Filosofar a cuatro patas
I
Parece que los niños romanos también jugaban a la rayuela. Dibujaban en el suelo un laberinto. Empujaban con pequeños golpes una piedra a la que llamaban alma. Y ganaba el primero que llegaba a la salida. Con el triunfo del cristianismo, o de cierto cristianismo, el laberinto pasó a ser una basílica entre cuyos muros el alma debía esforzarse por ascender desde la tierra hasta el cielo. La seguía el cuerpo del jugador dando anhelantes saltos a la pata coja, como si él también desease librarse de una vez por todas de su pesada condición terrenal. Así, mientras en la rayuela romana, el jugador se hallaba a cuatro patas, en contacto con la tierra, y el movimiento era fundamentalmente horizontal; en la rayuela cristiana, este se desplazaba a saltos, como si le diese asco tocar el mundo de la materia, y el movimiento era frustradamente vertical. No creo que fuese la primera ni la última vez que el mundo de los juegos infantiles, con su lógica inmanente, fértil de azares, dobles sentidos y realidades escatológicas, se viese colonizado por la lógica trascendente de un discurso religioso, filosófico, social o familiar.
Por eso creo que ponerse a cuatro patas es un excelente ejercicio filosófico que deberíamos practicar más a menudo. Cualquier excusa es buena: jugar a canicas, observar hormigas, esconderse detrás del sofá, frotar nuestro rostro contra el de un perro… Para empezar, aunque parece que a cuatro patas no se puede ir muy lejos, no hace falta dar dos pasos, y dos manos, para viajar a un tiempo muy lejano en el que no podíamos valernos de nuestras propias manos. Y, además, del mismo modo que no hay nada mejor para ver la vista que vendarse los ojos, un modo muy efectivo de redescubrir el milagro de tener manos es impedirlas andando a cuatro patas. Luego, como en esa posición nuestra cabeza pierde movilidad, nos vemos obligados a centrar nuestra atención en un área más reducida. Lo cual nos permite vislumbrar el aquí y ahora, esa tierra prometida que, a pesar de estar siempre al alcance de nuestra mano (como el escudo de Aquiles), resulta desesperantemente esquiva. En cierta ocasión, Voltaire dijo que, después de leer a Rousseau, a uno le entraban ganas de andar a cuatro patas. Era una crítica. Y sin embargo a mí, desde esta perspectiva, me parece un elogio.
II
En el siglo IV, Gregorio de Nisa comparó a los filósofos epicúreos con los cerdos. La imagen no era nueva. Cuatro siglos antes, Horacio se había presentado a sí mismo como un miembro de la piara de Epicuro. Claro que no se refería al animal obeso y rosado, productor industrial de carne, por la sencilla razón de que este no apareció hasta mediados del siglo XIX. Se refería al jabalí, fuerte, rápido, frugal y libre. Al jabalí que puso en aprietos a Hércules. Al jabalí con el que se compararía Rafael Sánchez Ferlosio, por ser un animal que embiste solo. No obstante, Gregorio de Nisa supo declinar esta imagen de la forma más denigrante para los filósofos epicúreos. En su opinión, la complexión espiritual de estos filósofos era análoga a la complexión física de los cerdos. Y no solo porque el hecho de poseer un menor número de vértebras les condenaba a vivir con el hocico hundido en el lodo del mundo material, sino también porque les impedía alzar la cabeza para contemplar el mundo supralunar de las ideas puras.
