Correr el tupido velo
Neón Ediciones, en su sello Sonora, ha publicado El velo alzado, de George Eliot, con traducción de Antonio Díaz Oliva (ADO). Reproducimos aquí el prólogo del libro, «Correr el tupido velo», una carta de George Eliot a su editor y una nota de Virgina Woolf sobre Eliot.
Correr el tupido velo
«¿Qué es esto?, ¿qué hay detrás de este velo?», se pregunta Sylvia Plath en Un regalo de cumpleaños, poema que aparece en Ariel, aquella póstuma colección de versos. «¿Es algo feo?, ¿es algo hermoso?».
La idea del velo —de aquello que cubre pero también oculta— cruza no solo el libro que tienen en sus manos, sino también la vida de George Eliot, o Mary Anne Evans, nacida en Inglaterra en 1819, muerta en 1880, autora de novelones (Middlemarch, Daniel Deronda), así como de novelitas (El velo alzado, Hermano Jacob), en que corre los tupidos velos de la era victoriana.
Así, la vida de Eliot fue un ir y venir entre lo público y lo privado; un cubrir y descubrir el velo que separaba lo uno de lo otro. Esto porque en 1849 Mary Anne Evans ya firmaba sus libros como George Eliot. Y recién publicaba Adam Bede, novela que había causado sensación entre lectores y lectoras al nivel de que un impostor dijo ser el autor. Por eso a la escritora británica no le quedó otra que confesarse: George Eliot no es un hombre, tuvo que decir. George Eliot es una mujer; George Eliot soy yo, Mary Anne Evans.
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Este libro contiene dos partes.
La primera es El velo alzado de 1859, novelita desapercibida en su época, pero que por eso mismo hoy vale rescatar. El velo alzado es una nouvelle con elementos góticos y fantásticos. Elementos que no suelen asociarse con la obra de George Eliot. O por lo menos con la imagen de una escritora que era, —en la era victoriana— famosa y leída por explorar los problemas y romances de la clase alta y media-alta en la Inglaterra industrial. El narrador y protagonista de El velo alzado es uno de los primeros personajes literarios con el don de la telepatía. Latimer es un joven sensible sin un rumbo demasiado claro en la vida. «Estaba al tanto de lo que mi padre pensaba de mí», nos cuenta. «Mi padre pensaba: Mi hijo no hará nada bueno con su vida. Que gaste sus años de la manera más insignificante posible en base al dinero que le llegue. Mejor no preocuparme de él». A su vez, el hermano de Latimer es el hijo ejemplar de la familia; de hecho, está pronto a casarse con una tal Berta. Y la tal Berta, como nos confiesa Latimer, le llama la atención: «Tenía para mí la misma fascinación que un destino desconocido».
La segunda parte es Retratos y deseos de una celebrada autora, una selección que contiene lo mejor de un ensayo de Eliot sobre «Las sentimentales y tontas novelas de ciertas novelistas», así como textos de otros escritores sobre ella (Henry James, Charles Dickens y Virginia Woolf), y por último unos extractos de diarios y cartas. La idea de la segunda parte de este libro es que el lector entre y salga de los pensamientos de Eliot, ya sea a través de sus propias palabras, como a través de las palabras de otros sobre ella. «Leer a George Eliot de manera atenta es darse cuenta de lo poco que se sabe de ella», dice Virginia Woolf, otra escritora que usaba la ficción para esconderse. «Eliot fue una de las primeras novelistas en descubrir que hombres y mujeres piensan y también sienten, y ese descubrimiento fue un gran acierto literario. En breve, su legado significó que la novela dejará solamente de ser una historia de amor, una autobiografía, o una historia de aventuras».
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Digamos que George Eliot nace cuando Mary Anne Evans cumple cuarenta años. Cuando se edita la colección de cuentos Escenas de la vida clerical bajo el seudónimo de George Eliot, en parte porque vivía con un hombre casado, el editor literario George Henry Lewes, y temía ser rechazada por el público. Además, se trataba de una época en que el hecho de que una mujer publicara era visto como algo sospechoso. Cuando no castigable social e intelectualmente.
Entonces, digamos, nace esta escritora reservada, a la cual, eso sí, le gustaba que la gente conociera el velo (George Eliot), mas no lo que estaba detrás de este (Mary Anne Evans). «Me visitan amigos y aquellos que de seguro se volverán amigos», dice en una carta en 1878, «pero me da terror pensar que me entrevisten o que alguien escriba de mi persona».
Luego de los cuarenta Eliot consigue la fama literaria (gracias a Middlemarch). La autora vive por veinticinco años junto con Lewes. Hasta que este, su pareja, muere. Y entonces, todavía en medio del duelo, se casa con su banquero, un hombre veinte años menor que ella. Poco después, George Eliot, o Mary Anne Evans, fallece. «Me llevaré hasta la tumba», dice uno de sus últimos escritos, «las enfermedades mentales con que la literatura me ha contaminado».
