Cuatro poemas de Celia Aldama
I
Allí, entre el ocaso y la última ola,
donde el ojo descansa, abatido
y perezoso por la espera,
se contrae la noche.
Aquí, en el centro deshabitado,
donde el cuerpo no es más que un atavío,
una concha, un peso muerto,
se precintan las puertas.
Queda la isla como un corazón
negro, flotante,
desposeído y abierto.
Un corazón que es un agujero
lleno de algas calientes,
un corazón o un molusco
que late, que bate, que persiste,
involuntario y ajeno
como el azul en las rocas.
II
Boca abajo
entre el manso oleaje
un cuerpo flota,
mecido en la letanía del agua.
Va y vuelve
en plácido abandono
como un barco desierto en la deriva azul.
Contemplo desde las rocas
el lúgubre vaivén
e imagino sus pulmones
hinchándose a cada golpe de espuma.
Atiendo en la orilla al marinero sin vida
y despejo su rostro de salitre y de yodo
hasta reconocerme
exangüe
entre los restos de su naufragio.
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III
Escucho a los pescadores
rumiar cada noche sus cánticos de guerra.
Se preparan como un cortejo de sombras negras
para abandonar la isla.
Los veo avanzar en manada
y perderse con sus cuerpos robustos
dentro de la boca marina.
Regresarán al alba
con las redes mojadas y las manos heridas,
y en sus barcos remolinos de sangre
y escamas de colores.
IV
En la cabaña de troncos,
arracimados y húmedos,
dos cuerpos penden de la noche
en una envoltura de viento.
Sus manos enhebran desde el sueño
ramilletes de palabras.
En las bocas,
las lenguas calientes
brotan de su trinchera como dos peces.
Uno rosa. Otro rojo.
En el techo, las vetas de madera
crujen hacia dentro,
con voz circular y sin desembocadura.
Y en los túneles de agua,
las termitas, como los amantes,
lamen, arrasan, trituran
la piel del árbol.