El espejo

Thomas Park

Florencia quería que le bebiera el ojo de agua. A los doce años le gustaba el sexo tanto como a mí, pero todavía no era capaz de pronunciarlo sin que le temblara la voz, sin que la sombra de antiguas prohibiciones y etiquetas le asaltara el pensamiento. Por eso se había adiestrado frente al espejo, para que cuando yo la viera discurrir entre los hombres como un viento nuevo entre las cordilleras apreciara su belleza huidiza. Florencia me quería como una hermana. Habíamos crecido juntas desde bien pequeñas cuando su padre se la trajo de Argentina. 

Florencia era esbelta, callada, con el pelo ahuecado siempre por las trenzas. Le gustaba el sexo. Me di cuenta aquel verano que juntas aprendimos a nadar en la piscina municipal. Ella estaba triste porque le daba vergüenza la ropa de baño que le prestaron a la entrada (¿quién va a clases de natación y olvida el bañador? Solo las tontas), y anduvo cabizbaja todo el pasillo de recreo que unía los vestuarios hasta que el calor del vaho y el griterío de las duchas le quemó las orejas y me dijo: hazme una coleta fuerte. El gorro de neopreno le apretaba las sienes hasta dejarle surcos brillantes. Pareces, dije sonriendo, una sirena de otro mundo, te camuflas en el estiramiento como una espía acuática, ¿qué buscas en este planeta? Y muy pronto supe que Florencia buscaba el agua desde que la separaron de sus lagos glaciales. De su país de origen solo recordaba la geografía húmeda, el mar, los ríos, el cachón que reventaba cada invierno atrás de la montaña. Nadie le preguntó nunca si era extranjera, a las niñas tan bonitas nunca les preguntan esas cosas. A las niñas feas, sin embargo, todo el mundo les cuenta cosas intrascendentes y no esperan respuesta, porque las niñas feas sabemos escuchar. Por eso solo yo conocía el secreto de mi amiga y sonreía cuando se le escapaba un «acá» o un «sos» aprendido. Sos una loca, estoy ridícula con esto en la cabeza. 

Florencia, Flor, Florito. Así me gusta llamarla cuando en el bordillo apoya su cuerpo en el mío y me obliga a saltar. Las clases son tediosas, circulares, monolíticas. Entrenamos para que las piernas no se llenen de renacuajos blancos, para que la piel de naranja de mamá y sus estrías sean solo un defecto estético y no hereditario (como muchas veces me ha insinuado ella). Hacemos un total de setenta largos en una hora, alternando con objetos de muy diversa índole y tamaño: tablas, pesas para las muñecas, cuerdas para las piernas, incluso tiramos del peso muerto de la otra veinticinco metros hasta escuchar el silbato. Pero lo que más le gustaba a Florencia era aguantar la respiración, dos minutos, tal vez tres, bajo el agua, contoneándose. «Me gusta cuando siento que voy ahogándome, cuando ya no puedo más», me comentó un día. Eso la ponía cachonda, igual que subir la escalera tambaleante y oxidada justo detrás de mí para pellizcarme el culo y meter la nariz en la licra rosa. Nunca me lo dijo, pero yo lo sabía, como se empiezan a saber todos los secretos a esta edad. El cuerpo se enferma, el cuerpo adolece de esa rica infamia llamada sexo. Digo sexo y la boca de Florencia se abre como el contorno de un pozo de rojeces y vello. Se abre para morder el bocadillo de fiambre y queso a la salida de las clases, junto al descampado de arcilla roja donde entrena el club de atletismo. Un día estábamos sentadas junto a la pileta esperando a su padre. Le contaba a Florencia que no sabía ponerme un tampón, que me dolía horrores ahí abajo y no quería que se supiera que todavía era virgen. Te duele porque estás nerviosa, es eso, decía, tienes que respirar profundo y cerrar los ojos, como cuando te dan un pinchazo. Pero acá. No, me duele como si fueran a romperme desde fuera. Y tengo miedo de hacerme sangre. Si mamá se entera me mata. Ya estamos otra vez. Sos terca. Levantaba la voz mientras tragaba. No te va a pasar nada serio. Mira —y se tocó la vagina por encima de las mallas y las bragas, donde asomaba un leve terciopelo ensartando el algodón—, yo me lo metí hace dos horas y ni se ha movido.