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La vuelta de tuerca, en El velo alzado, sucede cuando el «don» de Latimer falla. Su telepatía, al parecer, no le sirve con todo el mundo. Porque hay una persona que se le resiste: Berta. «Era la única, entre todos los seres humanos a mi alrededor, a quien mi infeliz don de las visiones no funcionaba». Así sucede, por lo menos hasta que una premonición anuncia algo: se casará con ella. Entonces Latimer se desmaya, y al despertar reflexiona: «Por nada en el mundo le hubiera dicho a Berta lo que me sucedió; preferí no decirle a nadie aquello que sería visto como una peculiaridad lamentable, en parte porque sería como engañar a mi padre, y además, mi padre, desde ese momento, comenzaría a sospechar de mi sanidad».
En las páginas de la novela El velo alzado se exploran la percepción extrasensorial, la esencia de la vida física, la vida después de la muerte y el poder del destino. Hay que leerla junto a El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde (1886) de Robert Louis Stevenson y Drácula (1897) de Bram Stoker. O junto a su antecedente más directo: Frankenstein o el moderno Prometeo (1818) de Mary Shelley. Al igual que en esas tres novelas, en El velo alzado hay un narrador que descubre algo anormal; en su caso, la habilidad para leer el futuro y también los pensamientos ajenos. Aunque claro: lo que al principio puede ser una maravilla, luego se vuelve una pesadilla. Eliot parece decirnos, en esta novelita, que necesitamos un velo para poder interactuar con los demás; de otra forma, todos seríamos como Latimer, a quien le repugna lo que ve en las mentes ajenas. «Podía oír y hasta escucharles el habla racional, las atenciones agraciadas, las frases ingeniosas, y los actos generosos, todo aquello que conforma la personalidad de alguien», dice. «Podía ver todo esto a través de una visión microscópica, una que mostraba todas las frivolidades intermediadas, todos los egoísmos oprimidos, las memorias vagamente caprichosas, y los pensamientos artificiales e indolentes. Todo aquello que los actos y las palabras humanas cubren y dejan fermentándose».
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Luego de la publicación de El velo alzado, hacia 1860, George Eliot ya era una novelista famosa y rica, aunque socialmente no tan aceptada. Por eso se había construido una mansión para refugiarse, para no tener que salir en sociedad, aunque recibía a quien quisiera visitarla. Entre esos estaban un joven admirador norteamericano, Henry James, y un exiliado, Karl Marx, quien, dice la leyenda, no solo leería Middlemarch, sino que se inspiraría en ella para escribir su gran obra: El capital. A propósito de eso: el ausente de este libro es Middlemarch. Porque no se puede hablar de George Eliot sin hablar de Middlemarch, la gran novela de Eliot en que narra lo que sucede en una ficticia ciudad durante 1830-1832. Es un libro de varias tramas y líneas argumentales donde entran y salen tomas como la situación de la mujer, la naturaleza del matrimonio, el idealismo y el interés personal, la religión y la hipocresía, las reformas políticas y la educación. Que quede claro: Middlemarch no es una de «las sentimentales y tontas novelas de mujeres» que Eliot tanto odiaba. Al contrario. Middlemarch es larga y extensa y pausada y (a veces) intensamente dramática; es una novela panorámica y microscópicamente penetrante; es Guerra y Paz y Moby Dick y Don Quijote y cualquier obra de Dickens que venga a mente; es un libro «escandaloso», según Lena Girls Dunhan, quien dijo hace años, cuando escribió sobre la experiencia de leer Middlemarch: «Tengo una teoría sobre Eliot. Era una mujer fea... ¡pero súper caliente!».
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Por mucho tiempo predominó la imagen de una George Eliot victimizada (aquella que tuvo que esconderse tras un seudónimo). Sin embargo, y tal como dice Virginia Woolf, aquella es una imagen injusta con la humanidad de Eliot, porque la vida interior de la autora era variada y contradictoria. Sin ir más lejos: a Eliot le cargaban los libros con protagonistas que solo fueran víctimas, princesas o burguesas, y, en cambio, le gustaban las villanas. Por eso en El velo alzado está Berta, el prototipo de la villana calculadora y hermosa que perfeccionaría después con otros personajes (Rosamond Vincy en Middlemarch y Gwendolen Harleth en Daniel Deronda). Es más: en la segunda sección de este libro hay extractos de su largo ensayo «Las tontas novelas de ciertas damas novelistas», donde sin duda Eliot juega a ser la villana. Porque Eliot consideraba a gran parte de sus colegas escritoras muy menores, pomposas e insoportables. «Su única relación con la pobreza es la de su pobre cerebro», dice en un momento especialmente mordaz y divertido. «Como era de esperar, escriben en un elegante saloncito, en tinta de color violeta y con una pluma engarzada de rubíes».
