Socorro Venegas

La sintaxis del dolor: Socorro Venegas y el entierro de la pérdida en La memoria donde ardía

 

«Hay algo mucho más profundo que tiene que ver con la necesidad de estar vivos: por eso generamos y alimentamos esa memoria. Volvemos al pasado y a la infancia y sembramos allí esas memorias indispensables, por alguna razón, para nosotros»

 

Para coser la memoria has antes de cifrar la opacidad de lo que siempre guardaste en el sueño vaciado.

Gracias, Socorro, por ser cuentista a la vez que cuento.

 

(A.P.) Cuando observo este mundo, no soy de este mundo;

me asomo a este mundo.

Es un objeto, sin duda, que se revuelve. Que parece revolverse ante mi mirada. Apenas puedo distinguir un contorno leve, una difusa circunvalación alrededor de la promesa. Y si pienso en que finalmente ocurrirá, si pienso en la certeza de la definición, entonces un sueño colma mis párpados de pesadumbre.

(A.P.) Puedo no mirar las flores, pero no cuando nadie las mira.

¿Soy, pues, quien mira? Creo por un instante haberme perdido en la mirada, en la proyección cónica de luz que separa el objeto de mí. De aquello que llamo «yo», mi cuerpo o mi ser. Acaso intento deshacerme del limbo, forzar una apertura y aletear los párpados. Pero no puedo. Una suerte de recuerdo invade el territorio de la consciencia. Y me duermo.

(A.P.) Te asusta el vacío, ¡y abres más los ojos!

Todo se revela, esta vez, como vaciado, la plenitud del espacio y sus límites ahora sí, esclarecidos. No sé decir con fiabilidad si el objeto persiste ante mí o ha desaparecido. O si soy yo el que lo sustituye. Creo que el objeto es una ilusión, porque si no habría de ser yo. Y yo sé que no soy suficiente plenitud para abarcar lo que antes ocupó un lugar.

(A.P.) Sin esa tonta vanidad que es el mostrarnos y que es de todos y de todo, no veríamos nada y no existiría nada.

Conversatorio imaginario con Antonio Porchia, enero de 2022.


Socorro y yo hablamos brevemente antes de dar comienzo a la entrevista. Ella se encuentra en su domicilio en México y en su habitación rebota el eco. Yo me hallo en Madrid. Como en ocasiones anteriores, el color no-negro es mío, terroso en este caso. Verán trozos de reflexión que, figúrense, no aparecieron originalmente en la entrevista, pero que he querido incluir.


Si algo he aprendido de ti, como de tu perspectiva de otros cuentistas como Eloy Tizón, Ana Blandiana o Andrés Neuman, por nombrar tres, es que el cuento pide la imperfección. Un roto, la ola que se desprende del mar para convertirse en nube salada. Dos preguntas: ¿hacia dónde crees que caminas tú como cuentista? ¿Qué otros cuentistas actuales consideras que emprenden un viaje de apertura del cuento?

Trabajo el cuento en un espacio donde pienso mucho en la respiración, en lo indispensable. Cuando tú respiras estás en un ámbito, en una atmósfera, donde puede haber una cantidad de oxígeno difícil de cuantificar, pero solo es un poco lo que puedes hacer que entre a tu organismo, a tus mínimos vitales, para sostener una vida. Creo que el cuento tiene mucho que ver con esa respiración de lo indispensable, con lo que elegimos. Me gusta mucho pensar en que elijo con qué me voy a quedar, cuál es mi material indispensable, eso de lo que no puedo prescindir y que no solo tiene que ver con una anécdota o con la construcción de personajes. Pienso en todos los elementos que configuran esa historia que necesito contar; hay un trabajo que no me interesa tanto que sea técnico, pero sí un trabajo donde lo emocional y la realidad psíquica están profundamente conectadas. Desde ese punto de vista me interesa que ningún cuento sea parecido a otro. Tiene que haber un aire de familia porque todos esos cuentos salen de un mismo lugar o de un mismo imaginario, el mío; pero, por otro lado, si nos atenemos a esta imagen donde tomo la sustancia… Eso no pasa a otras historias. Hay temas constantes que me interesan, obsesiones, que así podría yo verlas. Pero lo que a mí me apasiona del cuento como género es que me permite abrir cada vez una ventana distinta con cada historia y con los elementos con que yo escojo trabajar.

