Vivir la salvajada

El libro está disponible en https://lecturasdearraigo.com

El nacimiento

Me muevo entre un mundo opresivo y otro que lucha por ser libre: el trabajo—de ocho horas, en seguros, insoportable— y la revista —luz, crítica con el mundo, quizás una paz contenida entre las páginas, libro anonadado de su propia existencia. Si escribo esto, aquí, en el lugar que pertenece a otra persona, por supuesto, a Alejandra Banca y a su libro Desde la salvajada, es porque toda fusión requiere dos partes y Alejandra, querida, no estás sola, tu libro ha llegado lejos, a la ruta más ruta del paisito, a Uruguay, al imposible campo que se desgrana durante el verano y se retrae durante los temporales del invierno. Desde la salvajada aquí, vivito y coleando, en esta misma salvajada de lugar. Así que lee, lee, mira lo que hice, esto es tu culpa.

Unos libros duermen, otros están vivos, otros hacen vivir

Podría clasificar, para mi propio beneficio, tres clases de libros. Unos, en el sopor del aburrimiento, se hunden en su fragilidad hasta desaparecer: son los que duermen. Otros emanan tanto delirio y experiencias que al entrar se pueden ver las venas palpitando y el vaho indicador del movimiento; son libros vivos, tienen sistema respiratorio y son inolvidables. Los últimos relumbran el paraíso en la noche y cuestionan cada centímetro del cuerpo, del interior del cuerpo, de lo invisible del cuerpo y alarman y acosan y contrastan. Y no solo se sabe que están vivos, sino que impulsan la fuerza vital, convierten al lector, lo sacrifican para llevarlo a su cielo particular, hacen vivir otras vidas. Desde la salvajada hace vivir otras vidas desde ángulos imposibles: el grito, la lejanía y la nada.

La idea

La crítica en sí misma, en su forma más rudimentaria, carece de vida porque el lector y el crítico se afincan solitarios sobre el texto y lo diseccionan como en las prácticas escolares de un laboratorio de biología. Así es la vida en el mundo opresivo —analizo pólizas, escribo informes, cierro la herida— como una autopsia, el objeto está muerto antes de ser depositado en la mesa y solo se debe descubrir la causa de esa muerte. Digo esto con toda la responsabilidad que requiere la afirmación, porque así lo siento, sobre todo después de explorar —desde la experiencia— los vericuetos narrativos de Desde la salvajada. Porque si en el libro hay riders, recuerdos de Venezuela, historias de migración, por una noche, yo me convertiré en un rider, para conocer, para verlo de cerca, para llevar la salvajada a la realidad, para que veas lo que hiciste, como si lo transmitiera en vivo, Alejandra, el libro que lanzaste al aire, para que veas que en esa imaginación tuya se esconden millones de vidas que sufren la precariedad de no poder ser nadie en este mundo.

Una noche nada más. Una bicicleta. Ciudad de la Costa. Palabras. Casas de empanadas. Parrilladas. Chiviterías. No cambié los nombres de las personas involucradas. No hay nada de qué avergonzarse.

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Entrar en el mundo de los riders

La noche se mantuvo en secreto durante todos estos meses. Juan no supo nada y solo lo sabrá si lee esta publicación. Supe escabullirme un miércoles, que según mi investigación es el día donde hay más pedidos, tomar la bicicleta y arrancar para Ciudad de la Costa, lugar donde proliferan restaurantes, comercios, casas de pasta y de empanadas, pizzerías, de todo lo posible para comer y beber. Tuve la suerte, para esta salvajada, de haber pertenecido, cuando llegué a Uruguay, al equipo de riders de PedidosYa, una macabra aplicación de entrega a domicilio, por lo que solo tuve que activar de nuevo el perfil y formar parte, en un segundo, del mundo que Alejandra Banca había trazado para mí como lector: es decir, lo que yo viviría en una noche, sus personajes lo viven día tras día, yendo de aquí para allá en Barcelona, peleándose con los conductores, subiendo y bajando con los puños apretados, mientras ellos insultan y son insultados. «Sudaca de mierda» le dicen a uno durante una escena de accidente. Lo que debe ser eso. Así, la salvajada comenzaba a replicarse en Uruguay. Estaba ya en el mundo de los riders, como le dicen allá, o cadetes, como le decimos aquí, deliverys, también, allá viene el delivery, llegó el delivery, ¿por dónde viene el delivery?, nunca un nombre o una persona, siempre una aplicación.

