Piano

Geert Pieters

No le digan nada. Ella no está aquí para escuchar.

***

La niña era linda, aunque linda no es la palabra. Y tampoco era una niña, en rigor. Los ojos estirados hacia las orillas como si quisieran arrancarse de la cara, una laguna de pecas en el pecho, las piernas demasiado flacas y alargadas. Ramitas de árbol nuevo, las piernas. Tenía dinero y sonreía mucho. Detestaba las labores domésticas. A la niña le gustaba el rojo cobrizo de las tardes de invierno, el cielo raso del atardecer. Se pintaba los labios del mismo tono, como rivalizando con esos cielos.

***

Las cosas pudieron no haber pasado. Pero esa tarde la mujer ya no era ella.

***

La mujer le daba lecciones en su departamento de dos ambientes. Había llegado por un aviso en el diario, la niña. Hola, quiero ser tu alumna, te pago por adelantado. Do-re-mi-do-mi-do-mi-re-mi-fa-fa-mi-re-fa. La mujer hacía su trabajo, se sentía tan vieja. Aunque vieja no es la palabra. Llevaba años ganándose la vida en esto, demasiado tiempo frente a la fachada abierta del mismo piano. No quería plantas, mascotas ni hijos. Había renunciado a los vértigos de las edades tempranas. Pero la conoció. Era poco más que una mocosa: así la vio al principio. Y la vio sentarse en sus piernas, primero en el taburete y muy luego en sus piernas. ¿Te sabes la canción de La novicia rebelde? Y cómo no se la iba a saber.
Do-re-mi-do-mi-do-mi.

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La instructora le preguntó: ¿te gusta Schubert? La niña respondió: No lo he probado. La mujer no supo si era un chiste y tampoco se atrevió a preguntar. No quería ofenderla. A partir de ese momento no hablaron más de música. Pero siguieron con las lecciones privadas. La niña le dijo que sus padres andaban de viaje y se sentía tan, pero tan sola. Si podía visitarla más seguido, le preguntó. Primero dejó el cepillo de dientes y luego un polerón y ya después la mujer despertaba y la veía instalada en el balcón, tomando el sol. ¿Cómo entraste?, le preguntaba. Anoche te saqué las llaves, se reía la niña. Y dejaba que el sol siguiera perforando sus pecas en la piel blanquecina.

***

Una de esas mañanas, apoyada contra el murito del balcón, la niña dijo que en la peluquería le habían contado una historia triste. Esta es la historia que le habían contado: el equilibrista de un circo de barrio se enamora o, más bien, se obsesiona tanto con la cuerda sobre la que camina que un día ya no puede bajar de ella. En realidad no es que no pueda: es que ha perdido la capacidad de vivir en la superficie. El empresario dueño de sus contratos acepta la chifladura porque el equilibrista es verdaderamente un gran equilibrista. Camina con tacos de aguja por la cuerda diminuta, salta, hace la posición invertida arriba. Pero de golpe, y quizás de pura gula, el artista se da cuenta de que un cordel no es suficiente para él y reclama una segunda cuerda. El empresario accede a su petición y va de compras. Vuelve poco antes de que empiece el espectáculo y le enseña la nueva cuerda a su virtuoso e implacable trabajador, que lo mira desde arriba, encaramado en su cumbre. Sin embargo, al ver la soga virgen envuelta en un paquete, el equilibrista sufre un vértigo repentino; un vértigo que no conoce y que lo paraliza ahí, en su primitiva cuerda floja. El artista del circo no alcanza a decir que ese cordel no es lo que esperaba ni que ya no quiere cordeles ni nada, porque su corazón de un segundo a otro ya no bombea y su cuerpo entonces cae lento, corta el aire y al caer agita el aserrín. La gente, el público que entra en la carpa, tiene la idea de que ha presenciado el más meticuloso y realista de los números de un circo. Y se ponen a aplaudir y a chiflar con entusiasmo, medio desconcertados pero efusivos, ignorando todos ellos que lo que aplauden en ese minuto es la muerte del equilibrista.

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¿Por qué me cuenta esta historia?, se preguntó la mujer. ¿Qué me quiere decir? Pero al rato pensó: no te pases rollos, no seas tan imaginativa. La niña estaba tan linda esa mañana. Aunque linda no es la palabra. Los ojos le brillaban con una luz amarilla, un fulgor de otro planeta. 

