María Fernanda Ampuero

Cuerpos que quiebran, voces que gritan: María Fernanda Ampuero y los monstruos de Sacrificios humanos

 

«La mercadotecnia dice que ahora las mujeres escribimos sobre violencia. No es cierto. Detrás de nosotras vienen un montón de mujeres: Nélida Piñón, Amparo Dávila o la propia Emilia Pardo Bazán abordaban no solo el tema de la violencia sino también la literatura de terror. Ahora hay justamente lo que dices, este boom. A mí me perturba profundamente esa palabra».

 

En el altar el hombre prepara el sacrificio para su ofrenda, su conexión con el padre. Lo contemplamos. María Fernanda Ampuero nos dice: Ahí, donde antes hubo una madre, una hija, una hermana, hay vacío. Ha migrado al altar.

 

¿Qué quieren las mujeres?

Para responder qué quiere una mujer u otras preguntas, solo precisamos la atenta escucha y oiremos la voz de las mujeres, y una mirada de empatía, y miraremos a las mujeres actuar, ir y venir, trabajar, amar, a veces hasta divertirse, pero sobre todo, miraremos a las mujeres inventar y construir el mundo para hacerlo habitable.

MARCELA LAGARDE

 

LO ATRAVIESAN muchas voces y así el discurso discurre atravesado. Esparcido a lo largo del texto, comienza —no puedo asegurarlo— de la siguiente manera y queda marcado en cursiva, tamaño ligeramente mayor y alineación opuesta, para acomodar la lectura. La primera palabra de cada oración fue alterada en negrita; no se trata, a pesar de ello, de unirlas y descubrir un mensaje oculto. Cuando la cursiva dé paso a la redonda, significa que es el turno de la entrevista. A partir de ahora María Fernanda Ampuero en negro, yo en rojo.

Pensé que el libro nos echa sangre a la cara, nos levanta los párpados y nos obliga a ver lo que no queremos ver. Quienes pactan velarse los ojos con un paño, tapar sus oídos con las manos, digerir una ética, no lo hacen solos. Se miran entre ellos, afirman un veto silente y se ratifican cómplices de una ley tácita. Quizá un pacto de silencio que impide reconocerse en el dolor del otro, de ligarse a la condición de migrante.

Una mañana de mayo de 1980, fresca pero soleada, le preguntaron a Joyce Carol Oates en Varsovia por qué su escritura era tan violenta. Le preguntaron, en Oslo, por qué se centraba en lo violento. También en Berlín, cerca de donde Adolf Hitler había proclamado la Segunda Guerra Mundial: «¿Tuvo una infancia infeliz, señorita Oates? ¿A menudo le asustaba la vida?». María Fernanda, te paso el testigo: ¿qué similitudes encuentras, dentro de la mercadotecnia, en la clasificación de la «escritura de mujeres», la «escritura violenta» de generaciones anteriores con tu generación?

Bueno, yo creo que las mujeres siempre hemos estado en el epicentro de la violencia, pero la escritura que se ha visibilizado es la escritura del hombre. Se está haciendo últimamente un rescate de generaciones anteriores a la mía en las que hay mucha violencia. Las mujeres siempre hemos sido, de alguna manera, testigas o protagonistas de la violencia. Tú agarra cualquier novela noir y encuentras asesinatos de mujeres, encuentras mujeres descuartizadas. Pilla la historia de Jack el destripador o las investigaciones de Sherlock Holmes o cualquier película del cine noir donde siempre hay una prostituta asesinada. No es que en la literatura no haya habido violencia; en muchos géneros literarios y en muchos autores ha habido violencia, y violencia vinculada con las mujeres. Yo creo que la gran diferencia es que la mujer escriba sobre esa violencia que se ejerce contra ella. El ejemplo que has dado de Joyce Carol Oates se puede dar sobre muchas otras: Shirley Jackson, por ejemplo. Ella tiene el famosísimo cuento de «La lotería», donde lapidan a una mujer. La Biblia está llena de ejemplos de violencia contra las mujeres, no hay que irse más lejos. Hay mucho castigo, mucha violencia en la literatura grecolatina que nos llegó.

