Dos poemas de Pedro Martín Aguilar

GPS

Ahora nos parece la edad de las cavernas,

pero alguna vez, de niños

(niños: ‘esos enjambres de sueños

que se atreven a empañar el dolor’)

imaginábamos: ¿qué habría más allá

del Mar de los Sargazos, del sol de Filipinas

donde en la fábula se devoraron

a Magallanes? ¿Qué tierras incógnitas

en el espacio en blanco

  que el mapa no cubría?

Todo se ha respondido.

  Hoy sabemos —gracias, Google™—

la intimidad topográfica

de Américo Vespucio.

Hoy tenemos —gracias, gracias— 24 satélites

apuntando sus córneas tranquilizantes

a Notos y Bóreas, a Céfiros y Argestes

para que los cuerpos no escapen de sus almas.

Esto era el Progreso: ya nunca más perderse

en carreteras secundarias

y que a cambio —siempre

hay que dar algo a cambio—

Waze™ rastree su presa suculenta,

la ubicación exacta de mi vida (40º 25’ 0.75’’ n; 3º 42’ 11.91’’w) 

que nutre un microscopio de mastines.

En la noche, cuando trace

la ruta de la seda en la espalda de mi amor,

cuando me vaya por el borde

de la Finisterre de su piel

el gps lo sabrá: la geolocalización del yo

en la vigía de mi cuerpo

(mi cuerpo: ‘un mapa ahogado de tinta’).

Y cuando mis ojos rupestres

supliquen el reposo de la vista, lo sabré:

ya no hay dónde imaginar

(ni blancas nubes, ni páginas por escribir);

todo está garabateado

en coordenadas de extinción.


Cuarteto en cuarentena

Ciudad de México, mayo de 2020

Las distintas epidemias materializan en el ámbito del cuerpo individual las obsesiones que dominan la gestión política de la vida y de la muerte de las poblaciones

          Paul B. Preciado


I. Confinamiento

Tengo miedo de mi casa.

Amanezco tras una borrachera

de ansiolíticos. El despertador

me suena en el esófago. Bajo por las escaleras

(escalones: teclas de piano desafinadas)

y, al ver la pantalla que me ansía en el estudio

(en el estudio cuyas altas cortinas

son ahora barrotes afelpados),

las eras me engarrotan, mi voz

se amarra con el luto. Juraría que ayer

(¿qué es ayer? ¿qué es la palabra ayer?)

los pasillos no eran tan estrechos, los muros

no lamían los fosos de mi carne. Una manecilla

me siega la garganta. Hora de trabajar

que cada casa sea

     un calabozo productivo

cada cuerpo

        una fábrica ósea

tecleo: los números de la empresa muestran una

clara tendencia a la baja, pero es ahí, cuando

la pantalla cobra vida (la oigo respirar

mientras yo me quedo sin oxígeno), que se prende

el miedo: van más de 280,000 muertos por

la pandemia, los pequeños negocios deberán

declararse en bancarrota, y las ventanas emergentes

succionan mis pupilas: ¿cómo será el mundo

después del virus? ¡descúbralo aquí! Los economistas predicen

la nueva normalidad, por favor,

¡clemencia, por favor! ¿qué no ven

que un péndulo bulímico

nos está estrangulando? ¿Qué no escuchan

sus cuerdas vocales arrancadas?

    Si yo fuera alguien

nos haría callar a todos.

A callar de veras. No este silencio alto en calorías.

Callémonos frente a lo que des

conocemos: el canto

de los albatros primordiales. En las cunas paleolíticas

que hubo debajo de mi casa (y que volverán 

a ser mi casa), los fósiles recuerdan

el trauma del inicio: una catástrofe,

guerreros de otra tribu han secuestrado

a todas las mujeres; bajo el diluvio ígneo,

hay refugio en la lengua de los sabios,

que nos dicen, con sus lloros otoñales,

hijos nuestros, toda tragedia nos obliga

al tiempo de los dioses. Salgan

del ritmo caminable, es momento

de conversar a solas con la muerte.

        Apago la pantalla,

escupo el celular, hablo contigo, madre,

te traigo de vuelta

al día en que la luz me concediste, 

y me prosterno, madre,

ante los dedos incendiados

con que horneas la tumba de mi vida.