Cuentistas que me interesan has mencionado varios. Me gusta mucho cómo afrontan su trabajo tanto Neuman como Eloy Tizón, pero también algunas otras autoras. Pienso por ejemplo en Claire Keegan, esta escritora irlandesa que trabaja sus historias de manera escalofriante en ámbitos de falsa normalidad, donde todo es aparente, donde todo el tiempo tienes la sensación de que algo va a saltar por los aires, todo lo que estás viendo… Es una autora que logra una tensión increíble en sus historias. Luego me gusta mucho también la mirada poética desde el mito de Mónica Ojeda: me he sentido muy cómoda con sus historias, que son deslumbrantes y que están, al mismo tiempo, en el ADN de las culturas originarias de un continente; es algo que me toca mucho. Ella va generando una especie de mitología personal. Esas son algunas voces en el cuento, pero la verdad es que soy una lectora de poetas: en los dispositivos de la poesía, más bien en la poesía como dispositivo, encuentro muchas veces una verdad que se puede trasladar al cuento. En la poesía encuentro esta mirada que busca sintetizar lo que está en el mundo, y en esa síntesis está la entretela del cuento. Esa mirada de los poetas coincide con la del cuentista: estamos buscando lo esencial; de pronto, también, llegando a epifanías con todas las características que distinguen estos géneros. Yo me siento más cercana de poetas como Mary Oliver, más recientemente de Louise Glück, Sharon Olds, Coral Bracho… Hace poco encontré un verso de ella y solo ese verso me dijo lo que yo había querido hacer en una novela. Un verso de ella me revelaba toda su química sanguínea. Me hallo muy bien leyendo poetas, con unas afinidades literarias muy precisas.


El primer cuento de La memoria donde ardía abre un ciclo, un camino tan limpio como una profecía. El primer cuento es un oráculo que desatraganta las palabras sin prometer una interpretación final, pero prometiendo una visión.

Ahí se contiene todo. La soledad. El aullido de un perro que se hunde en la arena, la blanca mole de recuerdos cristalizados. (S.V.)

«Pertenencias» da cuenta, por ser el inicio, de una pincelada fina en tu escritura, de un foco cotidiano, maternal y delicadamente poético.

El sonido del viento, sus astillas, el anciano que acaba por regir cada acto de nuestra vida. El corazón sin su avidez. El acero puro del desamparo. (S.V.)

Como si la «voraz memoria de los objetos» comenzara allá donde cesa la romantización de la muerte o la redondez del vientre. La vieja pecera de las ausencias. En este cuento dos individuos, una viuda y un hombre de pasado borroso, intercambian, en un insólito pacto de utilería, los enseres de sus casas.

Pablo me llamó para preguntar acerca de ese aviso en una revista de Compro y Vendo: «Cambio todos los muebles, enseres y accesorios de mi casa por otros». (S.V.)


Las razones de este acuerdo se las dejamos al lector. Ahora me interesa preguntarte: ¿cómo te planteas la construcción de un texto donde la historia se da en los intersticios, en las omisiones, en los ademanes que la experiencia les hace portar a los personajes?

Justamente creo que eso es… Eso nunca se lo preguntan a un poeta. ¿Cómo haces tú una elipsis que deja fuera casi todo del mundo y nos puedes transmitir la visión de algo esencial? Eso es algo que me gustaría pensar que puedo hacer con un cuento: dejar todo eso fuera sin necesidad de explicación. En este cuento nunca decimos por qué Pablo quiere cambiar sus cosas; él no dice nada sobre su pérdida, sobre lo que ya no está, sobre por qué ya no es necesaria una cuna o unos juguetes. Y de ella también sabemos muy pocas cosas. Lo que yo quería es que estuviera allí el corazón expuesto de estos personajes. Allí, en esa exposición, había información que a mí me parecía absolutamente innecesaria. Pasa lo mismo en «Vía Láctea», donde no sabemos de dónde ha venido esta mujer, qué está haciendo sola, por qué le sale leche de los pezones si no tiene un niño cargando. Quedan esas preguntas, pero la magia que a mí me interesa en esas historias es que el lector tampoco necesite esa información. Así como yo no la necesité para crearlas, quiero que el lector sienta que no le falta nada para comprender y sentir, para apropiarse de ellas. La elipsis es uno de los mecanismos que más se estudia en los cuentos. Andrés Neuman tiene una reflexión al respecto sobre el cuento breve y el cuento corto: cuando involuntariamente para el autor el cuento se queda corto no es algo deseable porque deja al lector anhelando conocer más, sintiendo que algo falló en esa historia; un cuento que apuesta por la brevedad es un cuento que sabe justo dónde y cómo dosificar la información. Más que trabajar con información me gusta pensar que trabajo con el hueso, con el tuétano de las situaciones, las circunstancias en que están colocados los personajes.