La mercadotecnia dice que ahora las mujeres escribimos sobre violencia. No es cierto. Detrás de nosotras vienen un montón de mujeres: Nélida Piñón, Amparo Dávila o la propia Emilia Pardo Bazán abordaban no solo el tema de la violencia sino también la literatura de terror. Ahora hay justamente lo que dices, este boom. A mí me perturba profundamente esa palabra, siempre me ha molestado que el periodismo cultural (yo entiendo, yo soy periodista, lo he sido desde los veinte años; entiendo que tienes que etiquetar, que tienes que hacer una especie de grupo para escribir tus columnas, tus reportajes… Entiendo eso y entiendo que se piense que ahora mismo es un boom de mujeres, un nuevo boomlatinoamericano pero comandado por las mujeres) otra vez hace un gueto. Se hizo gueto con aquel boom famosísimo, intencionalmente se dejó de lado a Clarice Lispector, a Rosario Castellanos, a Nélida Piñón como te decía, Amparo Dávila, Elena Garro… Ecuador no tuvo representante en el boom latinoamericano de aquellos tiempos, pero allí estaba Alicia Yánez Cossío escribiendo, que había ganado el premio Sor Juana: su literatura no estaba escondida debajo de un mueble como la de Emily Dickinson. Estaba ahí.

Lo que están haciendo ahora con nosotras es, otra vez, como… como si la literatura fuera genital. Al poner el foco en la escritura de mujeres en este momento, siento que hacen a un lado a las mujeres y, en las mesas o en Zoom o en las charlas, nos ponen a nosotras juntas. Los hombres, de alguna manera, sienten que oír hablar a un grupo de mujeres no los apela. Y yo siento que la literatura tiene que apelar a todo el mundo. Cuando ponen a un grupo de mujeres a hablar, sí que hay un grupo grande de lectores que siente que no tiene lugar su presencia en ese debate, como que las mujeres van a discutir «cosas de mujeres». No es cierto: tú empezaste hablando de la violencia, que nos apela a todes. Yo siento, y lo he dicho en los últimos tiempos, que mi literatura está muy vinculada con la literatura de Antonio Ortuño, con la literatura de Bernardo Esquinca, ambos de México, ojalá con la literatura de Luciano Lamberti, que escribe terror, también con Federico Falco, argentino, Ramiro Sanchís… Hay muchos hombres que siento que están siendo comidos por esta mercadotecnia. ¿Por qué no hay una mesa de terror donde estemos Luciano, Antonio, Mariana Enriquez, Samanta Schweblin y Agustina Bazterrica? Escribimos sobre cosas violentas. Y no: se hacen otras cosas con Mónica Ojeda, Mariana Enriquez, Andrea Jeftanovic, yo… Así nada más no es el mundo; lo que están haciendo es postizo. Ninguno de nosotros escribe con los genitales; escribimos con nuestras obsesiones y estas, entre hombres y mujeres, están compartidas. Antonio Ortuño, por mencionarte a alguien, tiene una obsesión con la violencia de México —él es de Jalisco—, la vive en persona y la revisa una y otra vez en la literatura. Él hace como yo.

Luego hay otras autoras que revisan otras cosas: pienso en Fernanda Trías o Carolina Sanín. Ellas deben de tener sus autores hombres que revisan esa literatura filosófica, no tan cruda. Para concluir, a mí ya me preocupa. Al principio fue muy bonito porque conocí a mucha gente de diferentes generaciones: Pilar Quintana, Laura Restrepo… Pero ya me preocupa, porque en esos foros el público es 98 % femenino. Las cosas de las que hablamos nosotras sí les interesan a los hombres y, además, el cambio de canon no será posible si seguimos haciendo guetos.

Decías en una entrevista con Laura Barrachina en El Ojo Crítico que el emigrante es el mayor sacrificio humano que hace la comunidad nacional al sistema capitalista. Desde la voz de María Fernanda Ampuero, ¿qué mecanismos del sistema exploras en tu literatura, mecanismos que hacen que construyamos ese pacto social que permite el sacrificio humano de estas personas?

Hay un pacto clarísimo. Suena muy cliché. Todas las respuestas que pueda darte sobre esto suenan muy cliché. Por supuesto que todos estamos inmersos en un sistema cuya existencia, cuyos tentáculos están dirigidos a que nos olvidemos de los demás. Todo, urbanísticamente, está diseñado para que no veamos ciertas cosas, los problemas sociales, la mendicidad… Todo está diseñado para que, en lugar de buscar soluciones, levantemos muros medievales y no veamos al leproso, al forastero, al desterrado, a todo aquel que molesta. No ves la Cañada Real, no la ves diariamente. Cada vez más estamos obnubilados. Por eso digo que no quería caer en clichés, el famoso cliché de Matrix de las dos pastillas: elige. Mucha gente elige la de no ver y ya ni siquiera es negacionismo, ya ni siquiera te hablo del ser humano que sufre cerca de ti. Te hablo del planeta. Se debería hacer imposible no verlo: es algo que nos va a arruinar a todes. No ya luchar para que el inmigrante tenga sus documentos y trabaje de manera legal, que no se lo explote. No voy tan lejos. El planeta, el consumo, el plástico, la obsolescencia programada… Nadie se planta frente a esto. Apple saca un nuevo teléfono y la gente lo quiere y tira el que tiene de dos años. Todo está planificado para que sea así. ¿Qué palabra voy a utilizar? El neoliberalismo, el capitalismo, el pensamiento del libre mercado, buscar la satisfacción personal, aquel mensaje del sueño americano, europeo, español de alcanzar el estatus de un coche, vacaciones cómodas… Es difícil pararse a pensar. Requiere intención y voluntad de ser mejor ser humano y eso es difícil. Te «arruina» la película.