Y agradezco, madre, porque sufro

la existencia sabiéndome tu hijo.

Madre, ¿cómo fue posible

que esto nos pasara? Tu fruto /

una penca de afasias / cada voz

una isla /

cada isla una casa /

cada casa un trabajo / un cuerpo / la cárcel de una piel

Madre, discúlpanos

esta eternidad de conservantes, madre, perdóname

por haberme desvivido de tu muerte.

Madre, perdóname:

habitar la tragedia en casa de los dioses

lo prohíben los amos que cuerpo ya no tienen. 

II. La pandemia de la bonanza

Vamos, presúmeles a esos

abueletes que se llenan la boca

de exilios, franquismos y demás pastiches

del History Channel un martes por la madrugada;

restriégales en sus falsas heridas de guerra

—que no se hagan: los héroes nunca sobreviven—

que tú también, con todo y tu generación de la blandura,

con todo y tu escuadrón de malcriados,

superaste Una de Las Peores Crisis de la Historia.

Vamos, presúmeles, como lo harás

con tus hijos, que multiplicarán al cubo

las medallas que hoy te estás colgando.

Entona los suplicios que sufriste

—como si papá te castigara todo un año—,

los trabajos de Sísifo, cuando, insomnio tras insomnio,

dudabas con qué nueva serie de Netflix™ soñarías,

las tareas de Heracles, cuando, noche adentro,

tu esperma nutría una laptop infértil.

Confiesa tu martirio —deberían hacerte mártir,

que no te quepa duda—, cuando, en el cadalso de la engorda,

tenías que recibir tus pizzas de Rappi™,

no fuera a contagiarte ese repartidor,

destinado —qué le vamos a hacer— a la incómoda cuenta

de daños colaterales.

          Luego, un amanecer, escuchaste

un grito de allá afuera, y te dijiste, todavía soñoliento

por la caricia del Rivotril™: cómo quisiera ser libre,

salir de este pijama amurallado,

de esta videollamada del espíritu,

y gritar, gritar como esa enfermera morenita

que los deudos de un paciente apedrean. 

III. Mascarilla

Demos gracias, hermanos, por el Nuevo

Hombre que se libera de los muertos.

Costó lo suyo, ni cómo negarlo. Meses

empotrado en el sofá —¿o era el sofá mismo?—,

resistiendo las tentaciones

de las infinitas series en hd (hay tantas

que en una de ellas el mundo nunca existió).

Oremos por la última actualización

del Mesías, oremos, hermanos,

porque Su antivirus sea piadoso

(ahora que la peste es más diabólica

que la guerra, el hambre et al minucias).

Sigamos Sus enseñanzas: la saliva, la tos y el estornudo

se van directo al Infierno (esto que les digo

es una ecuación parlante, para protección de todos);

ahora Dios no tiene labios

ahora Dios no tiene lengua

(Él tiene un software craneal —nosotros—

donde deja purísimos mensajes de voz);

pero, sobre todo —y quien disienta no será vacunado—,

Dios ya no tiene rostro,

Dios tiene máscara (kn95, ¡la mejor del mercado!);

habrá que cambiar la Capilla Sixtina,

cuando vuelvan los turistas —sólo ellos tienen derecho

al libre tránsito— verán: la flameante tela

protegiendo Su boca flemática.

Hay que ser tajantes, hermanos:

esto es a imagen y semejanza, si Dios

se ha liberado de su piel —habrá que publicitar

el culto a los desollados—, ustedes deben renunciar

a su cuerpo.

        ¿Es que no se dan cuenta?

¡Estamos ante la promoción del milenio!

Siglos luchando para que las pecadoras

aceptasen la ablación, ahora,

a nuestro alcance: cúbranlo todo de caretas,

amortajen los pliegues extasiantes

del mármol con tapices de cloro,

fumiguen las claraboyas eléctricas,

que los creyentes se contagien de passwords,

que haya un Facebook™ para entrar a Facebook™,

que haya una contraseña de la mente,

que los guiñoles de Tinder™

latigueen el pubis de los infieles.

Pongan, hermanos, una máscara de gel

sobre la máscara del día: espejo masturbado: 

único tocamiento permitido.

