Cinco poemas - Adalber Salas Hernández

Greg Rakozy

[El silencio de las supernovas]

El espacio está hecho para el sonido,

para acogerlo, para darle refugio

a su anatomía inquieta, a sus aspiraciones

de ola. Allá afuera 

todo habla, todo cuerpo

se rodea con una corte de ruidos minúsculos;

asteroides que chocan, íntimo

desgarramiento de la roca;

soles que son pura espalda encorvada

bajo no se sabe cuál peso;

materia que canta oscura

en una lengua que nadie enseña.

El sonido viaja leve, adelgazándose

hasta desaparecer. Allá afuera todo habla

su música callada, pero nada nunca

escucha. 


[Síntoma]

Despierto con un dolor agudo en la pierna.

Lleva varios días allí, casi tímido; es

la primera vez que me saca de la cama. 

Pero no me saca realmente: comprendo

al intentar levantarme que no podré caminar

hasta el baño. Es un dolor delgado, pulido,

una navaja que se ha ido enterrando 

poco a poco en mi pantorrilla. A su alrededor,

los músculos pesan como bolsas 

de tierra. Intento caminar. No costaba tanto 

ayer; no costaba tanto hace una semana. 

Cuesta mucho más. Las bolsas de tierra 

se han roto y todo se ha derramado y ahora

algo ha ido creciendo allí. Algo germinó,

echó sus raíces sordas entre la tibia

y el peroné. Observo mi pierna bajo la luz 

ojerosa del baño. La palpo. Está hinchada,

madura, cítrica, a punto de abrirse. Adentro 

hay un fruto, lo sé, que me entumece la carne. 

Un puño aturdido. Una piedra blanda. Fruto,

fruto ciego sin semilla.

Hundo los dedos en la piel, rebusco, quiero

sacarlo, abrirlo. Exponerlo al brillo poroso de la lámpara.

Pronto, mareados por el olor, 

vendrán los insectos.  

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[Lenguaje de señas]

Las moscas son las últimas dueñas

de lo íntimo. Testigos de las pasiones

que sobreviven al cuerpo, las que insisten

con su salmodia terca en la sangre 

cuajada y ennegrecida, en la bilis, en el pus, 

en todo lo que rebosa

de la carne cuarteada, digerida 

desde adentro. Las moscas traducen 

el lenguaje de señas de la descomposición,

el que le resta al cuerpo desnudo

de voz: lo dicen sus alas, sus ojos facetados,

minerales, sus patas que frotan

oraciones inquietas, dichas con la prisa

de lo minúsculo.

    Azúcar para sobornarlas. Busca 

azúcar para pagarle a los ángeles de hocico nervioso

y seis patas, entrégales esa ofrenda 

para que también vengan a velar tu sopor tibio,

a custodiar el tedio en decimales, a escuchar 

la confesión de los miembros que se desdicen.

Serán las depositarias de eso que llamas alma y que es

una colección de secretos inútiles: 

sorda materia sonora, zumbando.

No las espantes. Ábreles la ventana, que entren

a casa y se posen donde mejor puedan verte.

No lo olvides: harán la crónica de ti

en sus ademanes ínfimos. No lo olvides:

donde haya una mosca, allí está

el centro de un mundo perdido, 

gesticulando.


[Teoría del electrón único]

Un único electrón 

furioso,

presuroso, 

persiguiendo

su región imperceptible, 

su terreno 

que es todos,

yendo y viniendo

y yendo, 

desde el principio ciego 

del universo y

desde el fin sediento,

sin detenerse por

un respiro,

sudoroso,

frenético,

sosteniendo 

por sí solo

todo el tejido

de lo existente.

Un único

electrón,

tiro minúsculo,

hilo invisible,

nudo en el interior

de los objetos,

peregrino sin nombre

ni rostro ni puesto

ni credo. Constructor

secreto de los soles

y el polvo, huidizo

en su complot

de cuerpos y elementos.

Sólo guiño, 

crujido seco

en ellos.  

[Paternidad]

Respira entrecortadamente, el río. Respira

como si se hubiera atragantado, como si tuviera

un nudo de piedras en la tráquea, guijarros

amontonados, casi dientes. Respira y en su orilla

está mi padre, seis años, detenido, ojos cerrados.

Ha llegado allí sin saberlo, sonámbulo, 

caminando sobre el cordel tenso de la noche,

un mismo hilo de aliento que se ovilla

en sus pulmones y atraviesa la selva 

tibia, hasta cortarse en el río. El río que es

una astilla en los bronquios. El río que

es una rama sin fruto, dibujada

en la tierra. El río que es una horca 

para mi padre de seis años, para sus párpados 

apretados como escamas de pez. 

Todavía no se ven mis seis años en los suyos.

Pero entre ambos hay una línea 

que fluye ciega, hendida. 

Lo detienen justo antes de zambullirse. Alguien

lo vio salir de su casa sosegada. El río se queda

colgando solo, quizá más lento, a oscuras. 

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Adalber Salas Hernández

Adalber Salas Hernández (Caracas, Venezuela, 1987). Entre otros, autor de los libros Salvoconducto (XXXVI Premio de Poesía Arcipreste de Hita; Pre-Textos, 2015; traducido al alemán por Geraldine Gutiérrez-Wienken y Marcus Roloff como Aus dem Kopf durch die Nacht y publicado por parasitenpresse en 2021), La ciencia de las despedidas (Pre-Textos, 2018; traducido al inglés por Robin Myers como The Science of Departures y publicado por Kenning Editions en 2021), [a love supreme] (Letra Muerta, 2018) y Nuevas cartas náuticas (Pre-Textos, 2022), así como los volúmenes de prosa Clarice Lispector: el lugar de la poesía (Ril Editores, 2019), Palabras sin dueño. Variaciones sobre la traducción literaria (Dirección de Literatura UNAM / Periódico de Poesía, 2019) y 23 shots (Dcir Ediciones, 2020). Entre otras, ha publicado traducciones de Marguerite Duras, Antonin Artaud, Charles Wright, Mário de Andrade, Hart Crane, Pascal Quignard, Mark Strand, Lorna Goodison, Louise Glück, Yusef Komunyakaa, Anne Boyer, Roger Robinson (con Elisa Díaz Castelo), Nicholas Laughlin, Shara McCallum, Jamaica Kincaid, Frankétienne y Patrick Chamoiseau. Su trabajo poético ha sido reunido en las antologías Ai margini di un mondo sconosciuto (Edizioni Fili d'Aquilone, 2018; traducción de Alessio Brandolini) y De ningún viaje se vuelve (Mantis Editores, 2019).

https://twitter.com/adalbersalas
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