Quizá debo abandonar la abstracción: hay una mujer violentada que puede dejar de serlo y nadie hace nada. Mientras leo el libro una mujer inmigrante torna la esquina por miedo a que le pidan unos papeles; mientras preparo la entrevista unos hombres —conscientes del daño, inconscientes de su trauma, seamos sinceros —mutilan el clítoris de una niña; mientras pienso que sí, que existe cierto compromiso (si Sacrificios humanos no es acaso compromiso literario, ¿qué es?), dejo morir a la víctima y escapar al agresor, lo apunto con el dedo, quieto.

En «Silba» despliegas una genealogía familiar unida por las historias que heredan las hijas de sus madres. Sobre la forma de vida de la bisabuela de la protagonista dices: «Era un mundo autosuficiente, un mundo sin miedo, un mundo feliz. Lo que quiere decir exactamente que mamá y su abuela eran autosuficientes, sin miedo, felices». Este cuento en que la mamá y su abuela habitan el campo sin hombres me recuerda a «Sangre coagulada», de Mónica Ojeda, donde nieta y abuela están atadas a la sangre, a la naturaleza, a lo divino. Quería preguntarte: en el universo de tus cuentos, ¿qué es aquello que enhebra la existencia del matriarcado? ¿A qué violencia responde y qué violencia perpetúa?

Qué gran pregunta y qué gran cuento el de Mónica. Gracias por vincularlo. Mira, siento que durante toda la historia lo que se ha hecho es separar a la mujer. El patriarcado tiene varios tentáculos; es, del sistema, otra cabeza con otros tentáculos. Ha hecho que las mujeres nos consideremos enemigas «naturales» unas de otras para conquistar al hombre: es demencial. Nos consideramos en competencia para que el hombre elija y castigamos nuestros cuerpos (nos matamos de hambre, nos hacemos operaciones, compramos miles de productos que no necesitamos, nos sentimos inseguras). Creo que si no nos sintiéramos enemigas, como no-aliadas o como competidoras, se desmontarían un montón de chiringuitos. Siento que si nos dijéramos de pequeñas «qué hermosa eres, qué poderosa, admiro tu valentía, tu independencia, tu creatividad, tu manera de expresarte», si eso pasara desde pequeñas, se desmontaría la industria feroz de la belleza, se desmontarían las inseguridades. ¿Quién creó el canon? A mí me obsesiona: ¿quién creó ese canon? ¿Quién dijo que la mujer bella tiene este tipo de cuerpo, este tipo de pelo y este tipo de piel, es de este peso y esta talla? Todo es un artificio: la tendencia física de las personas es comer, disfrutar, divertirse, tener vello, estrías, pecas. Y todo eso lo ocultan, lo maquillan, incluso lo mutilan.

Respecto al matriarcado por el que preguntas, el matrilinaje se da en algunas culturas: en la chicha de Colombia, la herencia va por el lado de la madre. Si se extendiera eso, seríamos más fuertes. Mónica lo trata muy bien con el tema de la sangre. La sangre menstrual Mónica la relaciona con lo familiar, como la expresión «somos familia de sangre». La menstruación es algo que compartimos todas las mujeres y que nos obligan a ocultar. Nos obligan a sentir vergüenza de ella, a evitar que los hombres sepan que sangramos entre cinco y siete días al mes. Mientras estamos hablando tú y yo, yo estoy sangrando, puedo estar teniendo dolores y eso avergüenza. Cuando es una cosa que nos pasa a todas, a todas durante la edad reproductiva. Nos llega a avergonzar eso de ser mujeres.

En «Silba» hay un pequeño paraíso como de amazonas. De paz. De aquello que tenían, el gineceo: el lugar donde las mujeres se sienten a salvo, donde las mujeres sienten que pueden hablar sin «aburrir» a los hombres. Para mí eso es un lugar de ensueño. Ahí se genera el compartir, ser. Cuando estamos las mujeres juntas, la rabia se convierte en poder. Por eso está ese paréntesis hermosísimo en ese cuento.