Visito, tras esta entrevista, La máquina de Magritte, en el Museo Thyssen-Bornemisza. Desde un principio me interesó, no solo porque Socorro me la hubiera recomendado antes, sino porque Magritte había pendido de un hilo sisal en mi cabeza mucho tiempo. Quiero decir con esto que, de algún modo, ya me estaba prestando a admirarlo: la famosa pipa, los hombres con bombín, los títulos (casi) ininterpretables de acuerdo a la imagen…

Tentativa de lo imposible (1928) es uno de los primeros cuadros que veo. Lo proceso, después me siento en el suelo de la sala. Hace frío. Me levanto y camino hasta el cuadro. Lo examino cada vez más próximo. Acerco el oído hasta él: quiero sentir la vibración de los colores, la melodía de las formas; quiero, y solo entonces me doy cuenta, escuchar la escritura sobre la pared, pero sé que la pared se ha vaciado y el MENE, MENE, TEKEL, UPARSIN permanece únicamente en mí. En mi imaginación. ¿O acaso alcanzo a oírlo? No, no puede ser. Pero es: un oscuro mensaje nos trasciende a mí, a mi cuerpo y a los guardias de seguridad que me han asido de los hombros y me llevan a rastras hasta la salita contigua a la exposición. Como se pueden imaginar, nada de esto sucedió así; en este tipo de situaciones los guardias suelen gritar un «¿Se puede saber qué hace?», aún manteniendo un mínimo de cortesía en unas cabezas que claman «¡Locura! Otra vez el colgado de turno». Colgado, el XII.

Quiero seguir buscando aunque no consiga crear un sentido único, un sendero que me guíe hasta la verdad, el último cuadro. La alta sociedad (1965 o 1966) no logra mantenerme quieto tanto tiempo como El arte de la conversación IV (1950), Rostro del genio (1926) o La bella cautiva (1931).

Sin meditarlo, ocurre. Hay algo dentro de mí que se ha vaciado. Y el resto es una cascada. Ahora

lo sé.

«La memoria donde ardía», una historia en que una mujer evoca varios recuerdos tras contemplar a un tragafuegos, me sugiere muchas cosas. Que el sujeto es un desposeído, una antorcha que se prende de memorias, llamaradas que desprenden los objetos.

¿Estaremos hechos más de lo que olvidamos que de aquello que recordamos? Me llevé los dedos a los labios. (S.V.)

Ser persona es una disolución inexorable. Deshacerse en…

disculpas o en lágrimas. Yo me deshacía en memorias. (S.V.)


Si son los objetos los que desenredan la memoria, tal vez ellos sean sus portadores. Nosotros los receptáculos, los extraviados, la fuente del olvido. ¿Dirías que en tus cuentos los personajes se disuelven para repartirse en el lenguaje de algo otro?

Me parece una lectura muy interesante. Mi respuesta inmediata sería que sí, porque además es un libro en el que está, en mayor o menor medida en todas las historias, la cuestión de la memoria: no solo lo que elegimos recordar, sino quizá más precisamente lo que necesitamos en ella. Lo que necesitamos puede estar hecho de un polvo, una ceniza que se marcha en el aire. A ver si lo puedo explicar: la memoria también es aquello que decidimos enterrar, que no podemos tener allí presente mientras vivimos. Lo que sí necesitamos, esos recuerdos que verbalizamos, que podemos resistir, esos se convierten en nuestro día a día. Pero existen otros recuerdos que no podemos resistir que también son memoria. Y esos son el material de la escritura. Tal vez se trate de escribir eso para enterrarlo por fin, paradójico porque parecería que al escribir preservas. Yo pienso más en términos como de una especie de exorcismo: lo vamos a escribir y entonces ya nunca habrá ocurrido, ni existe ni existirá. Por eso me parece que es un concepto que se trata muy a la ligera, pero ¿quién sabe? Para mí es una dimensión absolutamente viva e impredecible. Tendemos a pensar que lo que constituye la memoria es algo fijo, que podemos recordar algo tal y como se vivió. Mi experiencia es que la memoria es algo que seguimos construyendo y perfeccionamos de acuerdo a lo que necesitamos recordar.

El punto de partida de «Los aposentos del aire» fue una anécdota. Siempre he estado segura de que, de niña, estuve en el hospital para ver a mi hermano, que estaba muy enfermo. Siempre recordé el hospital, cómo era, cómo fue ver a mi hermano y pasar a otras habitaciones con toda la curiosidad de una niña de diez años. Y hasta hace muy poco tiempo, hasta que escribí este cuento, después de publicarlo, hablé con mi madre y ella me dijo que eso nunca pasó. ¿Cómo explicar que en mi memoria eso está allí? Yo necesitaba eso por alguna razón. Creo que es algo que nos falta reconocer en la vida adulta: muchas cosas que decidimos recordar sobre la infancia, porque elegimos recordarlas en cierto modo, están ahí porque en nuestro ADN, en nuestro impulso vital, necesitábamos que se adhirieran a lo que consideramos memoria. No llamaría a eso un recuerdo inventado. Hay algo mucho más profundo que tiene que ver con la necesidad de estar vivos: por eso generamos y alimentamos esa memoria. Volvemos al pasado y a la infancia y sembramos allí esas memorias indispensables, por alguna razón, para nosotros.


Lo vinculas con la infancia. Cuando leí «La memoria donde ardía» lo que pensé es que si los recuerdos, de alguna manera, son la base de nuestra personalidad, pues actuamos porque sabemos que antes hemos actuado de tal y tal modo, porque sabemos que somos así, que nos pasó esto, si los recuerdos son tan nublosos, entonces dejamos de tener una agencia real. Pasamos de ser un sujeto agente a ser meras coincidencias en una red de sucesos. Simplemente existimos.

