Diario inútil

David Beneš

2021

27 de diciembre

Aquí comienzo este diario de la imposibilidad. Creo que me distraje más de la cuenta, y por una razón que me es difícil de explicar, mis músculos de la continuidad se atrofiaron. Qué feo esto de los músculos. Tras hurgar en mi libreta de notas, doy con esta frase de gimnasio: «Si escribes mirándote el músculo, estás perdido». Quizás esto fue lo que me sucedió: hice alarde previo sin mover la mano; es decir, sin usar el músculo. Dije, con la libreta de notas abierta, aquí debe de haber algún disparador, alguna imagen potente para ese gran libro que aún no he escrito, obedeciendo mi creencia de que todo lo que anoto en la libreta puede, tarde o temprano, servirme de «atajo». Pero ninguna de estas notas me estimula (como tampoco me estimula el ambiente de gimnasio). Es más: ciertas viejas notas en libretas me revelan lo innecesario de escribirlas. La mayor parte de lo que no anoté ha sido lo que he escrito en libros, prueba de que la verdadera obsesión es lenta y persistente, y no necesita recordatorio. 

Me quedo mirando los libros yuxtapuestos frente a mí. Cuando me detengo a pensar los miro, y a veces entre ellos se conectan, y me arrojan un cable por el que me asocio. Pero ahora dudo de que haya sido una buena idea ponerlos así. Quizás sea más conveniente pensar mirando a la pared, a una ventana o a la calle. Como fuere, tengo la impresión de que los libros pierden vida en la biblioteca. Estoy seguro de que esto ya ha sido dicho miles de veces: parecen tener más relevancia los libros tendidos que los libros de pie. No sé por qué conservo esta voluntad de orden, digamos, democrático, en que prevalecen el grosor y el nombre en vertical. Por una cuestión de espacio, supongo. O porque una vez vi una foto del escritorio de Siri Hustvedt y quise copiar su mueble integrador. Qué magnífico. El mueble de la gran escritora norteamericana es una mesa de trabajo empotrada en un marco atiborrado de libros, en el que también la impresora y los cajones tienen espacio, así como lo tienen retratos y objetos preciados y recortes, cajas y carpetas y por supuesto la computadora. Recuerdo esa imagen que vi: Siri fotografiada desde atrás, en una silla a todas luces más cómoda que la mía –y posiblemente más cara–, con la cabeza ladeada inspeccionando unos papeles. Fue instantáneo; enseguida comencé a «integrar», esperando que el gran libro empezara a escribirse por añadidura. Y, como Siri, instalé todos mis libros frente a mí, en cubos de melamina apoyados sobre el fondo del escritorio, lo que produjo que mi espacio de trabajo se redujera, obligándome a escribir con el codo al aire. Y, como Siri, ubiqué en los intersticios notas y recortes, la maceta de barro con la pelikan mini fine de reserva, una foto de mi novia y mi perro (como la que tiene Siri de Paul, pero sin perro), y, por supuesto, pilas de libros y carpetas con textos empezados (y abandonados), llenando los bordes laterales, la lámpara articulada y la computadora, en la que voy transcribiendo los avances de este diario. ¿Y bien, todo este cambio integrador, qué produjo? Nada. No he podido escribir otra cosa que no sea este diario. Vuelvo a él buscando lo que olvidé cómo escribir.

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28 de diciembre 

«Tengo ganas de creer que empecé a conocer la vida a las nueve de la mañana en un vagón de ferrocarril», dice Felisberto Hernández en Tierras de la memoria. Me acordé de ese tremendo inicio ayer, mientras viajaba no en el ferrocarril sino en el subte, no a las nueve de la mañana sino a la siete de la noche. Se supone que esto, por haber sucedido ayer, debiera de figurar en la entrada anterior. Pero es falso que un diario obedezca rigurosamente la cronología (un diario escrito es fatídicamente más lento que un reality show, y más tramposo, porque se le corrige). En fin. Iba en la línea D del subte, y en una estación abordaron los muchachos del hip hop. 