Me encantó «Sanguijuelas». Hay un control narrativo especial en este cuento. Esos niños, desheredados, que se unen para hacer frente a la debilidad de Julito, el trato especial. Hasta convertirlo en chivo expiatorio. Me gustaría preguntarte y te pregunto: ¿concibes la crueldad del niño como un impulso primitivo, como un mecanismo heredado, como un ritual religioso…?

Pienso que sobre la indefensión triunfa la crueldad. Es una frase de Pelea de gallos. Siento que (el nacimiento de la crueldad es un tema que me obsesiona) si se dan las condiciones adecuadas todos, todas, todes podemos ser crueles. Incluso, o quizás especialmente, si otros son crueles con nosotros. Es como una cadena: este chiquillo —el líder, digamos— sufre la crueldad de su madre. Él es el débil aquí, él querría que su madre lo quisiera como la madre de Julito quiere a este. Pero en lugar de preguntarle a su madre «¿por qué eres tan cruel conmigo? ¿Por qué no me tratas bien?» (cuando somos niños no somos capaces de hacer esas preguntas, cuando somos adultos tampoco), él ejerce esa crueldad como un eco, como un espejo en un niño que le permite, por sus características, ser cruel con él. Es la malignidad dentro de todos: me incluyo, por supuesto te incluyo. Se dan las condiciones adecuadas para no defender al débil por esto que tenemos los seres humanos de arrastrarnos por el gremio, por la manada; hacemos cosas que no haríamos a solas, o si nos parásemos a pensar o si no estuviéramos en esta especie de borrachera de lo social.

Un niño roto por la violencia de su casa es un niño cuya herida supura algo putrefacto que se derrama en otros, y en otras, en el caso de la violencia patriarcal. En este cuento, ese niño roto tiene las condiciones adecuadas para vengar su dolor, ajeno a este otro chiquillo (Julito) que funciona como chivo expiatorio. Me obsesiona este experimento que se hizo en Estados Unidos, en Stanford, que se desmadró: eran compañeros de universidad que estudiaban el comportamiento humano, no bárbaros per se. No era una cárcel real, no era la Penitenciaria del Litoral, que es la cárcel de Guayaquil y uno de los lugares más peligrosos del mundo. Estamos hablando de estudiantes iguales en el papel, gente que compartía backgrounds, todo un proceso de cuidado para llegar a una universidad, a esa universidad. Y, sin embargo, empezaron a actuar como bárbaros frente a un pueblo desarmado y vulnerable.

Me fascina cómo los seres humanos banalizamos el mal, cómo cuando después de la Segunda Guerra Mundial les preguntaron a los polacos que vivían en los alrededores de Auschwitz-Birkenau: «¿Ustedes no sabían lo que estaba pasando?». Y la gente se encogía de hombros, como diciendo que si alguien hablaba los mataban a ellos también. Hay una crueldad, un miedo, una vulnerabilidad también como comportamiento de masas tremendo. Me obsesiona la crueldad. Mis libros, más que violentos, van de ejercer la crueldad contra personas indefensas, y cómo se crea una víctima y un victimario.

Voy ahora con «Sacrificios», un diálogo nocturno entre una pareja rota que deambula en un aparcamiento de diferentes niveles, aguardando el terror. En cierto modo me recordó a la temática de Samanta Schweblin, esa incisión cuidada que expone lo extraño de lo cotidiano, que encubre el silencio tras la anécdota. ¿Por qué trabajar con este cuento así? ¿Qué sensaciones exploras con esta atmósfera de incomunicación, de distancia emocional?

Creo que exploro lo que sucede cuando el amor y las razones por las que se elige a una persona han desaparecido. Creo que muchos matrimonios están en ese laberinto del parking, que es una metáfora del laberinto del matrimonio. Cada uno está en un piso distinto hablando de las cosas que siente y piensa, pero el otro está en otra planta. Es imposible que el uno escuche y el otro hable. Se ve clarísimo en Revolutionary Road, de Sam Mendes, una película dolorosísima sobre el matrimonio, mucho más dolorosa que Historia de un matrimonio (de Noah Baumbach). Acompaña a esta pareja el deslumbramiento primero, el uno por el otro, los planes que tienen como pareja, la ilusión, la euforia, hasta el acomodarse, el guardarse rencores, el ir con la corriente. Hay una escena final con otro matrimonio, ya mayores; ella habla y él, que usa un aparato auditivo, le baja el volumen. Ella está diciéndole cosas que para ella son importantes; él está en el mismo salón. Al final queda un silencio. Esa escena me impactó muchísimo: he dicho en muchas entrevistas que ese cuento es una mezcla entre «La casa de Asterión», de Borges, sobre el minotauro, y esta película, Revolutionary Road. El no separarse por los hijos, el no tener la fuerza para estar sola le pasa a muchísima gente y es otro tipo de violencia contra uno mismo: es un suicidio larguísimo, estar con alguien a quien no quieres. Se necesita mucho valor para decirlo, porque es como que en este cuento no pasa nada, no encuentran la salida, no encuentran a nadie; solo está la conversación en dos frecuencias, en parábolas. Hay algo soterrado ahí, dentro de la conversación ponzoñosa, y no le llega a ninguno de los dos. Se odian mutuamente. Eso también es violencia. Y luego aparece el minotauro esperando a esa mujer y ese hombre que son su sacrificio humano.