Es un interesante paralelismo. Sí, al final cuando hablamos de «Pertenencias» o «La memoria donde ardía» estamos hablando de seres que sobreviven. Y una condición para sobrevivir es reconstruir esa memoria. ¿Qué te ha significado el paso de estar vivo a convertirte en un sobreviviente? Ese paso necesita de una memoria activa. Se dan todos esos casos tan misteriosos de gente que puede bloquear recuerdos. Yo misma en algunos episodios tengo un bloqueo en ciertas fechas, años muy importantes… y sé por qué. Entiendo perfecto por qué es así. Nos podemos angustiar mucho queriendo cubrir todos los espacios en blanco, pero están en blanco por alguna razón. Pienso en términos de salud y enfermedad. Justo cada memoria tiene sus propios mecanismos de autorregulación. Eso es lo que a mí me parece literariamente tan atractivo y poético: cómo podemos ir tras esos recuerdos y cómo estos pueden estallar de pronto de la manera más inesperada. En «La memoria donde ardía» es el olor de la gasolina; ya en sí mismo me gustaba mucho la idea de la combustión, y esta mujer que se vuelve una llama viva, que en medio del día está en pleno fuego buscando los distintos sentidos de ese aroma que provoca y desencadena tantas cosas en ella.


No parece necesario aducir razones que justifiquen la locura para habitar nuestro territorio sombrío, el umbral de la memoria. Lo que mueve a los personajes de Socorro es quizá la propia inmovilidad espontánea de ser. Apenas entendidos aquí, quizá su lógica responda a la nostalgia, que no es el sentimiento producido por la falta del objeto deseado, sino la falta de deseo en sí. Esta conversación conmigo mismo puede ser calificada de psicotrópica. Pero a lo que quiero llegar es a que…

«El nadador infinito» es una muestra, quizá mi favorita en tanto que plantea incógnitas que quedan a la orilla opacada del lenguaje, de las imágenes tan pulidas que articulan la maternidad y el deseo vaciado en el libro. En dicho cuento una mujer embarazada se encierra en su habitación para ordenar los trozos de lienzo que le envía un antiguo amante.

Dos se gestaban en mí, el niño y la desconocida en que me convertía. … Vivía de incógnita en un cuerpo incierto. (S.V.)

Su obsesión por el cuadro crece así como crece el nadador en sus entrañas. El cuadro contiene un árbol.

Y no era cualquier árbol. Una ceiba nacida y crecida entre las aguas, con las ramas altas erguidas. Un árbol endémico y símbolo sagrado en la tierra de aquel amante del pasado. Una isla rodeada de un extraño océano negro. (S.V.)


Y tras unas pocas páginas ocurre la metamorfosis. La mujer que toma la figura pictórica de la ceiba en el océano durante el parto. No quiero formular una pregunta directa. Pero sí háblame de ese final de «olas, oscuras olas», de la ceiba y del nacimiento del nadador infinito. Háblame de todo eso.

Es un cuento que trabajé mucho, quizá de todo el libro el cuento del que tengo más versiones. No lograba encontrar el momento en que ella está finalmente pariendo. Y tenía muy claro que era un personaje completamente desconectado de su cuerpo, de la gestación, de la criatura a la que alojaba. Allí la gestación es considerada casi un acto parasitario: ella está invadida y mientras deja que ocurra lo que debe ocurrir, su corazón, su mente, su mundo emocional y psíquico están en otro lugar. Justo adonde decide ir es hacia el pasado, otra vez una provocación de la memoria, lo que esta puede traer como una bomba de tiempo: tic, tac… Y ella no puede percibir ese sonido, esa especie de alerta hasta que todo se desencadena. Me gustaba mucho encontrar esos paralelismos orgánicos con un árbol, con lo imposible de una ceiba en medio del mar y lo imposible para ella de dar a luz, una especie de espejeo con una ceiba, que además es un árbol sagrado. Como la propia maternidad, considerada en muchos lugares algo sagrado, algo que la mujer no puede nunca poner en duda, deshacerse de ese mandato social de convertirse en madre porque la penalización por salirte de él es la infelicidad eterna: no vas a estar completa, no vas a ser feliz, no vas a estar realizada… Todo lo que eso implicaba. Que tampoco yo quería hacer un discurso en términos políticos y sociales, pero es un subtexto. Este mar es una corriente subterránea que subyace a la historia, como para ella esa maternidad imposible de asumir. Como un árbol que está creciendo allí en medio del agua. Era un binomio importante.