Florencia

Mi perfil era de moto —aunque yo no tengo ni sé manejar— porque originalmente mi intención, al llegar al paisito, era comprarme una y vivir de los pedidos. Eso no funcionó ni siquiera en bicicleta. La capacidad de la moto es hacer más pedidos a una mayor distancia. Fue inmediata la eficacia del sistema. En un segundo llegó el primer pedido. Pizzería Papá Jorge. Dirección: Giannattasio M1 S2 esquina, Av. Calcagno. Una porción de fainá  y una coca de litro. Dirección de entrega: Av. del parque. Llegué en cuatro minutos a la pizzería, bastante para una distancia uruguaya, que todo lo acorta. En la puerta hay una cadete. Se llama Florencia Hernández, uruguaya, C.I 2365443-0. Una oportunidad de comenzar la salvajada. La cortesía de los cadetes está en hablar o no hablar. Son dos posiciones radicales que discrepan entre las alternativas del compromiso.

Florencia fue de las habladoras. Yo soy tímido, me cuesta hablar, no hablo, no sé qué decir ni para qué, pero ya no estaba en mi mundo sino en la salvajada. Mundo salvaje, crudo y honesto lo que lograste, Alejandra, como esta pregunta: después de decirle quién era y por qué estaba allí le dije: ¿Podrías hacer tu horario con la menstruación usando una copa menstrual? La culpa no es mía sino tuya, Alejandra, de que haya tenido que hacer semejante pregunta. Por suerte le había adelantado a Florencia mi plan, diciéndole que yo mismo estaba en la salvajada y que todo podía pasar, como en el libro. Florencia no solo hablaba mucho, sino que escuchaba bastante bien. Le conté parte de «Taratá Taratara», uno de los cuentos, donde una rider, María Eugenia, Maru, se recorrió media Barcelona con la sangre escurriéndole por los muslos mientras llevaba pedidos. Sangre de menstruación. Y el dolor que describe. Así mismo. Pero la aplicación tiene hambre y hay que alimentarla para poder comer.

—Pase lo que pase—dice Florencia—. Tenga la regla o no debo salir. No descanso ningún día. Hago horas de lunes a lunes. Tengo un nene pequeño, ¿sabés? Mi compañero es cadete también pero en Montevideo; yo lo hago más cerca por si llega a pasar algo, así estoy cerca del nene.

—Maru recorre Barcelona con el dolor en su vientre y lo hace igual. No se va a su casa hasta terminar el pedido que tiene ordenado. Al final llora. «El dolor pudo más que el dinero».

—Una vez trabajé con un yeso en el brazo— Florencia me interrumpe—. Germán, mi compañero, me llevaba atrás en la moto. Así fuimos a los restaurantes y a las casas. Estuve un mes así y no paramos. No me dejaron propina porque llegaba tarde, pero no importa. Trabajé enferma también.

—Maru, en el libro, hizo cuarenta y dos euros en seis horas.

—Pá, igual que acá— dice— pero yo los hago en diez.

Una campanilla suena desde el mostrador. Es el pedido de Florencia. Lo toma y me agradece los minutos. Le digo que lea el libro y me suelta: «No me gusta leer, me da sueño, mejor el teléfono». Y se ríe. Yo espero mi pedido y sigo hasta la dirección del cliente, tardo diez minutos en llegar. Me dan una propina miserable: dos pesos. ¿Con qué se come esto, Alejandra y Maru? ¿Con qué se come?

El lenguaje

Lenguaje descarnado, febril, el de la salvajada. Aquí y allá. Más bien lenguaje cárnico, estilizado y poético, que no le pide permiso a nadie. Venezolano en su más íntima fibra, caraqueño y brutal. Quisiera poder haberle dicho a Florencia: ¡Alejandra Banca es valiente! Mira la fuerza de esta frase en «Dryas Iulia», mira a estos personajes, putas, dealers. Y leerle el cuento completo. Pero son pocos los que apreciarán expresiones como «perro», «chao pescao», lo coloquial, lo que está vivo, Alejandra, lo que escuché durante la noche en la salvajada.