Permito, con mi inacción, que la moral caduca desangre un vientre joven, aún poco abultado, en una clínica clandestina; permito que se crezcan los filisteos con topetazos en el pecho y que intimiden, ilusos de la docilidad, mi aparente calma. Y permito, por supuesto, que la docilidad sea la seña exacta que tomamos para hacernos cómplices. No son ellos, somos nosotros. La violencia es diversa y todos tuvimos poder alguna vez —aquellos que no la ejercen también deciden qué sangre corre por el río; es mentira que sean pacíficos, la ejercen igual—. Yo acudo al río de madrugada y espero el color de las arterias más ecuóreas para embriagarme. Me reconozco víctima y verdugo. Y me pregunto: ¿puedo continuar?

Pretendo ser incómodo.

A menudo escucho los adjetivos «poético», «nervioso» o «violento» para definir tu estilo. Quiero ir un poco más allá de esto. Por los temas que desarrollas, muy ligados a la denuncia social, se vuelve complejo huir del lenguaje de los periódicos, radios y charlas de televisión; se vuelve complejo moldear un lenguaje personal que beba de lo social pero que no caiga en el panfleto. Creo que esta tensión por buscar un lenguaje adecuado para contar lo que tú cuentas se ve en tus cuentos, donde a veces te alejas de la expresión mediatizada y otras veces la utilizas para amplificar la denuncia. Incluyo un extracto de «Lorena»:

«El hombre que me dice esas cosas en el salón viene a mi cama a dormir conmigo. Con diez, doce o veinte cervezas dentro lo único que quiere es hacerme daño. Una mujer que juró amar a alguien ante sus amigos y ante dios no debería lavar las sábanas ensangrentadas de la cama matrimonial después de que su esposo le rompa los orificios. Una mujer enamorada no debería tener que desinfectar heridas íntimas. Una mujer no debería llorar de miedo cada vez que su hombre se mete a la cama».

¿Te preocupa caer en este lenguaje? ¿Qué tipo de gramática persigues para escribir relato?

La verdad es que me preocupan muy pocas cosas. Yo he escrito ficción desde siempre, pero como sabes mi vida se desarrolló en la crónica periodística, sobre todo. Pelea de gallos se publicó cuando yo tenía cuarenta y dos años. Sinceramente, ya con esta edad y con todo lo que traigo en la mochila de la crónica, me importan muy pocas cosas. ¿Crear un lenguaje propio? No me importa. ¿Caer en lo panfletario? Yo hago lo que puedo. Y si alguien me quiere criticar porque mis cuentos son panfletarios, no me voy a revolcar en el lodo gritando «¡no, qué está diciendo!». Pues si eso le parece al lector, si se ha quedado en ese lugar después de leer el libro, yo lo respeto. Encontrar la denuncia en los cuentos está bien, no me voy a pelear con los lectores. Más bien, lo que tengo es una gratitud cósmica, infinita por los lectores. ¿Te imaginas una mujer que ha escrito toda su vida, desde que tiene diez años, y que treinta y dos años después publica y la gente no la hace pedazos, o el libro no es indiferente? Para mí es más que suficiente. Yo he dicho lo mío, lo digo ahora en Sacrificios humanos, hablo de lo que me obsesiona, de la crueldad, de lo que me resulta imposible de soltar y dejar de ver.