Y no lo olviden, pregonen

esta Verdad desde su casa —en el teletrabajo

que deglute el ocio de su casa: somos

la ambrosía de una cuenta bancaria,

el número incandescente

de la puerta donde Amazon™ nos deja los pedidos,

el código qr en que el amor

besa un nombre anestesiado,

el inbox antibacterial 

que sólo Dios puede leer,

el píxel del alma

—píxel de jabón a base del cuerpo satánico—,

la única partícula que penetra

el tejido de Su sagrada mascarilla. 


IV. Detrás de cámaras

Cuando empezó la tragedia

el crimen ya había sido cometido

Juan Vicente Piqueras

No negarás los muertos.

No negarás los cientos de miles de muertos,

que, en la era de las comunicaciones,

se ahogaron con la fiebre del mutismo.

No negarás las clínicas 

de palo, la cacería civilizada

de los respiradores. Tampoco

el ronquido tecnócrata, las cifras

puestas a secar, a la sombra de la Muralla China 

de cada Departamento de Salud.

No negarás la enfermedad

como tampoco su higiénico martirio,

lo conveniente de su limpia

para que los amos expíen sus culpas

del otro lucro caníbal: recluir, extirpar

las vidas corporales del planeta,

cubrir con este velo de control

la Crisis Última que ellos patrocinan.

Los animales huyen del mar talado

a nuestra comida de cemento; la trampa

estaba lista, sólo faltaba el aleteo de un

hombre de negocios, el secuestro de una célula

No negarás la enfermedad

como tampoco su disfraz humano

(un Apocalipsis en dosis medidas,

una obra de teatro de látex): ¡felicitaciones!

Sobrevivió al Fin del Mundo, ahora compre

la película del evento y regrese a trabajar.

No negarás la infección traspapelada,

los francotiradores del insecticida

en las venas hormigueantes del Río Bravo

(ni de otro río que una pala de sangre cave), 

los alveolos de la droga

que depuran el miedo de las madres.

No negarás el derrumbe de la casa

(la casa que parasitó sus dormitorios)

cuando los padres masturbaron sus fusiles,

cuando las hijas durmieron en sus parrillas de carne.

No negarás la tos de tus esclavos,

el corte a la moda

en los anaqueles insomnes de las ciudades sin respiro.

Recuérdalo, porque esto que pasó

no ha pasado todavía. Recuérdalo,

te lo dirán: ya pasó, relájese, compre

su Nueva Normalidad, échese en el sillón, vea

el filme del mártir enlatado,

compre su indulgencia digital, podrá ir al cielo

sin sufrir incomodidades.

Recuérdalo, porque esto que pasó

será poesía: ¡vacuna gracias al Sistema! Aleluya, aleluya

(palmaditas robóticas en espaldas de suero);

que los hombres beban y vivan

su masacre rutinaria

unos cuantos años más

(brindemos con la luna potable que nos queda).

Recuérdalo, te dirán sus sonrisas de peste:

esto que pasó fue peor que Auschwitz, que Hiroshima, que

la selva congelada

donde entierran el sueño de los justos.

  Dentro de 50 o 100 o 200 años,

tu nieto o tu bisnieto o tu nadie

apagará la cinta de la pandemia (en esa versión

los gringos nos salvan a todos, nos dicen

que el mundo ya no puede acabarse),

mirará por la ventana de su búnker de Acapulco

y se preguntará

por qué sus sirvientes flotan

muertos en los glaciares derretidos

Pedro Martín Aguilar

Pedro Martín Aguilar (Madrid, España, 1991). Poeta, narrador e investigador con residencia en México. Ha recibido el Premio de Poesía Joven UNAM 2020 con Matrioshka (2021), el Premio de Poesía Álvaro de Tarfe 2021 con Palabra de la sombra (2021) y el Premio Nacional de Narrativa Gerardo Cornejo Murrieta 2018 con Cuentos para el fin del mundo (2020). También es autor de Bitácora extraterrestre (2019). Poemas suyos aparecen en Soplo de vida. Antología de animales (2021) y en las revistas Periódico de poesía y Punto en línea, entre otras. Actualmente cursa el doctorado en Letras de la UNAM.

https://www.instagram.com/pedromartinaguilar/
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