La dificultad
Antes pensaba que el mayor enemigo de la persona es la idea de dios —tan castrante— pero qué equivocado estaba, qué hundido en ese planteamiento, qué tan lejos sobrevivía sin conocer a un enemigo más capaz, más eficiente, ser de mayor soberbia. Repta, me congestiona cientos de horas de sacrificio, me prueba día tras día pidiéndolo todo a cambio sin torcer ninguna respiración.
No puedo nombrarla porque no tiene nombre.
Tampoco merece la letra y la sangre que nomina.
¿Existe, acaso? Existe.
Porque la siento aplacada en la parte de atrás de la cabeza como un rubor vivo, destructor, porque no me deja, no me suelta, no abandona la casa ni los brazos; como una larga madre de sombra, existe adentro. Por eso existe. Fuera del alcance de las manos, penumbra; lejos de ellas, oscuridad. La presencia no ha facilitado nada estos últimos meses: lo ha complicado todo.
Esta no es una confesión ni un llamado de auxilio. Es el grito del esclavo que se sabe esclavo y que sobre todas las cosas desea salir del agujero y liberarse para continuar con el grito. No soy el único. He conocido otros como yo, que devanean tumultos y horas, luchando para lograr una existencia natural y simple aunque solo podamos pertenecer a la inútil clase de la supervivencia. No he conocido a millones de otros que viven esta crepitación pero sé que están ahí como hermanos.
«Más allá, todo; aquí no hay nada (aunque parezca que sí hay)». Eso dice la presencia con una voz de nombre conocido. Ha pasado tres horas envenenando el mismo discurso.
No debería seguir escribiendo porque no sé qué medidas pueda tomar contra mí, cómo se vengará. Cuál es el siguiente paso, no importa. Parte del juego de crear es dejar de lado cualquier consecuencia y seguir adelante a pesar de todo. Aunque está conmigo, porque siento la presencia, estas palabras logran tomarla del cuello y apretujarla y callarla unos minutos. Palabras que le dicen: «No más», «él necesita la paz de la lectura, el caudal literario que sí merece el tiempo que le toca», «suéltalo, que nosotras le cuidaremos».
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Mentira.
Las palabras no pueden cuidarme, nada es suficiente para ellas.
Exigen.
Aman las palabras en su desvarío, como nadie nunca antes, pidiéndolo todo a cambio sin torcer ninguna respiración.
Son, de cierta manera, hermanas, amigas y enemigas de la presencia que me acosa.
Lograr Suelo quemado, este, el cuarto número de Casapaís, algo que hace un año me habría parecido imposible, ha sido, adentro, una lucha y un estremecimiento. La presencia se ha interpuesto cada día, ha hecho lo posible por destruirme, me ciega los lunes para encerrarme el resto de la semana sin movimiento alguno, pero las palabras ayudan y logran recuperar las sensaciones, su exigencia es vida; salgo del limbo y la tierra vuelve a crecer y la realidad le da paso a la naturaleza: la verdad que merecemos; de esa tregua han salido lecturas, bellezas encontradas, ideas que han convertido este número en uno de simbologías complejas y vasos comunicantes, sincronías que se extienden hasta donde los ojos no llegan, donde solo entra la razón imaginada, aquella que delira para ver porque sabe que ver lo invisible es el mejor vislumbramiento.
Si la presencia está —porque por ahora es definitivo que esté— hay algo detrás de la cabeza —donde ella misma vive— una sensación verde que me impide abandonar la revista, por más difícil que sea atravesar el ciclo. Guido encontró el título. Originalmente era otro, pero cuando encontró «Suelo quemado», inmediatamente supe que no había otro posible, que habíamos llegado al punto de inflexión de nuestro proceso creativo —su nominación (uno de nuestros momentos de más felicidad)— porque en ese segundo mi suelo estaba calcinado —no solo lo sentía arder sino que era en sí mismo un fuego funcional y hermético— y que, al recuperar la alegría de estar vivo, la revista había logrado salvarme durante una hora más, en lo posible. Suelo quemado representa el resultado íntimo de una cabeza atravesada por una sombra, flotando sin ahogarse en su inminencia, en un mar de sensibilidad pura (cada una de las palabras que componen este número, en sus complejidades narrativas y poéticas) y el alivio de recobrar la respiración ante la literatura que hemos logrado y conseguido para la comunidad.
Aún no hemos encontrado un nombre para el ser que aparece en la cubierta de este número. Latinoamericano y europeo, protege a Casapaís de la presencia. ¿Necesita un nombre, acaso? No lo sé. Pero lo merece. ¿Dios? ¿Quimera, entonces? Me mira y me sé salvado, como una vela llamarada soltando naves en el fondo de un verano invisible, como este, que abrimos ahora hacia la razón que solo sabe imaginar.