Carlos Vega, CI. 17443567 (venezolano) —No, yo no puedo ir pallá, no puedo, esa vieja me deja propina en caramelos. Cámbiame el pedido ¡No seas malo, bicho!

Jesús Pacheco, CI. 25366982 (venezolano) — ¡Qué arrechera! Coño de la madre, se me botó el pedido de Lagomar. Coño. Ahora tengo que volver para el shopping.

Elisa Martínez, CI 27660112 (venezolana) — Marico, hoy hice 30 pedidos, ya no puedo más, me duele todo. Creo que me voy para mi casa. Pero no sé, mejor me quedo, que se puede hacer buena plata hoy.

Desde la salvajada: «Ay, coño. Bueno, nada. Vamos a pedirle a la virgencita que me den más propinas al llegar, que no me duelan tanto las piernas y que el tiempo se pase rápido rapidito»

¿Ves lo que te digo, Alejandra? Desde la salvajada no es solo un libro, es una situación mundial.

Alejandra

Tenía que conocer a Alejandra, tenía que conocerte. En el panorama actual de la literatura, encontrar un libro de imaginación, roto en el buen sentido, cruel, experimental, intensivo, no es fácil. Desde la salvajada permite el diálogo mostrándonos, desnudando una parte de la sociedad que vive en su plenitud, con todas sus vidas y sus muertes, en Venezuela y en Europa. Nos encontramos por zoom; ella en España, yo en el paisito. Alejandra es tímida al principio, pero después se suelta y disfruta lo que dice. Habla y las palabras salen de su boca con longitud. Me cuenta que mucho de este libro salió de diarios, de anotaciones que hizo, que surgieron de manera natural. Como la misma escritura, que vino sin esfuerzo verbal, fluyendo, como si le dictaran la historia. Somos dos venezolanos conversando sobre una realidad que nos afecta. Y he ahí la sincronización de las historias: yo, que leí un libro, salí al mundo para vivirlo durante una noche. Ella, que escribió un libro, recogió sus vivencias y las entregó para que otros las vivieran. Esa es la literatura. Alejandra aceptó la migración, como Maru, como los cadetes que conocí en Ciudad de la Costa. Estamos todos migrados y vivos. Ella dice: «Es aceptar que cuando emigras dejas atrás cosas». Y yo le pregunto, con toda la intención de entender lo que había vivido: ¿Qué es la salvajada? «una sensación, una sensación orgánica que nos iguala», contesta y sonríe. Y la salvajada le responde: «La nostalgia es una perra y al mismo tiempo la gasolina que mueve todos estos cuerpos cansados que intentan sobrellevar la pérdida de la mejor manera posible. Ser migrante es alimentarse de la pérdida, de lo que pudo haber sido, las infinitas vertientes posibles en esa historia que permanecerá siempre oculta, pero latente. No comprendemos del todo esa sensación-huella que nace desde la salvajada que nos habita y nos vio crecer, la salvajada que nos permite ser, hacer y masticar el día a día y ser también un poquito masticados; pero la veneramos, la respetamos, porque solo un deseo late por encima de todos los demás: algún día volver».

Y yo les creo.

Alejandra Banca

Jan Queretz

Jan Queretz (Caracas, Venezuela, 1991). Escritor venezolano. Cursó estudios de filosofía en Caracas. De 2012 a 2017 trabajó como profesor de literatura. Escribe la columna Literatura Viva en The Wynwood Times. Ha escrito una novela, Nuestra Tierra tan Pobre, inédita. Fue seleccionado para formar parte de la antología poética “Artesanía de la piel”, de la revista española “Altavoz Cultural”. Quedó finalista en el tercer premio de crónica literaria “Lo mejor de Nos” en Venezuela.  Ha publicado en distintas revistas en México y España. Dirige la revista Casapaís. 



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