La fiebre volverá

El sol estaba próximo a desaparecer entre las nubes y las aguas rojizas. El hombre miró el último fulgor hasta que le ardieron los ojos, recordando sus días en el mar. Llevaba tres años viviendo en las islas orientales, fugitivo, aunque su cazador le había perdido el rastro; mas en el espejo todavía veía a un hombre buscado y con un dejo de melancolía. Ya de noche entró en su cabaña. Los ojos le seguían ardiendo, acaso heridos por el sol. Para la madrugada le ardía todo el cuerpo.

Tuvo visiones: barcos, puertos, ron. Se golpeó la cara tratando de despertar y se vio las manos manchadas de sangre. Al mirar de nuevo, ya arrojado a la vigilia, la sangre había desaparecido. «Es posible» pensó todavía en medio del sopor, «que mi pecado me encuentre aquí». La tórrida madrugada volvió a invitarlo al sueño, ahora sin imágenes.

La mañana lo recibió aletargado y bañado en sudor. Podía caminar sin sentir vértigo, pero los ojos seguían abrasados, aunque la fiebre parecía haber replegado su emboscada. Después de días y noches de visiones y ardor, el hombre tomó fuerzas para abandonar la cabaña, para adentrarse en la jungla y la espesura de los manglares. Su perseguidor lo había encontrado.

Su vigor estaba diezmado, pero el mar lo entrenó para ser fuerte. Caminaba en medio de la selva, escuchando el canto de los insectos, el siseo de los reptiles, y a lo lejos, el perpetuo rugido de un felino. Se guiaba por el sonido de las olas, tratando de no equivocar la presencia de los manglares, las murallas que, según escuchó en su primera juventud, siempre llevaban a alguna parte. Cerca del alba encontró un villorrio, y se desplomó entre jadeos con los ojos enrojecidos. Unas manos que sintió como garras lo levantaron, después un resoplido con olor a sangre se le derramó en la cara. Despertó sobre una hamaca, era más de mediodía.

Huellas en la tierra tras las suyas, otras, pronunciadas, casi feroces. El villorrio estaba desierto, arrasado por el viento del mar. Andando entre fantasmas tomó algunas frutas de los árboles cercanos antes de seguir su camino. Aún sentía el olor a sangre en el rostro, extendiéndose por el resto de su carne como un perfume abyecto.

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La llovizna cubrió la tarde, y la fiebre lo obligó a tumbarse al lado de un árbol. Con la respiración lenta y dolorosa, ya sin moverse, se vio obligado, con terror, a sufrir el flagelo de la memoria. Recordó un jaguar de la América continental. Volvió a ver sus garras y sus fauces enrojecidas. De nuevo escuchó los gritos, las caras muertas reflejadas en los ojos, en las pupilas rasgadas del animal que seguía rugiendo. El hombre contemplaba la escena, inmóvil, acobardado, mientras sostenía un fajo de billetes. Entonces, quizás atravesado por alguna piedad, alguna culpa que sabía inútil, disparó entre las rejas cuando el felino se relamía.

«Son rojos» dijo el sargento cuando le entregó el dinero. «Esta fiera los hará hablar», sentenció frente al felino llevado en una jaula rumbo al sótano. Después del disparo el hombre fue hecho prisionero y encerrado junto a los cuerpos desgarrados. Los ojos del jaguar, sin brillo, parecían tristes, hundidos en la muerte, en la sangre invocada por el disparo. El antiguo marinero soportó los suplicios y el hambre mientras una poderosa fiebre se apoderaba de él. Logró escapar después de treinta días, precipitado hacia la fronda oscurecida de la tarde. Entre visiones el jaguar le dijo: «Volverá, la fiebre volverá. Yo mismo volveré».

En las islas orientales no había fieras, apenas contrabandistas y algunos pueblos que aprendieron a vivir en el olvido. Pero de nuevo las huellas…Se irguió con paso renovado, de pronto las piernas se volvieron ágiles; las sentía livianas y recias. No llegó a sentirse tranquilo, pero pudo disfrutar el rocío de algún atisbo de sosiego. Caminó entre la lluvia, los manglares y el mar oscuro de la playa hasta llegar a un puerto. Se abrió paso entre estibadores mudos que preferían no mirarlo. La lluvia corría por sus espaldas desnudas, algunas negras, otras enrojecidas, y otras pálidas. El hombre se dijo que hace tiempo fue como ellos: bestia de carga, contador de estrellas, carne bañada en agua salada. Mas también sabía que ahora era un paria, portador de una marca irrenunciable.

Antes de partir, escuchó un rugido desde la espesura. Sonrió, la fiebre seguía habitándolo, pero su cuerpo renacía hacia sus años de gloria. Sentía cómo su rostro perdía los surcos de la angustia y del tiempo. No podía asegurarlo aún, no sin un espejo, pero resolvió que tal vez no le hacía falta. El barco zarpó hacia el continente, allá donde su perseguidor no podría encontrarlo, pues el enemigo no podría atravesar el mar, no de nuevo…

Juan Fernando Aguilar

Juan Fernando Aguilar (Cali, Colombia 1991). Prosista y poeta, se ha dedicado a la escritura de relatos y novelas desde los 18 años. Diversos cuentos suyos han sido publicados en El Espectador de Colombia, Letralia, de Venezuela, y las revistas Visor, Fábula, y Almiar de España.

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