Pero las metáforas se pelean. Y los lugares comunes no son bebederos naturales en los que los animales no se atacan. Son arenas en las que diferentes sensibilidades poéticas, filosóficas y políticas luchan por apropiarse de una imagen. Y eso es lo que hizo Cyrano de Bergerac, cuando en 1657 publicó El otro mundo o Los estados e imperios de la luna, que es una de las novelas filosóficas más felices de todos los tiempos (muy por encima de El discurso del método, que peca de inverosímil). En ella, Cyrano se reapropia de la insidiosa metáfora de Gregorio de Nisa, y le da la vuelta, con el objetivo de liberarla de sus efectos perjudiciales para la vida. El protagonista acaba de llegar en globo a la luna, donde viven unos caballos sabios, que lo capturan y discuten acerca de la naturaleza «humana» o «inhumana» de ese extraño ser que acaba de llegar. La cuestión es que, entre las muchas declaraciones que el caballo fiscal alegará para convencer a su auditorio acerca de nuestra naturaleza deficiente, nos encontramos con el siguiente argumento:
«Ved, además de ello, cómo tienen la cabeza vuelta hacia el cielo: es la escasez de todas las cosas a que los ha condenado Dios la que los ha puesto en esta situación, puesto que esta actitud suplicante prueba que buscan el cielo para quejarse a quien los ha creado y pedirle permiso para gozar de nuestras sobras. En cambio, nosotros tenemos la cabeza inclinada hacia abajo para contemplar los bienes de los que somos dueños y debido a que no hay nada en el cielo que podamos considerar con envidia en nuestra feliz condición.»
Es un texto alegre, en el sentido spinoziano, ya que desactiva una metáfora que reduce nuestra potencia, al desconectarnos de esa fuente de conocimiento, placer y acción que es la realidad, al mismo tiempo que activa otra que la amplía, pues nos abre a esa realidad antes negada. Gregorio de Nisa fue un Hércules cristiano, que logró vencer al gigante Anteo estrangulándolo mientras lo sostenía en vilo con sus brazos, pues sabía que su madre Gea le transmitía una fuerza sobrehumana cada vez que su cuerpo tocaba la tierra. Frente a él, Cyrano de Bergerac nos exhorta a clavar de nuevo los pies sobre la tierra, y luego las manos, para que, como los caballos sabios, no perdamos de vista el laberinto, que otros llaman el mundo. El cristianismo debería haber celebrado más la imagen del niño Jesús gateando. O la burro del establo. Relinchemos, hermanos.
Publicidad
III
Claro que la exhortación a sacrificar el mundo real en aras de un mundo ideal no es una cuestión exclusivamente religiosa, sino también filosófica. Ved a Platón decir, mientras señala al cielo con su largo dedo encendido, que «hemos sido arrojados sobre la tierra, lejos de la patria celeste», y que urge «de aquí abajo hacia arriba evadirse lo más rápido posible». (Teeteto 76a-b) O a Simplicio de Cilicia, que bien merece su gentilicio (aunque fue uno de los siete filósofos neoplatónicos que debieron emigrar a Persia cuando el emperador Justiniano I prohibió el paganismo) y que veía en la Odisea una alegoría del hombre arrojado al mundo de lo material y lo mudable, simbolizado por las incertidumbres, y los olores (tan sugerentes), del mar, y también de su esfuerzo por regresar a su Ítaca celestial.
Lo cierto es que todos los idealistas, sean cristianos, platónicos o neoplatónicos, suelen verse como náufragos que escrutan el horizonte junto a una pira dispuesta para ser incendiada. Una pira formada con fragmentos de su vida real, que quizás podrían haberles servido para construir una cabaña o para iluminar sus noches, y que quedarán sin duda sin aprovechar. Amistades perdidas por culpa de ideales imposibles, acciones abortadas por un exceso de perfeccionismo, alegrías empañadas por el sentimiento de incompletitud, instantes desatendidos por todas esas inminencias que nunca llegaron a ser… Todo se convirtió en humo. Y ningún barco lo vio. Frente a ellos, Cavafis rescató a Ulises del más mortal de los peligros, que es el de los pretendientes al ideal, que deshonran el palacio de la vida. Michel Tournier liberó a Robinson Crusoe, haciéndole renunciar, en Viernes o La vida salvaje, al deseo de volver a la civilización. Prefirió la vida libre, tranquila y placentera de sus charlas con Viernes, sus siestas bajo las palmeras y sus paseos sobre las rocas para recoger moluscos, a cuatro patas…
IV
«Dulce et decorum est pro patria mori», dijo Horacio en sus Odas. «Es dulce y honorable morir por la patria». Y no lo hubiese escrito nunca si hubiese sabido la cantidad de jóvenes que acabarían alistándose, al inicio de la Gran Guerra, animados por ese verso. Pero habent su afata libelli… «Morir por la patria es vivir», dice el himno de Cuba. Pero ¿vivir dónde, cómo y hasta cuándo? ¿Y eso significa que los que no mueren por la patria sí mueren para siempre? ¿No es eso pura teología? ¿O teología-política? ¿O teratología-política? Spinoza, Spinoza, ¿por qué nos has abandonado?
