La resistencia de poner flores
Encuentro un texto sin acabar en un documento de google docs. Lo continúo.
Son las ideas que no se acaban de concretar, edificios sin acabar. Les pongo flores a esas ideas. Supongo.
Me gusta empezar a la mitad, así como esta idea, que no acabó de formarse y no acabará nunca. No sé empezar a la mitad y tampoco sé empezar al inicio. Pero en un lado del mundo, en el que me gustaría estar ahorita en vez de en clase, aburrida, hay alguien que salió y compró flores. Puede ser que salió de su casa y vió el puesto de periódicos y ya es parte de su rutina comprar flores que pondrá en un jarrón al lado de la ventana, para hacer un contraste con los días nublados que plagan su ciudad y sus sueños. En otro lado del mundo, o de la misma ciudad, o del mismo recuerdo, hay un hombre que compra flores, o puede ser que las arrancó de una jardinera de una avenida prominente. No sabe qué le hará a las flores, se las va a regalar a una persona anónima y color sombra que solo existe en las esquinas de su imaginación nocturna. Una niña de cinco años está en el patio de su kínder y arranca una flor morada con fuerza, primera ocasión en la que la reprenderá la maestra, y suceso al que más tarde apuntará como aquel que la encaminó a, veinte o treinta años después, unirse a una revolución armada para defender ideales que a veces son suyos y a veces los filtra por su cualidad invisible al ser parte de multitudes. Alguien más siembra, con fe, en una maceta, en una ciudad fría, en un departamento diminuto, la semilla de un limón que puede ser que logre convertir en hogar a sus apachurrantes metros cuadrados; puede ser que la hospitalidad de la planta contamine el ambiente, contamine su ser, se fusione en una búsqueda de propósito que tal vez llegará.
Odio el qué de las flores. Odio que se burlen de lo que no podemos ser. Como separación del alma —idea establecida por los filósofos mucho antes de que yo naciera y aprendiera qué significa tallo— , así, el humano busca a la flor para que sirva como postizo de lo que no podemos decir, ni hacer, ni contrastar, ni simbolizar sin sofocarnos. Puede ser que su versatilidad sea suficientemente moldeable para llenar los huecos en la vida que nos pueden transportar a otras realidades, que logren deshacer lo hecho y aquello que está por hacer y que, por lo tanto, nunca se hará, ni se sabrá, más que en el íntimo centro de un capullo. En el metalenguaje de lo botánico, los arrepentimientos son equivalentes a las declaraciones de amor. En su capacidad transitiva, convierten el paso entre la vida y la muerte en algo ficcional, inventado e imaginario, un intento de comunicación a gritos y personal: el significante de un sollozo que no acaba.
No sé si por eso usamos las flores como la carta perdida en una paloma, como el mensaje que no llegó o que ni siquiera se intentó mandar. Mensaje abstracto, bello y grotesco, mortal como nuestro conocimiento de la existencia. Recordatorio de la inminente cualidad de marchitarse. Recordatorio de las consecuencias del viento y del tiempo, de la finitud y perpetuidad del mensaje, de la transmutación que es imposible fijar y que no se queda quieta, porque las palabras no se quedan, no se siembran, no se suspenden en el aire. Un mensaje que muere, que mata al emisor, que acaba por acabar porque lo que se dice, o la intención de lo que se dice, tiene final y tiene cadáver. Por eso, en las noches, a las dos de la mañana, una madre cruza la noche, silenciosa y lenta, venenosa como su dolor para dejar su ramo de flores al hijo que perdió en uno y mil y cinco mil universos alternos que dibujaron este devenir. En vez de una disculpa, el ramo crece en proporción a la falta cometida, busca ser el puente a un perdón que no se verbaliza, un perdón con capacidad de secarse y olvidarse y reinventarse con el ramo durante las estaciones más soleadas…