Domingo
Era domingo de ramos, y las calles amanecieron llenas de familias elegantes que sostenían ramas de olivo y palmas blancas, trenzadas como si hubieran florecido. Los días eran cada vez más días, cada vez más largos, la gente salía de su casa tras un letargo de frío y tardes oscuras, y el sol asomaba entre las nubes prometiéndome veranos infinitos, días de agua, de hierba fresca, prometiéndome cuestas eternas por las que pedalear con la bicicleta sin tener que frenar nunca.
Mi madre había preparado unas tarteras con carne y croquetas, que estaban más buenas frías, con tortilla de patatas y cebolla porque, aunque a mi madre no le gustara la cebolla, a mi padre y a mis hermanos les encantaba. Ellos eran así, si a mi padre le gustaba la cebolla es que a los hombres hechos y derechos, a los hombres íntegros, a los hombres capaces de capitanear una familia, triunfar en el trabajo y tener un coche cinco puertas debía gustarles la cebolla; y mis hermanos podían ser muchas cosas, pero no eran nenazas que apartaban la cebolla. Yo sí lo hacía.
Solía ayudar a mi madre a preparar esas tortillas que ella y yo ni siquiera probábamos, la patata cortada en cubos simétricos, la cebolla fina y, como cada domingo de ramos, después de la misa y la procesión, nos íbamos al merendero del río. Aunque ese domingo, mi madre no pudo venir a la iglesia y nos pidió que la recogiéramos en la zapatería.
Tenía una zapatería, la única que había en el pueblo y, a pesar de ser festivo, se empeñó en ir a ordenar unos artículos que le habían llegado a última hora y no estaban inventariados. Le gustaba mucho hacer inventarios a mi madre. Más que las procesiones. Tenía un inventario de las latas y los botes de la despensa y debíamos ir tachando los que nos comíamos. Tenía un inventario de la bodega, de nuestros tebeos, incluso del papel higiénico. Siempre andaba mordisqueando un bolígrafo, los ojos entrecerrados frente al inventario, gesto que le había dibujado unas rayitas finas en la comisura de cada ojo y le daban un aspecto risueño incluso cuando nos reñía.
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Pasaba mucho tiempo en la zapatería mi madre. Le gustaba el olor de la piel, decía, y el ruido de sus tacones sobre el suelo encerado, el mostrador brillante. A mí me gustaba mirarla a través del escaparate cuando salía del colegio, arrodillada frente a señoras de piernas robustas que intentaban lucir zapatos finos con tacón de aguja, frente a piececitos de niño, frente a piernas largas y doradas por el sol, como las piernas de Edurne. Me podía pasar horas mirando a Edurne tras el escaparate. Hacía meses que se había mudado al pueblo y trabajaba con mi madre. Tenía una niña de apenas un año que, como ella, siempre sonreía con su carita redonda. Y tan guapa. De marido o padre, nadie supo nunca nada. Se comentaba por el pueblo que ni siquiera ella sabía de quién era la criatura. Por el pueblo siempre se comentaban tantas cosas que, para no volverse loco, mi madre me decía que era mejor no hacer caso a ninguna. Rosario, la mujer del entrenador del equipo de fútbol, que ese año estaba de suerte y había ascendido a segunda regional B, dijo que su hermana, que vivía en el pueblo de Edurne, le había dicho que la chica se había quedado preñada de su primo y por eso se había ido de allí sin dar explicaciones, sin pasar por vicaría y con la niña, apenas una maleta y esa piel tan radiante que daba la sensación de que el sol había escogido iluminarla desde un ángulo distinto. Esa piel y esa sonrisa que volvían locos a todos los hombres del pueblo. Sobre todo, a mis hermanos y a mí. Y creo que también a mi padre. A él, serio, profesional, estirado, cuando la tenía cerca le sudaban la frente y el bigote y decía tantas tonterías que mi madre se sonrojaba, se sonrojaban mis hermanos y me sonrojaba yo, que veía las gotitas de sudor agarradas a la frente de mi padre y pensaba en Waterloo y en todos esos hombres poderosos hundidos en batallas imposibles.
Ese día las esperamos en el coche. Edurne y mi madre salieron de la zapatería sonrientes, acaloradas, recolocando horquillas en sus melenas abundantes y despeinadas y luciendo vestidos de colores alegres que olían a flores y a algo que no era capaz de distinguir, pero era dulce. Mi padre hizo sonar el claxon un par de veces y ellas se acercaron corriendo, yo solo podía ver los pechos de Edurne bailar bajo el vestido amarillo. En la parte de atrás del coche tuvimos que apretujarnos, las cuatro piernas de mis hermanos se plegaron, pero Edurne les pidió que se sentaran tranquilos, me levantó y me puso sobre sus rodillas. Yo agarro al pequeño, dijo, y me revolvió el pelo y me dio un beso en la cabeza. Me temblaron las canillas.
El merendero estaba cerca, pero en ese ratito, el agua siempre se recalentaba en la cantimplora y sabía a metal. A pesar de eso, me la bebí y al poco empecé a dar saltitos sentado sobre Edurne para evitar hacerme pis encima. Ya era mayor y no podía andarme con tonterías, aunque la verdad es que me estaba quedando un poco canijo. En esos viajes, mis hermanos solían aplastarme contra la ventanilla, ya tenían pelusilla en el bigote, pero seguían su ritual de pegar sus narices al cristal para gruñir y guarrear como gorrinos. Ese día no lo hicieron. Apenas abrieron la boca mientras miraban a Edurne de reojo. El escote de Edurne, su nariz inquieta, el pelo delicado que parecía tener vida propia y caía acariciando sus hombros desnudos. A mi padre se le dibujaron cercos de sudor en la camisa a cuadros. Y el coche olía a tortilla, a fritura, a freno quemado…