Ciertamente, la secularización de las sociedades modernas supuso un trasvase simbólico desde el ámbito de la religión al del nacionalismo, que se vio en la necesidad de crear una nueva soteriología, de apariencia laica. Si bien en el fondo era profundamente religiosa. Como dijo Benedict Anderson, en Comunidades imaginadas, el nacionalismo intenta transformar la muerte en continuidad, y la contingencia, en necesidad: «Es accidental que sea Francés, pero Francia es eterna».
De ahí que Bakunin afirmase, en la carta 3 de El patriotismo (1869), que «el idealismo político no es ni menos absurdo, ni menos pernicioso, ni menos hipócrita que el idealismo de la religión, del cual no es nada más que una forma diferente, la expresión o la aplicación terrestre o mundana», y que «el Estado es el hermano menor de la Iglesia, y el patriotismo, esa virtud y ese culto del Estado, no es otra cosa que un reflejo del culto divino».
Yo no sé si el alma de los hombres es inmortal. Pero la del idealismo sí que parece serlo. Y ahí la tenemos, reencarnada en el avatar del nacionalismo, despreciando el carácter mezclado, plural y cambiante del cuerpo social, e intentando reformarlo, mutilarlo y a veces exterminarlo, para «de aquí abajo hacia arriba evadirse lo más rápido posible». Pero el despegue hacia la restauración de la antigua gloria perdida o hacia el establecimiento definitivo de una unidad nacional plenamente reconciliada se encuentra con un grave problema, que es el problema de la gravedad. Pero, para los grandes planes del idealismo, eso solo es un detalle. Para librarse de la fuerza de la gravedad, no cree que hace falta generar una fuerza superior que apunte en dirección contraria. Basta con ignorar el mundo, o destruirlo, si hace falta. Porque muerto el perro, muerta la rabia. Y para eso está la guerra, que parece dispuesta a solucionar de una vez por todas el problema de la realidad. La solución final.
La misma guerra (porque todas las guerras son la misma guerra) en la que murió Jack Kipling, el hijo de Rudyard Kipling, quien no solo lo enardeció con poemas belicistas que le mostraban el camino para ser un hombre, sino que también le ayudó a alistarse, a pesar de haber sido declarado no apto. Aquel joven miope murió en su primera batalla. Y su padre, destrozado, buscó en vano su cadáver, y estampó, en sus Epitafios de la guerra, unos versos que son un aviso contra todo idealismo:
«Si alguien pregunta por qué hemos muerto
diles que fue porque nuestros padres mintieron».
Me imagino a Jack a cuatro patas buscando sus gafas sobre el fango del campo de batalla. Me imagino a Rudyard a cuatro patas buscando en vano la chapa de su hijo bajo la mirada ausente de su guía francés. Ojalá hubiesen adoptado antes esa postura. Y ojalá hubiesen comprendido a tiempo que, no solo el hombre, sino también las sociedades están hechas de barro, y de hierba, y de abono, y que no hay fronteras divinas ni esenciales, y que morir siempre será morir…