Yo no busco formar un corpus (está cosa de «hacer mi canon» que a veces dicen los autores de manera muy rimbombante, generar una voz…). Yo nunca pensé que iba a publicar ficción: todo esto que está pasando para mí es Disneyland. Es superemocionante, es una sorpresa a cada rato que tú quieras entrevistarme, que te hayas leído Sacrificios humanos, es una emoción que además me digas cosas que yo no había pillado, que cada vez un periodista o un lector se te acerque y te diga cosas. Yo no puedo creer que esto esté pasando, que haya alguien que le dé un nivel de profundidad y esté citando en una entrevista a Joyce Carol Oates, hablando conmigo. Todo es tan irreal, tan surreal que no me importa. En serio. Si alguien dice que María Fernanda Ampuero escribe solo para hacer denuncia social y que es una escritura comprometida y medio panfletaria, ¿qué te voy a decir? Te voy a decir que sí; el lector decide. El lector es el escritor. Si encuentra eso en mí: ahí está. Si no encuentra nada más, yo no le voy a decir que es mal lector. No va a ocurrir jamás. Acepto las críticas también con sorpresa: a alguien le pareció tan interesante esto que se lo leyó y lo critica. Están al mismo nivel halagos y críticas. Te lo leíste y te gustó o no te gustó, me parece mágico.

Abre el libro de cuentos «Biografía», el testimonio de un sacrificio humano, una migrante sin cobija social que acude a una casa norteña con el fin de escribir la vida de un individuo, una especie de Jekyll y Hyde. Dejémoslo ahí. A este cuento le pongo pegas: la más significativa, que María Fernanda Ampuero no le dejó al cuento contar, sino que ella misma le dio la conclusión moral al lector desde el principio. Pero vayamos al jugo. Veamos extracto: «A esa hora la única luz que nos iluminaba venía de la chimenea que estaba detrás de él y una luz rojiza, ambarina, refulgía detrás de su cabeza, proyectaba sombras gigantescas sobre las paredes que gritaban en rojo brillante arrepiéntete, el fin está cerca, arrepiéntete.

Lo vi acercarse a mí.

Véanme, véanme. Encandelillada de pavor, los ojos ciegos y gigantescos, al borde del desmayo, el cerebro echando chispas como una piedra de afilar.

Véanme, véanme. Obligándome a pensar lo único posible: estás soñando, esto no es real, despierta ya, despierta».

Sin duda es un relato durísimo. Bruto. ¿Cómo trabajas en el proceso de escritura con este material que quema en las manos? ¿Es esta rapidez, esta desmesura, esta sobrecarga de símbolos y esta insistencia en que veamos a la mujer migrante extranjera la forma en que canalizas el relato?

Estoy de acuerdo contigo. «Biografía» es un cuento que yo, desde 2005, intuía que iba a escribir. No sabía cómo. Me acuerdo de que todos mis amigos, cuando les contaba la anécdota real, la parte real que hay en este cuento, me decían «esto tienes que escribirlo». Yo no sabía muy bien; pese a que escribo como escribo, soy muy payasa en la vida real: luego no te lo creerías leyendo los libros, pero cuento las anécdotas como una stand-up. Cuando estoy en confianza, soy muy payasa, muy stand-upera, en el sentido de ponerle la parte humorística: hago mucho humor negro.

Yo contaba esta anécdota que es pavorosa con mucho humor negro. Los amigos se reían de esta situación. Claro, yo estaba viva frente a ellos, ya había pasado y no terminó en tragedia: no estuve entre la lista de desaparecidos. Ya había una especie de alivio que hacía reír, una risa nerviosa. Siempre supe que iba a escribirlo de alguna manera. Fueron pasando los años, mil cosas en mi vida, fueron pasando dolores, alegrías, España se fue convirtiendo en mi hogar… Cuando empecé a escribir Sacrificios humanos (yo no pensaba escribir una palabra el año de la pandemia), olvídate, no tenía cabeza. Soy de Guayaquil: la gente aquí se convirtió en el símbolo del horror. Se leía en los periódicos, los cadáveres en la calle. Yo sentía que no tenía cabeza para escribir nada, y un día dije: «Vamos a ver si logro contar esa anécdota y subirle el volumen».

A mí me fascinan las historias de asesinos en serie, el personaje me fascina. ¿De dónde viene? ¿Por qué hace lo que hace? ¿Cómo reacciona la víctima cuando se da cuenta de que esta persona no está bien? Es un poco lo de American Psycho, donde está supersubido el volumen. Jamás te imaginarías que un tipo con ese apartamento, ese trabajo e imagen pública, va a ser un asesino en serie. Está pensado para que sea el más improbable de todos los seres humanos. Y siempre tuve ganas de hacer un asesino en serie vinculado a la religión, como El gran dragón rojo, de Blake, que lo obligaba a matar. Aquí era una cosa de justicia y venganza sobre esta gente que viene a «ensuciar» la sangre española. E hice lo mejor que pude con esta anécdota, con mis obsesiones, que llevadas al extremo son pavorosas. Fíjate en los islamistas que se inmolan… Todo lo que es extremo religioso es aterrador. Quería hacer algo así con esta historia que es real.

