficción Breve Venezolana. Gestora cultural en El Gato Negro (Caracas).

https://www.instagram.com/vflorez_/
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