De una manera muy discreta, el bebé también va cobrando su presencia cuando se va haciendo más difícil para ella moverse. A pesar de ella misma tiene que poner atención en su cuerpo; no le gusta lo que está ocurriendo pero se ve forzada a mirarse, a mirar lo que está pasando. Es casi como si pudiera aplazar esa llegada, y se dedica a reconstruir esa especie de rompecabezas con los trozos de lienzo que le manda un antiguo amante. Es un personaje que está en fuga, totalmente en fuga de su vida presente; decide irse a una suerte de dimensión paralela donde comprende que, por raro que parezca, algo en su cuerpo está madurando, ha continuado la gestación. Pero la gestación de ella como madre se detuvo en algún punto o simplemente ni siquiera comenzó. Una mujer que no está acabada para recibir a ese bebé y comenzar una vida conociendo a esa criatura, ella está apenas reconociéndose en esa historia de amor que vino del pasado, del mar con esas aguas oscuras que pueden ser también tenebrosas. Eso me interesaba mostrar. ¡Qué extraña puede ser también esa nueva vida para una mujer aun cuando sabe lo que le ocurre y el marido le recuerda lo que están esperando, lo que ella está alimentando! Ella está fuera de esa historia, que le pasa y no le pasa. La psique de este personaje actuaba como si con esos actos pudiera conjurar la gestación. El cuento irá hacia el final con una extraña preocupación de ella porque no sabía si esas aguas estaban contaminadas… Es un guiño, en ningún momento le había preocupado su bienestar o el de la criatura, y allí le surge esa curiosidad: lo pregunta y, de pronto, el alumbramiento, la certeza de que sabe lo que ocurre pero que ni acepta ni ama.

Lo que aquí está de relieve es que para muchas mujeres, y esto es algo que quizá se olvida, la experiencia humana de la maternidad no es amorosa, no se da desde el amor ni la automática comprensión. Eso hay que escucharlo y, de una vez por todas, bajar del pedestal a las madres del mundo solo porque tienen capacidad reproductiva. Lo que yo he encontrado es que hay incluso escritores que subestiman esa experiencia como si no hubiera nada interesante para contar; yo creo que nadie puede perderse leer acerca del tema desde el punto de vista de las autoras, que ya no necesitan intermediación de un escritor que venga a contar lo que ellas sienten o dicen. Que las mujeres puedan contar con su propia voz acerca de esta experiencia humana complejísima es algo que de verdad puede ser apasionante: todas las aristas, todos los mandatos pueden volar en mil pedazos cuando una mujer se atreve a vivir esa experiencia con autenticidad.


… a que un lenguaje confinado en la lógica clara no conduce a la revelación, de darse esta, a que no niego la existencia de una dimensión B, C o desligada de A que constituya la pulsión de la mujer que sin amamantar a un niño produce leche, a que la dimensión no explicable escapa la gravidez del mundo, o del mundo como lo conocemos. Piensen en Pedro Páramo: quienes aguantaron el fuego de Comala ahora son éter, y los fantasmas no responden al logos ni a la tierra. Los locos de La memoria donde ardía, como la mujer que he mencionado, obtienen un extraño placer del devenir y su contingencia. Miren el hombre de «La gestación» y su influencia de Onetti. ¿No es acaso la realización del sueño?

Nos deslizamos hacia «Anagnórisis», según la RAE el «reencuentro y reconocimiento de dos personajes a los que el tiempo y las circunstancias han separado». Una relación de pareja que cambia, como epifanía, después de que Mara revisionase, esta vez al completo, una película iraní cuyo final había visto anteriormente con Vincent. Una película de guerra, donde los niños aún no mutilados perdieron el miedo.

Cómo es un niño sin miedo. (S.V.)

Donde los niños rastrean minas.

Niños que se hablaban de tú con la muerte. (S.V.)


En la película la madre niña cuida del pequeño. También hay un mayor, que le dice: «Mientras no ames a tu hijo, no podrás dormir». Descubrimos que el pequeño es fruto de una violación. Nació ciego, inválido. Pero esto no lo sabían ni Mara ni Vincent.

Mara formuló aquella pregunta: ¿por qué no quiere al niño? Vincent pensó un poco y dijo que, sin importar la razón, era objetivamente mejor que ese ciego muriera. Que si la niña lo mataba estaría cometiendo un acto de amor al liberarlo de una existencia miserable. (S.V.)

Ella no está de acuerdo. Rompen. Y tiempo después ella lo llama para contarle por qué la madre niña quería matar a su hijo. «Estaba en tinieblas». No era la única. Al fin viene la revelación nunca dicha, una revelación sobre «las preguntas que nunca supieron hacerse, pero que ciertamente nada tenían que ver con el amor». Y ella se reconoce. Anagnórisis. De nuevo evitaré la pregunta directa. Háblame de esa conversación entre Mara y Vincent, de su relación y de los versos de Tomás Segovia que abren el cuento:

El oscuro mensaje que se ha de transmitir

no nos fue dicho nunca

mas hay que repetirlo sin cambiar una sílaba.