Yo fui a un lugar en San Cugat, fui a escribir la historia de esta persona que venía de las drogas, de los años ochenta y el caballo, de un exyonqui que había encontrado a Dios, que es otro tema clásico. Y luego, el tema de Dr. Jekyll y Mr. Hyde, efectivamente. En este cuento hay muchas referencias a obras importantes para mí como el camino de la estación a la casa, que es como el de Drácula de Jonathan Parker, ese ser manejando el carruaje que desaparece, las cosas se vuelven tétricas. También están los girasoles de It, de la casa donde vivía el zombi; hay una referencia clarísima a «Hansel y Gretel». Los perros son símbolos claros del diablo, pero esos dóberman eran reales: es una parte muy loca de la historia. El oso de peluche estaba también, y la madre, que es como de Psicosis, viva y muerta. Por supuesto estaba Jekyll y Hyde, y el pelo de las mujeres, un guiño a los que guardan las cabezas en la nevera. Yo quería hacer un asesino en serie que cuidara la pureza de la sangre española.

Eso de la pureza, la xenofobia, fue muy sorprendente para mí cuando llegué. Tuve mucho miedo cuando estaba indocumentada porque sabes que no puedes ir a la policía, que la policía va a por ti. La insistencia en «véanme, véanme» está precisamente porque hay gente que decide voluntariamente no ver o que simplemente no ve porque en su casa nunca le han enseñado a ver. Es imposible no ver a un mantero en la calle Preciados; yo insisto en ese «véanme» como un «revéanme, véanme en serio». Esto es lo que nos pasa.

¿Te quedaste a dormir en esa casa?

Qué narices.

Sí, tío, qué narices. Yo le pregunté por un hotel y él me dijo que no había hoteles, me dijo: «Mi casa está apartada de todo, mi casa está en el campo y aquí no hay hoteles». Él vivía en las afueras de las afueras. Me dijo: «Pero aquí hay una habitación», y claro, yo fui porque era dinero y lo necesitaba. Pensé que podía ganarlo de la manera que sé… Sí, sí, fui tonta y arriesgadísima. Ahora lo veo, lo sé. Sí había una cosa en él, como del famoso hermano, que era muy rara. La historia real obviamente no termina como esta, que tiene un componente sobrenatural; la historia real es que este tío, a las cinco de la mañana, a las seis quizás, cuando comenzaba a amanecer pero el día estaba aún en claroscuro, me tocó la puerta desesperadamente. Yo sí había movido la cama contra la puerta. Tenía el oso de peluche gigante ahí y, por supuesto, no dormí, estaba sentada en la cama. Toda la noche él había estado haciendo ruidos y sonaban cosas y había rezos… Era espantoso. Me tocó la puerta y me dijo «tienes que irte, tienes que irte. Viene mi hermano. Tienes que irte». Ese fue el germen de la cosa de Dr. Jekyll y Mr. Hyde. Este hermano nunca vino, pero él decía que venía y que me fuera. Yo me preguntaba por qué tenía que irme si venía su hermano. Por primera vez desde que llegué, me dio un paquetito de galletas y un zumito, y me dijo: «Si sigues por aquí derecho, más o menos en una hora llegas a la estación».

Me río por no llorar. Es de las historias más pavorosas de mi existencia. Como te digo, yo sabía que alguna vez iba a escribir sobre eso. Probablemente tu crítica viene de que yo lo viví. Efectivamente hay algo de crónica y quizás por eso te dio esa sensación. No sé si estás de acuerdo.

Me alegro de que acabara con el zumo y las galletas y no de otra manera. Creo que el relato se escribió con poca distancia emocional sobre él, demasiado rápido, dejando lagunas y sobrecargando partes. Pero no pienso que sea un mal relato.

Sí, es muy vertiginoso. No hay tanta imaginación. Fue el primero, yo no pensaba escribir un libro entonces; algo pasó, como una pesadilla, que tuve que escribirla. Yo ya lo tenía más o menos en la cabeza: tenía al tipo, tenía la casa, tenía los perros, tenía el oso. Entiendo que te pueda sonar menos literario.

No, no es lo literario, es la ejecución de lo literario. Me habría encantado revisar este cuento contigo.

Bueno, lo vamos a hacer en algún momento, seguro que sí. Ya te conté la entraña del cuento. Puede ser que no sea el mejor cuento que he escrito, pero hice muchas cosas que quería hacer.

Tiene tu verdad.