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Este libro es una bienvenida para quienes quieran aventurarse con Middlemarch. Y asimismo un intento de correr el tupido velo y explorar el legado de George Eliot, no solo como una escritora realista victoriana, sino también como una autora que expande la psicología humana a través de la ciencia ficción.
«Si al menos comprendieras que este velo está matando mis días», dice Sylvia Plath en el mismo poema, Un regalo de cumpleaños. Y entonces remata con otro verso: «Aunque para ti sea sólo una transparencia, aire puro».
El legado literario de George Eliot es tanto el mamotreto de costumbres sociales y problemas sentimentales, Middlemarch, como ahora lo es El velo alzado, una pequeña novela sobre empatía y telepatía.
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Carta de George Eliot a su editor
Otra cosa. A propósito de mi novela El velo alzado, creo que no será juicioso reimprimirlo por el momento. Me preocupo por la idea que encarna y que justifica su dolor. Un lema que escribí ayer quizás sea una indicación suficiente de esa idea:
Dios mío,
no me des más luz
que aquella luz que se pueda transformar en energía fraternal,
ni tampoco me des poderes
que sirvan para desbordar
lo que hace perfecta
a la naturaleza humana.
Puede que sea bueno publicarla junto con otras novelitas mías, para así no dejarla morir en una lúgubre soledad. Hay muchas cosas en sus páginas que volvería a decir de buena gana, pero nunca las pondré de otra forma. Tal vez debemos esperar un poco. La cuestión no es en lo más mínimo una cuestión de dinero, sino de cuidar lo mejor posible el efecto de la escritura, que a menudo depende de las circunstancias, al igual que las imágenes dependen de la luz y la yuxtaposición.
Virginia Woolf sobre George Eliot
Leer a George Eliot de manera atenta es darse cuenta de lo poco que se sabe de ella. También significa darse cuenta de la credulidad con que se ha aceptado esta tardía imagen de ella como una pobre mujer victoriana engañada por sus condiciones. ¿En que momento y por qué se creó este hechizo?, ¿y quién lo rompió? Es difícil de determinar. Algunas personas lo atribuyen a la publicación de su biografía. Como sea, Eliot se convirtió en el símbolo conveniente de un grupo de personas serias, culpables de aquella idolatría, y que ahora se podrían descartar con desprecio. El lord Acton dijo que Eliot era más grande que Dante; Herbert Spencer perdonó las novelas, casi como si no fueran novelas, cuando censuraron toda ficción de la librería de Londres. Lo que es más, su vida privada no era tan atractiva como su vida pública. De hecho, una no puede escapar de la convicción que su larga y dura cara, su expresión de seriedad hosca, está depresivamente estampada en las mentes de la gente que recuerda a George Eliot. Lo mismo aquellos que la miran desde las páginas de sus libros. El señor Gosse la describió de esta forma:
«Una mujer larga y corpulenta, soñadora e inmóvil, cuyos rasgos macizos, algo sombríos de perfil, parecían incongruentemente bordeados por un sombrero; siempre a la altura de la moda parisina, que en aquellos tiempos solía incluir una inmensa pluma de avestruz».
La dama Ritchie, con igual destreza, dejó de Eliot un retrato más íntimo:
«Se sentaba junto al fuego con su hermoso vestido de satén negro, con una lámpara de pantalla verde en la mesa junto a ella. Ahí vi libros alemanes tendidos y folletos y cortadores de papel de marfil. Era muy tranquila y noble, con dos ojillos firmes y una voz dulce. Al mirar, sentí que era una amiga, no exactamente una amiga personal, sino un impulso bueno y benevolente».
Gracias a todos estos documentos una siente que quien recuerda, incluso cuando efectivamente estuvo ahí, mantuvo distancia y la cabeza gacha, y no supo ver en las novelas de Eliot la vida que ella vivió. En sus ficciones, donde mucho de su personalidad se revela, la ausencia del encanto es una ausencia notable; y sus críticos, quienes por supuesto eran mayoritariamente del sexo opuesto, resentían, medianamente conscientes tal vez, su deficiencia en una cualidad que se considera sumamente deseable en las mujeres. Pero George Eliot no era deseable; no era demasiado femenina; no tenía ninguna de esas excentricidades y desigualdades de temperamento que hacen que algunos artistas se comporten como niños. Al leer su biografía es fácil sentirse como la señora Ritchie, para quien Eliot no «era exactamente una amiga cercana, pero un impulso bueno y benevolente». Aunque si nos fijamos en los retratos que los demás nos dan de ella, encontraremos los retratos de una vieja y celebrada mujer, con un vestido satinado negro; una mujer que ha sobrevivido a tormentos y que tiene un profundo deseo de ayudar a otras personas; aunque alguien, eso sí, sin deseos de intimar con otros, salvo la excepción de un pequeño círculo que la conocía desde sus días de juventud. Se sabe muy poco de sus días de juventud; pero la cultura, filosofía, fama, y la influencia a que accedió fueron construidas a partir de unas bases humildes: fue, como dije, la nieta de un carpintero.