Ahí tienes otro de mis poetas de cabecera. En ese misterio quise que se moviera esa historia: no la necesidad de aclarar nada, sino la de prolongar el misterio de sus versos y lo que significa anagnórisis. Cuando hablamos de anagnórisis hablamos de un personaje que reconoce a otro; ese reconocimiento va indicando el desenlace de la historia. En este cuento es así como Mara no ha logrado del todo cerrar la historia con Vincent: se da cuenta de eso, se reconoce, lo reconoce a él, reconoce su propia historia a través de la revelación con esa película. Lo curioso es que en el momento en que tuvieron esa conversación, cuando todavía estaban juntos, si ahí ella hubiera sabido por qué esa niña no quería a su propio hijo, tal vez las cosas hubieran sido distintas. Es como algo que le faltó, una pieza perdida en el rompecabezas de esa relación. Tal vez tampoco hubiera cambiado nada saberlo, quizá es algo que ella había decidido creer, que había ese misterio, esa pieza que no estaba. Y cuando conoce ya la trama completa de la película, de alguna forma le dice cómo o por qué en su relación ella estaba inmersa en una vida común de pareja sin esperanza; eso ya no era viable, ahí ya no había nada. Y eso a menudo nos pasa: llega la certeza como una epifanía, un reconocimiento, por eso la figura de la anagnórisis. Es algo que terminas reconociendo y que no sabes por qué vías misteriosas puede llegar: te habla una imagen que ves en la calle, te habla un texto que encuentras… Y ahí está cifrada tu verdad, no siempre podemos reconocerlo. Justo eso es lo que le pasa a este personaje: cómo de una manera totalmente imprevista en un espacio de autobús, viendo la película, esa película le trajo tantas remembranzas, porque lo que invocó fue el principio del fin. Ella de lo que se dio cuenta en el momento en que conversó con Vincent es que ya no tenían un futuro juntos, pero qué pasó y cómo pasó y qué había detrás de esa película completa, eso es el círculo que logra ella cerrar mientras viaja.

También me parece interesante que estuviera en movimiento. Ese movimiento en el autobús donde no es ella la que se mueve, sino que es llevada, trasladada… Es un poco como nosotros somos pasajeros de nuestras propias emociones y cómo llegamos a lugares a los que quizá no querríamos nunca haber llegado. En Mara la relación está allí, rota, y no hay manera de continuar, pero queda la necesidad (y ese es el sentido que más me interesaba de la historia) de colocar esa pieza que faltaba para darle vuelta a la página, si eso es posible.

Magritte practicaba el dépaysement precisamente para hacer que el objeto cobrara vida frente al espectador. Si el objeto cobra vida o resulta ontológicamente separado de su contexto habitual, se hace protagonista. Dicho protagonismo se da a través de la inversión fondo-forma (paralela a la inversión contexto-decontexto) y puede compararse a la megalomanía. Algo es grande cuando lo demás es pequeño. Lo mismo con el objeto y su normalidad-rareza. El propio Magritte solía llevar un bombín que ahora nos parece tan curioso pero que antaño, en Bélgica, era vulgar. Magritte quería ser/aparentar vulgaridad, quería ser mimético, porque la mímesis es una reproducción del objeto en contexto, y por tanto una copia del «original». No destaca.

Lo que quería decir, si es que quería decirlo, es que la ocultación de la que habla Tomás Segovia y la revelación que menciona mi entrevistada no pueden darse en contexto, no en el contexto en el que las cosas suceden con anodina regularidad. La revelación es megalómana y no está en el objeto, sino en el cuerpo, aguardando la excitación improvisada que revuelva la psique. Necesita un pequeño cambio, por mínimo que sea, en el devenir del contexto de la persona. El objeto cobra así significado en el decontexto. Se «revela». ¿Y si entonces somos solo un cuadro vacío aguardando lo real?

El mensaje se trasmite en el silencio.

En una conversación con Carmen Morán Breña para El País ella decía de tu escritura que «al lado de los que ya moran bajo nuestros pies sitúa a los que apenas acaban de nacer y los deja compartiendo la misma niebla que no acaba de despejarse, apenas deshilachada, al final del cuento». Esa niebla es más, en palabras de Carmen, «el estado de ánimo que dejan las cicatrices» que el «aullido puro». A lo largo de tu desarrollo como autora, ¿cómo ha evolucionado esta temática?

Bueno, es algo que he trabajado mucho, que me ha interesado decir cuando hablo de La memoria donde ardía. En mis textos yo puedo retomar experiencias mías, experiencias personales, experiencias catastróficas que para bien o para mal me ha tocado vivir. Creo que la mejor forma de trabajarlas (primero que no puedo dejar de escribir sobre eso porque cada autor encuentra sus puntos cardinales y sus obsesiones, y estos son los míos), tras la necesidad de contar sobre ellas, es a partir de una cicatriz, de una experiencia que ha cicatrizado, y no de una experiencia de vida expuesta. Eso es importante porque desde el dolor y la inmediatez no puede haber escritura. Pienso que lo que saldría sería prácticamente el aullido, pero todavía no lo que yo llamo la sintaxis del dolor. Llega el momento en que ya puedes organizar, contar y hurgar en esa memoria de lo necesario, que es este concepto de… no de lo que pensamos románticamente que ocurrió, sino lo que necesitamos para seguir viviendo, la memoria. Con estos materiales orgánicos, emocionales, trabajo una vez que es posible una sintaxis.