Sí, tiene mucho de mí. Tiene lo que a mí me obsesiona, la cabaña, Hansel y Gretel, lo de estar engañado porque tenían hambre y la casa es comida… Los emigrantes andan —andamos— siempre buscando dinero, cualquier tipo de trabajo. Yo sé una cantidad de historias sobre los trabajos que han tenido que hacer los inmigrantes indocumentados —yo fui una de ellas— que no son realmente pavorosas como esta, porque esta fue meterme en la boca del lobo, pero sí tristísimas. Tengo un amigo periodista que fue director de un medio en una ciudad: él tuvo que separar las basuras en un camión por la noche. Él se cortaba y tenía que seguir trabajando con bolsas de podredumbre. A veces encontraba un bocadillo a medio comer y esa era la cena. Muy grotesco.

Por eso hay insistencia en «véanme, véanme». Te doy la razón: es uno de los cuentos con menos distancia. No la había y no la hay. No puedo distanciarme de ser inmigrante indocumentado.

Me gusta que podamos hablar así, sobre lo medible de un texto, sin que parezca un ataque por mi parte o un contraataque por la tuya.

Nada me va a parecer un ataque, te lo juro. Nada de lo que un lector me diga me va a parecer un ataque. La cosa más grave que le puedes decir a un autor es: «Estás vendido a un lobby de denuncia, a un lobby feminista o a un lobby lo-que-sea». No te voy a responder a la defensiva, te voy a preguntar: cuéntame por qué te pareció eso. Solo me ayuda a mejorar. Yo le digo a la gente que puede que Sacrificios humanos sea mi último libro. Escribiré hasta que no tenga nada que decir. No voy a seguir publicando porque haya que sacar todos los años un libro. Soy muy mayor para esto. El día en que vea en que todo sale una bazofia impostada y fea, diré: «María Fernanda, ya se acabó, ya dijiste tus cositas en Pelea de gallos y Sacrificios humanos. Diste lo que pudiste. Retírate con honor».

Cuánta belleza en las últimas líneas de «Freaks», como ver el arcoíris brotar del golpe.

«Freaks» es un cuento que yo amo, amo, amo a esos dos personajes con todo mi corazón, quisiera que fueran reales, que fueran mis hijos, que fueran mis sobrinos, ese chiquillo que es distinto y que sufre tanto. He visto tanto sufrimiento en mis amigos gais en Ecuador, tanto dolor que les causan por ser… ya ni siquiera gais, por ser chicos dulces y tiernos, chicos que lloran. Y te topas con este muchachito que es maternal, con este bebé que tiene hidrocefalia (creo que queda más o menos claro) al que ponen en un freak show para sacar dinero. Esto sí es parte de mis recuerdos que mi mamá contaba. Mi mamá es de una ciudad muy pequeña y en los alrededores están estos pueblecitos con estos freak shows, como la película Freaks, en los que ponían a una cabra de dos cabezas… lo que sea que pareciera extraño. Y un niño con hidrocefalia era incomprensible en ese momento, la familia no tendría dinero y aprovecharon este niño distinto para meterlo ahí entre la cabra de dos cabezas. Muy doloroso. También el ser homosexual en Ecuador es una cosa de freak.

Hay algo especial en el cuento, no estoy segura de que todo el mundo la pille, pero para mí es importante. Y es que ellos se convierten en sirenas. Yo estoy muy dolida con el feminismo TERF excluyente de lo trans. A mí el feminismo me cambió la vida y me duele que aquellas mujeres ahora excluyan a las trans, no a los trans, a las trans. La sirena es un símbolo de lo trans, como que no importa lo que hay debajo de tu cintura. Para mí era muy importante esa cola tan bella, esas lentejuelas. Les tengo mucho amor y los quiero salvar. Yo quiero salvar a todos los personajes, pero a estos en concreto mucho, mucho, mucho, convertirlos casi en leyenda. Yo tenía la intención de hacer un manual de instrucciones pero también una leyenda.

María Fernanda Ampuero, emperatriz de Lavapiés, hace poco dijiste que Latinoamérica ya no puede ser contada mediante la crónica: ahora necesita el terror. ¿Qué hace tan singular la geografía de tu terror?

América Latina.

En dos palabras.

Sí, América Latina. Lo que vino antes de lo mío fue el realismo sucio, La Virgen de los sicarios, Amores perros, tan violentas, hiperrealistas, como del lumpen tal vez, como de periferia, de favela. La cosa narco que lleva un tiempo de moda, la narcoliteratura… Yo creo que ni mucho ni poco. Hay tantas cosas en las casas, en las familias, en el otro, en las personas que sirven en tu casa. Hay mucha violencia en eso que se ha explorado poco: la homofobia, el machismo, el clasismo (muy racista en América Latina). Yo quería explorar todo eso que no es narcotráfico, las avionetas, Pablo Escobar…

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