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Qué segura estaba de que no me dolería. Me hacía feliz verla convencida de que seguiríamos siendo amigas cuando me abrieran un agujero. O cuando me separara la piel con mis propios dedos y buscara el placer entre la sangre. Florencia me contó que se hizo mujer estando en casa, que su mamá la acompañó al ginecólogo para ver que todo estaba en orden y hablaron sobre sexo sin eufemismos, sin decir «ahí abajo», «eso» o «precauciones». Que se había comprado un espejo de tocador para verse el clítoris y comprender sus colores, cómo este cambiaba con las estaciones y se volvía más mucoso ciertos días del mes. Si lo tocaba —me confesó— sentía cosquillas en el ombligo, como si tuviera un animalito haciéndole carantoñas dentro, babeándole los labios y otros pliegues cuyo nombre no había encontrado en el diccionario. Si hacía movimientos circulares se volvía granate intenso, si metía dos dedos y presionaba hacia arriba contra el hueso, el animalito se encelaba, escupía y le manchaba el espejo. A mí me llegó el período durante una audición de piano. Manché profusamente mi jean blanco y mamá llamó a toda la familia para dar a conocer la noticia. La abuela se encargó de contárselo a las vecinas, que ahora me sonreían con gusto y me tocaban el pelo. A veces me regalaban chucherías. Cuando Florencia se acostó con el chico que le gustaba —le sacaba unos cuantos años y pasaba a recogerla del instituto en coche— sintió una molestia efímera en sus partes, sangró la toalla que colocaron en la cama y se largó a su casa sin pena ni gloria, deseando mirarse por dentro en su espejo y saber qué había cambiado. Horas más tarde le vino la regla, así que no tuvo que mentir sobre la suciedad marrón oscura de su ropa interior en el lavadero. Ella usaba los tampones grandes y no las gasas enormes que me compró mi madre en la farmacia. Ma, por qué eso. Déjame a mí, eres demasiado chica. Odiaba que me dijera eso. La odiaba, simplemente, porque me recordaba con sus palabras de madre, no que fuese pequeña, joven, inexperta, idiota, insignificante, sino que era mujer bajo su techo y sus prohibiciones. Y aunque sangrara mis años profusamente, esa sangre le pertenecía. Ella me había sangrado primero. No quería que usara tampones porque eso era de niña sucia. Yo le gimoteaba replicando que mis compañeras de clase lo usaban para ir a la piscina, que Florencia nadaba con ellos y no le chorreaban las piernas, ni se le había infectado un ganglio por llevarlo más de dos horas seguidas. Pero mamá no me hizo caso, al contrario, me contaba historias de terror sobre niñas que tenían bultos redondos en la tripa y las axilas. Niñas que hacían cosas malas a espaldas de sus padres y luego iban a morir al bosque, donde una bruja les cosía el sexo con hilo negro entre dos piedras y ya no podían hacer sus necesidades. Niñas que criaban infecciones recurrentes porque las hormigas se les metían en su agujero abierto. Niñas que no hacían cosas de niñas ni de mujeres y como se avergonzaban mucho de ver su sangre en un trapo la escondían en rollos de algodón desechable. Y cuanto más se deleitaba ella persuadiéndome de los castigos del sexo, buscando ese término que la hiciera hablar sin decir nada, más fascinante lo encontraba yo, más apetecible se me presentaba en las mágicas narraciones de Florencia. ¿Y a qué sabe? ¿El qué? Ya dilo. Lo que tienen los hombres. Ah, eso. Se quedó pensativa unos minutos, mirando el agua gris de la pileta mientras chocaba sus rodillas. Supongo que depende de si tienes suerte y la pillaste recién limpia, entonces sabe rico y no puedes parar. Ahora, como esté de días prefiero comer las hojas esas que tu madre le echa al caldo. Lo otro es una changa, créeme. Y rompimos a reír, y se me metió el viento en la barriga de tanta risa, y quise con más intensidad a Florencia, aunque no la entendiera en absoluto y su lenguaje me manchara…

Margarita Rodríguez

Margarita Rodríguez Álvarez (Sevilla, España, 1997). Es graduada en Filología Hispánica y Filología Clásica por la Universidad de Sevilla. Ha estudiado también un máster en Estudios Lingüísticos, Literarios y Culturales. Investiga narrativa y poesía latinoamericana contemporánea. Su última aportación ha sido la comunicación «El sonido otro. Notas para una lectura interdisciplinar de la Trilogía de la pasión de Ariana Harwicz» en el VIII Congreso Internacional Música y Cultura Audiovisual MUCA (2022). 

https://twitter.com/marydaisy87
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