Armados de un miniparlante y palabras sugeridas por los pasajeros (creo que «Libertad», «Política», «FMI»), fueron construyendo su improvisado repertorio de rimas. Siempre me han gustado los cantantes de hip hop, porque, a mí criterio, rezuman la autoconfianza que necesito. Envidio esa autoconfianza que proyectan mientras escriben en el aire, con una voz rítmica y audaz, y un hilo de palabras capaces de combatir de igual a igual a la mórbida ambición del mundo, desarmándola a punta de sonora sensibilidad e inteligencia. Sé que es una ilusión de la cual se alimenta también la escritura. ¿Qué efecto real, medible, propina un texto o una canción de hip hop? No sé ni me importa, porque es un asunto de placer efímero, que me hace olvidar, por ejemplo, el gran libro que aún no he escrito. 

2022

2 de febrero

«No creo en la sucesión de hechos en el tiempo, sino en la intensidad del espacio, en la eternidad instantánea», escribe María Lucesole, en una entrada de su diario Flechas lanzadas desde ninguna parte. La cita por sí sola contradice la aspiración cronológica de todo diario, y abre la posibilidad de escribir este como una novela fragmentaria, sin otra ilación que la convivencia de sus partes (de sus fragmentos) en la misma «intensidad del espacio». Novela desordenada, deshilachada, para armar… vertedero de pensamientos y ejercicio de estilo, libro de quejas, de reseñas fugaces y de reflexiones sobre lo patético de vivir (sobre la dificultad de amar y de comunicarnos), el diario es quizás la forma más hospitalaria con la inasible simultaneidad; no es un género, sino un multigénero omnívoro, insaciable dentro y fuera de la página. En un diario la discusión sobre los géneros literarios parece haber quedado sepultada y hasta bien olvidada; y hasta se puede incluir el dibujo, como hacía Kafka.

