Cómo despedirse

Leon Seibert

a JGB

Lo propio de la imagen-movimiento cinematográfica es extraer de los vehículos o de los móviles el movimiento que constituye su sustancia común, o extraer de los movimientos la movilidad que constituye su esencia. 

GILLES DELEUZE

I

Cada vez es menos común mostrar un mito en cine. Representarlo siempre es ampliarlo, responsabilidad que muchos cineastas contemporáneos eluden. Martin Scorsese fue el último que lo hizo impudorosamente, construyendo con voluntad mitómana su película La invención de Hugo sobre la base de la ilusión cinematográfica. Para ello, se sirvió del mito fundacional del séptimo arte, aquel que cuenta que los espectadores de La llegada del tren a la estación de La Ciotat de los hermanos Lumière sintieron miedo al ver cómo la imagen se proyectaba, y se agazaparon en la butaca y temieron por su vida en el lapso de un segundo y dieciocho fotogramas. Todo pasó así de rápido, de desordenado; todo era tan imprevisible. El cine abría la ilusión de la realidad, produciendo un quiebre en la percepción acostumbrada y establecida del público —todavía no masa—, no acostumbrado al arte mimético en movimiento. 

Sin embargo, lo que demuestra quizás no intencionalmente Scorsese es que el cine también es capaz de activar otra ilusión, la de la plasticidad del tiempo. El cinematógrafo puede estirar el tiempo, hacerlo elástico y expansivo. El cine funda, y con ello cambia radicalmente nuestra forma de percibir el mundo, el perspectivismo maquínico, que hoy en día sirve como prueba irrefutable de evidencias judiciales —¿para qué si no una cámara de seguridad podría cambiar una investigación policial? La cámara, como aparato anatómico-forense, es capaz de descomponer un mismo espacio en intervalos de tiempo sucesivos y plásticos, fundando un tiempo dentro del Tiempo donde rigen el montaje y la voluntad. 

Al cine le fascinan los trenes en movimiento; los detenidos, en cambio, solo generan suspense. Hay dos razones que lo explican, más allá del mito fundacional: en 1896 ya existían imágenes de lo humano, lo animal y lo natural. El cine, como invento moderno —al igual que el ferrocarril—, es el único medio capaz de reproducir la fascinación por la máquina, que se caracteriza por su fuerza motriz. El cine funda la máquina como imagen. Si la invención de los rayos X modificó nuestra relación con la validación científica y la evidencia al hacer pasar la prueba médica de lo posible a lo visible, el cine intensifica la relación con la máquina, la perspectiva, el movimiento. El descubrimiento tecnológico fascina como lo hace un microscopio, pero es capaz de desvincularse de toda instrumentalización definitoria. Al fin y al cabo, Dziga Vertov siempre tuvo razón: el cine es más maquínico que humano, más material que natural, más mecánico que divino. Eso no lo convierte en un invento anti-humanista, sino todo lo contrario: lo desvela como suprema invención, como figura que marca un límite histórico, un-antes-y-un-después, un umbral de época. En su relación con lo divino, fue Godard quien mejor entendió la potencia del cine, y al final de Hélas pour moi, su película sobre un Cristo común e ignorante de su condición, se procede a la lapidación de un tren. 

Publicidad

II

No hay anhelo más humano que el de alargar una despedida. Muchas veces lo ha retratado el cine: pienso en ello y decenas de secuencias abstractas, cuyo origen no sabría argumentar pero que sin duda reconozco y creo haber visto, me vienen a la cabeza: el tren que parte lento de la estación, la mujer que cuando comienza a moverse hasta que este alcanza una velocidad no humana y el andén se vacía; el pitido de la marcha, una puerta cerrándose, el control de un avión, un abrazo incómodo en la parada de un bus (esta sí puedo nombrarla: es ¿Qué he hecho yo para merecer esto?!), la promesa de un reencuentro o la desazón de la pérdida aún no asumida. Hacia 1895, estas imágenes habrían sido mucho más difíciles de describir. Yo habría necesitado mucho más espacio, más detenimiento en los detalles, más concentración. Ahora me basta con nombrarlas, sabiéndolas imágenes, sabiéndolas reconocibles. 

El cine universaliza las despedidas. Las convierte en un lugar común. No las nombra, las hace imagen, y con ello abre la posibilidad de reproductibilidad. En este caso, la reproducción no es técnica, sino gestual. «Siempre nos quedará París» o «Louis, presiento que este es el comienzo de una hermosa amistad» son frases, sí, pero ante todo gestos, palabras para siempre modificadas por la potencia motriz del cine. 

Si la presencia de una cámara no desnaturalizara el ambiente, si yo fuera menos pudoroso, no escribiría esto, y cogería el metro hasta el aeropuerto y en la planta de salidas, a una distancia prudente, grabaría todos los abrazos, los besos, los llantos, las promesas. ¿Cuántos de esos gestos se apoyarán en otros ya filmados? Con todo ese material grabado podría investigar a fondo la mecánica anatómica de la despedida, y sin embargo sé que esas imágenes no me pertenecerían. Que quizás el resultado fuera bello, pero injusto. La única solución sería recrearlo todo, ponerlo en escena, pero me niego. No sé dirigir. Trabajo con lo imprevisible. 

Especulo con imágenes que existen y no existen todavía. Sabría donde encontrarlas: en los aeropuertos hay cámaras de seguridad. Un cuerpo que se resiste a ser filmado por un particular ha naturalizado la vigilancia. Cada día, miles de imágenes de despedidas se pierden en los discos duros de una empresa de seguridad. Solo un suceso —es decir, algo incluso más extraordinario que una despedida— podría acercarnos a ellas. 

III

Todos los días cojo un tren para ir a la universidad. La línea C-4 de Cercanías me lleva al norte de la ciudad, que por simple oposición llamamos el campo. Allí, al menos, se respira un aire parcialmente limpio. En el camino de vuelta, conforme el tren se acerca de nuevo a la ciudad, percibo en el horizonte urbano una boina de contaminación…

Pablo Caldera Ortiz

Pablo Caldera (Madrid, España, 1997) es escritor e investigador. En 2021 publicó su primer libro El fracaso de lo bello. Ensayos de antiestética con la editorial La Caja Books. Colabora habitualmente en medios como CTXT o A*Desk, donde ejerce de crítico cultural. 

https://twitter.com/p_abloc
Anterior
Anterior

Heridas blancas

Siguiente
Siguiente

La edición: salvajada, ruego y llovizna