Eso ha sido una constante en mi escritura hasta que hace poco encontré un diario que escribí muy cerca de la experiencia inmediata de la pérdida. Ese diario fue para mí un descubrimiento porque, para empezar, no recordaba haberlo escrito. Tenía un bloqueo de los que hemos hablado. No encontré el cuaderno original; lo que encontré fue el manuscrito. Quiere decir que en algún momento, en el curso de veinte años, yo tomé ese diario y lo trasladé, lo capturé: transcribí las páginas. Quiere decir que en algún momento pensé que podía hacer un texto literario con eso. Y quiere decir, por el tiempo que estuvo guardado, que no pude al final, que seguía la herida expuesta, que seguían abiertos los conductos del dolor. Es la primera vez que tengo un texto tan cercano al epicentro de la pérdida. Se lo presté al editor de Páginas de Espuma, lo leyó, lo revisó y le pareció publicable: ese es el nuevo libro que voy a publicar, Ceniza roja, que ya evoca en el título estos sentidos contradictorios. Por un lado la ceniza de una vida pasada, lo que ha quedado, residuos, vestigios; por otro lado, que sea roja significa que ahí sigue habiendo vida, que hay algo todavía muy vivo en esa memoria que arde. Para mí es una incógnita cómo puede ser leído un texto así, un texto que se escribió sin dejar que la herida cicatrizara. No hubo tiempo ni espacio para eso. Y esa escritura me parece también misteriosa porque viene desde una hondura… Se nota también: los textos son muy breves. Claro, no hay un espacio psíquico que permita contar una historia. Es un libro anfibio desde un punto de vista emocional, cercano a la poesía, a decir lo esencial; y busca, de alguna manera, afianzarse en la vida, afirmarse. Eso ha sido interesante, llegar a un libro como este, un camino circular con los distintos libros que he publicado, el epicentro de la espiral que va a ser Ceniza roja.

Leerlo va a ser una profanación.

Tendrá mucho de eso.


Otra entrevista. Esta vez con Luis Alemany respecto a la publicación de Vindictas: Cuentistas latinoamericanas (Páginas de Espuma, 2020 en conjunto con la UNAM), que recupera textos olvidados escritos por mujeres. Olvidados por, precisamente, haber sido escritos por mujeres. Las listaré a todas al final de la entrevista. A Luis le dijiste lo siguiente:

«No leemos para desagraviar, pero tampoco queremos encerrar a las mujeres en un gueto. En las antologías de siempre había veinte hombres y dos autoras incluidas como para cumplir, para que no rompan las esculturas en la calle. No. Si las leemos es por su obra. Su obra se defiende sola».

Y sin embargo parece que su obra necesitara una mano del futuro para rescatarlas. Es curioso: para «descolonizar la mirada», como decías en una entrevista con Carmen Peire para Infolibre, para posibilitar que la obra de estas cuentistas se defienda sola, necesitamos que alguien intervenga en la memoria. Tengo entendido que Jorge Volpi, Juan Casamayor y tú misma fuisteis los motores de esta recuperación. Cuéntame un poco sobre este proceso, la compleja tesitura de traer de vuelta textos de mujeres y no caer en la misma discriminación condescendiente del canon, es decir, no segregarlas por género del resto de autores hombres que sí gozaron de prestigio.

El origen de Vindictas es justamente esta indignación de encontrar lo evidente hace mucho tiempo. Esta especie de gueto que menciono al que han sido confinadas las escritoras es algo que podemos ver en el movimiento del boom latinoamericano, por ejemplo, donde no hubo una sola escritora en una época en la que ya estaban escribiendo, publicando y siendo reconocidas Elena Garro, antes María Luisa Bombal, en Brasil Clarice Lispector… La verdad es que una se pregunta cómo puede algo tan evidente mantenerse dentro de los parámetros de la normalidad. Sí, bueno, mala suerte, no les tocó; no fueron leídas. Parece que eso está bien solo porque así ha sido. Justo quisimos ir en sentido contrario de esos pensamientos que normalizan la ausencia de escritoras y nació, en la UNAM, el proyecto Vindictas con una colección de novela: «novela de la memoria». Precisé, añadí memoria porque hay textos híbridos, raros, que vale mucho la pena publicar, como el Diario del dolor, de María Luisa Puga, y otros que todavía estamos por editar. Nos parecía indispensable que fueran mejor conocidos; es un trabajo un poco a contracorriente porque el sistema literario ha logrado que en el imaginario de las lectoras y los lectores quede fija ya la idea de que si no se publica más a escritoras es porque no tienen una calidad equiparable a la de sus colegas escritores. No las publican por eso, o las publican y no las leen por eso; se acaba justificando que no haya rescates porque no merecía la pena su trabajo.