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Podría haberlo previsto días más tarde, cuando la niña apareció con un corte de pelo atrevido. Unas mechas disparejas, una especie de pájaro loco. Mira, le dijo, ¿cómo me queda? Lo dijo con un tono que a la mujer le pareció sospechoso. Se había cortado el pelo para que le tocaran la cabeza. Eso pensó. Para que la peluquera la manoseara. Y al minuto se arrepintió de estar convocando esos pensamientos tan feos. ¿Te gusta cómo me lo dejaron?, volvió a la carga la niña. Lo hace para combatirme, pensó la mujer casi sin pensar. Para combatirme con dosis suavecitas pero seguras. Miró hacia el balcón como queriendo fijar la atención en otra cosa. Que las palabras no salieran de su boca, por favor. Posó la vista en las ramas de un ciruelo esquelético que se colaba en su territorio.   

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Ese fue el preludio.

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Le compró un cepillo de pelo, un champú de algas, le hizo un masaje en el cuero cabelludo mientras la niña intentaba sacar melodías imposibles en el piano. La muchacha tenía dinero de sobra para comprarse lo que quisiera, pero la mujer pensó que tal vez los regalos la domesticarían. Y se gastaba el pago de las clases de piano en atenciones para la niña. Vestidos, pantuflas, aros, lápices labiales, almohadones. Dejó de atender a otros alumnos para dedicarse cien por ciento a ella, no podía desperdiciar esa emoción. Hasta que esa tarde la niña llegó con olor a vino. La mujer la espió desde el balcón. O mejor, la imaginó desde el balcón. Imaginó su olor a vino hasta en el pelo. Y ese vestido color hueso, que ella misma le había regalado. Y pensó que las viejas como ella pecaban doble: por el pecado mismo y por el mal ejemplo de pecar. Y pensó que eso lo había leído en algún lado, y trató de acordarse dónde carajo lo había leído. Pensó y pensó, la mujer que ahora se sentía una anciana. La memoria a veces parecía la boca de un túnel. Pensó demasiado, la mujer que desde entonces ya no era la misma mujer, pero ningún pensamiento se parecía siquiera a un recuerdo. Eran ideas, presunciones, más que otra cosa. Pensó en el lugar que ocupa cada uno, en los peldaños que había que subir. Y ahí se frenó. La niña no tenía que subir nada; siempre había estado arriba. No pagaba arriendo, andaba en taxi. No le afectaba el alza del petróleo. Nunca había conocido el olor de la parafina. No le importaba que las papas, que las naranjas, que las cebollas. No sabía ni llorar con una cebolla. Sacar las capitas, llorar con el jugo de la cebolla recién picada, lavar el cuchillo con agua fría. Porque no tenía cabeza para pensar en esas cosas. La cabeza la tenía solo para que la peinaran.

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No le digan nada, por favor. La mujer cree estar viendo pasar frente a sus ojos, ahora mismo, la vida cruda.

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Esa tarde, la tarde en que la niña llegó con olor a vino, la instructora la espió desde el balcón y luego se fue a esperarla en la puerta. Casi moviendo la cola, salivando. Con las pantuflas de bulldog en los pies: con narices, ojos de vidrio y lengüitas de perro. Medio desgastadas hacia la punta, eso sí, las pantuflas. A la niña le gustaban los perros. ¿Y qué hacía la mujer? Le compraba pantuflas de bulldog. Dos peluches color té con leche para sus patitas de perra. Para que las dejara en su departamento y se las pusiera al llegar, para que se relajara con las lecciones de piano. 

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Yo no hice nada, dijo la niña esa tarde de invierno. Habló con esa voz seráfica. Con esos labios, con esa boquita tan pintada, con ese vestido color hueso y esos ojos a punto de salir disparados hacia las orillas. Con sus pecas pasadas a vino. La mujer le tomó las manos. Tus dedos, le dijo. ¿Mis dedos qué? Tus deditos, se corrigió. La mujer era experta en pensar cosas hirientes y decir cosas suaves. La niña alejó sus manos, se sentó en el taburete y suspiró. Dijo que tenía tanto sueño. Después se escuchó un «ah» que fue el origen de un bostezo. Y la mujer ahí, de pie, mirando la escena con las pantuflas a punto de ladrar. Pensando: tu sueño, mi desgracia, todo tu sueño.

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Todo tu sueño está armado con mi desgracia. 

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¿Qué hiciste? ¿Con quién estuviste? ¿Con la peluquera?, lanzó la mujer. No me acuerdo, dijo la niña. O sea, me acuerdo pero me da no sé qué contarte, se inhibió. Cuéntame, la incitó la mujer. Cuéntame qué hiciste toda la tarde con la peluquera. No me acuerdo de todo, insistió ella. Pero al rato se acordó. Y habló. Su voz parecía salida de un tocadiscos, con saltos, serpenteada. Había un goce extraordinario en sus palabras.

