Niñas conejo
A nosotras todavía nos llaman «niñas conejo». Mi hermana se tapaba las orejas con el pelo liso, cual monja orgullosa de llevar cofia negra, pero yo se las podía ver cuando nos bañábamos: eran pequeñas, como las mías, aunque sutilmente encocadas hacia dentro. Nada en ellas ni en las mías susurraba la palabra conejo, como mucho la mugre que nos lamíamos en el baño. Al salir, mamá nos revisaba las orejas y decía: ay, misniñas limpias.
En el baño, mi hermana y yo también nos mirábamos y tocábamos el par de moras que cargábamos en el pecho y que mamá tenía un poco más grandes, pero no mucho. Fue una desilusión saber que ni las de ella ni las mías sabían a mora, luego mamá nos contó que las de ella tampoco. Nunca las mordimos, aunque teníamos unos dientes de pala que podían desenterrar al muerto más muerto y más viejo del pueblo. Misniñas conejo, nos decía mamá mientras arrancábamos las zanahorias de la era, las liberábamos de las hojas y las mordíamos sin lavar, sentadas, con tierra entre las medias. En vano intentábamos limpiar la zanahoria contra el uniforme de la escuela: mientras más frotábamos, más tierra salía. Como si cada zanahoria contuviera todo el campo dentro. Mamá nos miraba mientras ordeñaba a Rita, decía que la libertad de comer tierra por elección no volvía más, así que nos dejaba libres y sucias. Al día siguiente nos mandaba a la escuela con la ropa del domingo y una nota entre el cuaderno: profesora, por favor, disculpe a mis hijas, tuve que llevar sus uniformes al sastre. O, lo siento, los uniformes no alcanzaron a secarse. O, qué pena, la plancha se quemó.
Pasábamos las tardes buscando qué morder: tréboles, guayabas, orejas de vaca, hormigas, geranios. Todo hasta que el sol nos adormilaba en el pasto y entonces las hormigas nos devolvían los mordiscos…