El trabajo ha sido mucho eso, una labor de difusión, de invitar a los lectores para que, por su cuenta, vayan y las lean. Para que decidan si están ante una obra literaria de calidad por sí mismos. Los prescriptores no han recomendado a tantas autoras como a autores. No podemos esperar que salga agua de las piedras. Esta idea tan acendrada, divulgada, la vemos materializada en antologías donde prácticamente se incluía a autoras en una especie de apartado donde se les ponía además el calificativo de «escritoras feministas». Eran como concesiones, de bueno, vamos a permitir que en nuestro libro precioso de grandes escritores se cuelen algunas autoras feministas. La razón allí no es la calidad de su obra.

Después de esta colección de novela Jorge Volpi le propuso a Juan Casamayor que se hiciera una antología de cuentistas, que siguiéramos la misma metodología de Vindictas con cuentistas latinoamericanas. El proyecto le gustó mucho a Juan y decidimos trabajarlo juntos todo un año; el año de la pandemia estuvimos leyendo cuentos en una especie de Decamerón, un espacio de intercambio, cada uno, de los cuentos que había conseguido. Definimos los criterios que eran importantes para un libro como este, un libro que nunca quisimos que se considerara una antología porque no es un libro que esté siendo exhaustivo: no están todas las que deberían estar. Hay que llevar esta provocación a los lectores: aquí hay una parte, hay solo veinte cuentistas, pero lo que está debajo de este libro, de la punta del iceberg, es un continente ignorado por completo. La mitad de la humanidad ha sido ignorada porque no ha sido suficientemente leída. Y junto con todo esto, hemos buscado mucho que se sepa que las razones por las que estamos publicando cada cuentista es justo por la calidad de su trabajo: se jugaron la vida para escribir, y lo que sorprende mucho es que no eran autoras secretas que se escondían para que nadie supiera que escribían; muchas hicieron posgrados en Europa, dieron clases, escribieron artículos, dirigieron editoriales. Y fueron sistemáticamente borradas del mapa. Muchas de ellas publicaron libros gracias a que sus amigos o familiares reunieron dinero y las publicaron. Pero incluso en la edición de sus libros vemos el enorme desdén con que eran trabajados sus textos. Una novela como La única, de Guadalupe Marín, trae una cantidad de inconsistencias, de errores gramaticales donde se ve que no hubo un editor, un cuidado editorial. El trabajo que merecían alrededor de sus obras es otra forma de reivindicarlas ahora.


Por último, ¿quién es Socorro Venegas?

Bueno, diría que soy una mujer de libros y que no concibo ya mi vida fuera de las páginas. Me he dedicado tanto a leerlos como a escribirlos y editarlos. Y algo que también tiene una magia especial: me he dedicado a compartir lecturas en comunidades, proyectos de fomento a la lectura… Me gusta haber podido estar en los distintos circuitos librescos, y ahora por mi trabajo en la UNAM tengo a mi cargo librerías. Me faltaba conocer ese eslabón, todo lo que tiene que ver con los libros, con mis compañeros, con gestores, con comunicadores… Me apasiona.

Yo tampoco sé qué hacer para guardar

(E.M.S.) lo que soñaba y no quería.

Conversatorio imaginario con Ernesto Mejía Sánchez, enero de 2022.

VINDICTAS: CUENTISTAS LATINOAMERICANAS


Vindicar

Del lat. vindicare.

1. tr. Vengar.

2. tr. Defender, especialmente por escrito, a quien se halla injuriado, calumniado o injustamente notado.

3. tr. Dicho de una persona: Recuperar lo que le pertenece.

María Luisa Puga (México), Mimí Díaz Lozano (Honduras), Mirta Yáñez (Cuba), Gilda Holst (Ecuador), Marvel Moreno (Colombia), Armonía Somers (Uruguay), Mercedes Gordillo (Nicaragua), María Luisa Elío (España), Hilma Contreras (Repúbica Dominicana), Susy Delgado (Paraguay), Silda Cordoliani (Venezuela), Rosario Ferré (Puerto Rico), Pilar Dughi (Perú), Magda Zavala (Costa Rica), Ivonne Recinos (Guatemala), Marta Brunet (Chile), Bertalicia Peralta (Panamá), María Luisa de Luján Campos (Argentina), Mercedes Durand (El Salvador), María Virginia Estenssoro (Bolivia).

Pertenecer

Del lat. Pertinere.

1. intr. Dicho de una cosa: Tocarle a alguien o ser propia de él, o serle debida.

2. intr. Dicho de una cosa: Ser del cargo, ministerio u obligación de alguien.

3. intr. Dicho de una cosa: Referirse o hacer relación a otra, o ser parte integrante de ella.


Parte de mí.

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María Fernanda Ampuero