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Mientras la niña hacía memoria, la mujer la miró. La miró como se mira a un perro atropellado. Un bulldog con ojos como bolsas. La miró como sin querer verla, con sus adentros ya rajados. Después echó un vistazo hacia las ramas del ciruelo. Intrusas, pensó. En el cielo vagaban unas nubes corpulentas. Parecían las siluetas de algo gordo, desconocido. 

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Por un minuto los oídos de la mujer se cerraron. Como ocurre cuando estamos bajo el agua: los sonidos llegando a su cráneo como una música lejana, placentera. Hasta que la niña la trajo a la tierra otra vez. Oye, escuchó que murmuraba. Y entonces la vio acercarse como una gigantografía y abrir la boca para decir algo. Pero se quedó callada. Callada y con la boca abierta, como un pescado.

 

***

Esta es la última clase, zanjó al fin. ¿Me estás diciendo que me vaya?, preguntó la niña. Te estoy diciendo lo que te estoy diciendo. Después vino un diálogo equívoco. Llévate las pantuflas, dijo la instructora, mientras se las sacaba. Pero la cabeza del perro en el pie izquierdo se le atascó y tuvo que forzar el talón para que saliera. La niña vio la escena y trató de frenarla: No, no, cómo te las voy a quitar. Y se rio, la muy. Se rio en la cara de la instructora, que ahora tiraba lejos los bulldogs. Pero si son tuyas las pantuflas, insistió la mujer, sin un asomo de risa. Quiso decir: Pendeja de mierda. Pero dijo: Son tuyas. Te las regalo, respondió la niña como si nada. ¿Me estás diciendo que no quieres nada de mí?, estuvo a punto de decir la mujer, a punto de soltar un sentimentalismo bochornoso. 

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La niña se atrevió a seguir hablando: fue solo un desliz, dijo. Yo estoy tranquila, agregó. Nadie se lo había preguntado. Había abierto una ventana demasiado tiempo clausurada.

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Estaban muy quietas las dos, con el lomo erizado, pero algo seguía dando vueltas en la cabeza de la instructora. Debían resonar las notas del último ensayo. Mi-re-mi-re-mi-si-re. O era otra cosa. Las palabras salidas como espuma de la boca de la niña, la espera demasiado larga. Las manos de la peluquera acechando un cuero adolescente. Los perros en sus pies, las piernas demasiado flacas, el dinero, las pecas obscenas de la mocosa. Tenía el mate lleno de ruidos.

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Tuvo ganas de gritar, aunque gritar no es la palabra.

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De repente la niña soltó una carcajada, como si le hubieran contado un chiste fabuloso. Después dijo «permiso» y salió a tomar el sol, como si nada. Tu tranquilidad duerme en mi desgracia, pensó la mujer. Y pensó en el cielo raso del invierno. Y en el sentimentalismo. Le dieron ganas de besar cada uno de los dientes de la pendeja y luego morder su lengua y arrancársela de cuajo. El rojo cobrizo de las tardes de invierno taladrado en su boca. Arrancarla de su cabeza, de su pellejo. Sacarla de su vida. Se acercó, le agarró los hombros con fuerza. ¿Qué te pasa, mujer?, dijo la niña. Nunca le había dicho «mujer». Oye, para, oye… ¿Qué haces? Pero la mujer ya no era ella.

***

Y entonces.

***

No le digan nada. Ella no está aquí para pensar. Ni para decir gracias ni por favor ni perdón. El viento en el balcón suena ahora mismo con voluntad propia, como el gemido de una mujer vieja. La instructora mira hacia abajo, quizás con qué cara. A la cabeza le llega quizás qué: un desliz, una partitura, un golpe seco. El ruido de un trapecista que corta el aire.

Alejandra Costamagna

Alejandra Costamagna (Santiago, Chile, 1970) es periodista y doctora en Literatura. Ha publicado las novelas En voz baja (1996, Premio Juegos Literarios Gabriela Mistral), Ciudadano en retiro (1998), Cansado ya del sol (2002) y Dile que no estoy (2007); los libros de cuentos Últimos fuegos (2005), Animales domésticos (2011), Había una vez un pájaro (2013) e Imposible salir de la Tierra (2016), y el compilado de crónicas y ensayos Cruce de peatones (2012). En 2003 obtuvo la beca del International Writing Program de la Universidad de Iowa, Estados Unidos. En 2008 recibió en Alemania el premio Anna Seghers de Literatura. Su obra ha sido traducida al italiano, francés, inglés, turco y coreano. Su más reciente novela, El sistema del tacto, fue finalista del Premio Herralde 2018 y obtuvo los premios del Círculo de Críticos de Arte y Atenea.

Retrato: Gonzalo Donoso

https://twitter.com/alecostama
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