Y hablando de Kafka recuerdo que, en una entrada de sus Diarios de un domingo de junio de 1910, podría decirse que el autor de La metamorfosis se adelanta a la literatura potencial de Oulipo, en especial a Ejercicios de estilo (1947) de Raymond Queneau en el que una misma historia es contada noventa y nueve veces variando el estilo en cada una. «Dormido, despertado, dormido, despertado, qué asco de vida», escribe Kafka como prefacio a esa entrada en que la sucesión de párrafos (de ejercicios) empieza con «Pensándolo bien», continúa con «Pienso en ello» y termina con «Muchas veces pienso en ello». El de Kafka no supera las siete veces (o los siete intentos) y, a medida que avanza, sus ejercicios se van haciendo más extensos, agregando información y complejizando aún más sus reflexiones a propósito del daño que le ha procurado su educación, «en no pocos sentidos». El entonces casi treintañero Kafka no deja títere con cabeza: lanza reproches a sus padres, a algunos parientes, a una cocinera que lo llevaba a la escuela, a sus profesores, incluso a los transeúntes que caminaban despacio… Conforme avanza con el ejercicio va sumando a algunas chicas, a un bañero, a algunos escritores… Luego: familias amigas, algunas señoras del parque, un peluquero, un médico de cabecera, y la lista sigue. La búsqueda por la causa de su dañina educación (que, por su infancia «demasiado breve», él considera que no penetró en él como pretendía, haciendo posible que en la adultez él reconociera esos reproches como «herramientas»), finaliza con un texto (y aquí se desvincula de Queneau y se vincula, de un modo más balbuceante y esquemático, con el Levrero de La novela luminosa) titulado «El pequeño habitante de las ruinas». Ese pequeño habitante es el soltero (impertérrita condición kafkiana), que «lo único que tiene es este momento» («la eternidad instantánea», que diría Lucesole). Y en ese momento el conflicto de la indefinición (la soltería) y de tener un «centro» (una profesión, un amor, una familia) persiste y se vuelve un borde por el que camina el fondo de un estilo. Ricardo Piglia ubica ese borde no entre una cosa y otra, sino «afuera de la vida». Se refiere a Kafka como el más extraordinario escritor del apartamiento, «el eterno fantasma errante que vive entre los hombres». Ahora bien, si los diarios (y en especial los de Kafka, según Piglia) son diarios de la imposibilidad de escribir (así mismo empecé yo este diario), ¿cómo es posible que generen exactamente lo contrario, es decir, una producción a menudo abrumadora de escritura, en un período que puede superar el medio siglo (Gide, sin ir muy lejos: más de mil páginas comprendidas en sesenta años)? ¿Es en la intimidad de los días, el borde por el que camina el fondo de un estilo, la visión instantánea en donde se halla el material más fecundo? Y ese material, ¿no es ficción? El mismo Piglia desmitifica con sus diarios la cuestión: recurre a una máscara desde el inicio (Emilio Renzi), es decir, hace de sí mismo un personaje y a partir de este crea una obra. Renzi no se limita a confesar lo vivido, sino que lo problematiza, lo extrapola, lo pone a circular en los vaivenes de la narración, donde la invención es necesaria para que esta se sostenga. Los diarios de Emilio Renzi son una obra intencionalmente creada, como posiblemente lo fueran los Diarios de Kafka, el diario de María Lucesole. ¿Si no para qué esmerarse en escribirlos bien, con la vocación de hacerlos lo mejor posible? Dice Luis Guillermo Franquiz en «Las páginas internas» que «siempre ha existido la presunción de catalogarlo como un género literario menor, por debajo de la novela, el cuento y la poesía, justo al lado de los textos epistolares y la autobiografía; pero con el paso de los siglos se ha venido redescubriendo su relevancia». Y, es más: el teatro de imposibilidades que suele ser el motor de los diarios, a esta altura ya luce como una coartada previsible. Estúpido sería creer que los otros libros (los de novela, cuento, poesía o los del género que fuere) se escriben bajo un influjo pletórico de posibilidades, cuando lo cierto es que escriba lo que se escriba –como asoma Fernanda García Lao–, lo haremos siempre en contra de: «una escribe a pesar de que todo el mundo conspira contra la imaginación, contra el deseo, contra la autonomía de pensamiento, contra la crítica, todo el tiempo hay un nivel de violencia para domesticar la cabeza, el cuerpo y el alma, que solamente se puede escribir así, en contra de». Y volviendo a la coartada de la imposibilidad: si la hay, en todo caso, es la de escribir lo que uno quisiera. Es decir: la imposibilidad de concretar un proyecto y no de escribir libremente, haciendo del proyecto una aventura en la que uno va dando lo que puede, en la que uno va haciéndose el escritor que puede, sin otro imperativo que hacer lo que a uno le dé la gana y no lo que uno quisiera, porque lo que uno quisiera es a veces lo que otros quisieran (a veces lo que uno quiere es obedecer lo que otros quieren), y porque lo que uno quisiera no es siempre lo que la gente quiere leer…

Ricardo Montiel

Ricardo Añez Montiel (Maracaibo, Venezuela, 1982). Es un escritor, músico y arquitecto venezolano-argentino. Ha publicado los libros de poesía Ciudad blanca sobre fondo blanco (Ediciones del Movimiento, 2015), Agonía de los días terrestres (Caleta Olivia - Rangún Editores, 2018; El Taller Blanco Ediciones, 2020), El rezo de los chatarreros (El Ángel Editor, 2021, Mención de honor en el Premio Internacional de Poesía Paralelo Cero), el inclasificable volumen S, M, L (LP5 Editora, 2021), y el libro de relatos Los regalos y las despedidas (LP5 Editora, 2022). Textos suyos han aparecido en diversos medios y han sido traducidos al inglés. Desde el 2007 vive en Buenos Aires.

https://www.instagram.com/ricardoanezmontiel/
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