Hoguera total

Sitiado por el fuego que muerde el

corazón del bosque gime agitado el tigre [...]

y se entrega de un salto al horno gigantesco como otra

llama viva que se contorsiona y que se

suma a la hoguera total

Eduardo Lizalde

 

I

El niño corre a través de los brotes de selva que el estuario alimentaba desde hace miles años, tiempo en que el caudal se anegó del agua oscura proveniente del fondo marino y la selva de la isla emergió y surgió la vida y la podredumbre.

Entró a su aldea. Racimos de moscas revoloteaban en el aire. Ligero aroma a sangre en el ambiente. El niño bajó del terraplén donde se encontraba y se internó hasta las rodillas en el légamo de agua estancada. Miró a los viejos recostados en sus hamacas que capturaban moscas con la punta de los dedos. Los adultos jóvenes descargaban de las redes los jureles y las albacores que revoloteaban entre el esparavel poseídos por una fuerza indómita. En el cielo, tímidos cirros se aglutinaban en inmensos cúmulos que eclipsaban al sol. Había pronóstico de calma en el mar. En la rada las primeras embarcaciones que habían salido desde muy temprano regresaban y atracaban en el muelle y descargaban la pesca del día. Un grupo de trabajadores, ya listos con la hoja en mano, rebanaban y limpiaban la ventresca de los marlines y jureles que cada navío traía en su proa como botín de guerra. 

Durante dos semanas los habitantes de la aldea sufrieron nutridas embestidas de las olas embravecidas. Salir y entrar de la isla era imposible. Ahora, el viento proveniente del estuario calmaba el vaivén de las hamacas de los viejos, y los demás adultos se preparaban para una jornada de trabajo intensa mar adentro. 

Habiendo cruzado de norte a sur la aldea, el niño llegó a las últimas cabañas en donde el aroma de una cocina familiar lo atrajo. Separó los tules de seda con las moscas adheridas y muertas y entró en su hogar. 

Dentro, el vaho soporífero de hojas quemándose en la leña le produjo un mareo. Su madre, al fondo en la cocina, preparaba la tisana en una olla que hervía. Escuchó la llamada del abuelo. El niño fue a la alcoba del fondo donde encontró al anciano recostado contra el respaldo de la cama. Un hombre con la piel sulfurosa, casi azul, cuyo único movimiento durante el día era revolverse entre las cobijas, víctima de un gran dolor en las manos. Lo saludó con un movimiento del mentón. El hombre levantó una de sus manos azules en mitad de la penumbra y el chico se acercó y se tiró de hinojos ante él. Afuera se alcanzó a oír el crótalo de los animales rampantes que merodeaban siempre los jardines exteriores de las cabañas. Las pavesas del fuego de la cocina hacían crujir las hojas secas del techo. El niño tomó los pies del hombre y comenzó a remover las niguas que devoraban la carne vieja. Lo recordó en una época anterior como un espejismo remoto. Lo levantaba de la pierna y lo exponía ante el fuego, quizá para comprobar que el niño era realmente su nieto. Levantó la aldea a partir de un árbol caído. Era el más viejo de entre todos los viejos de la aldea, el patriarca mayor, cuyo nombre de dos sílabas dio origen al lenguaje que todos los habitantes hablaban, y ahora se lo estaban comiendo vivo los insectos. Se pudría en vida y a nadie le importaba demasiado.

Cuando terminó su tarea, en el suelo había una gran cantidad de insectos muertos. Eran blancos, y al morir reventados, una pus verdosa y virulenta le quedaba adherida a los dedos. Regresó los pies del viejo a su posición en la cama. Estaban hinchados. La carne que devoraron las niguas caía en pequeños racimos pálidos, y las heridas supuraban, entre la carne hinchada y roja, la misma pus de los insectos reventados. El niño se limpió y salió. El viejo se había dormido.

Salió de la cabaña y desandó el camino en dirección a la selva. Sabía bien dónde estaba el estuario, y hacia allá dirigió sus pasos. Quería mirar las piraguas provenientes del mar de mundo

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II

Por aquí llegaron las niguas, se dijo, en las piraguas que trae el mar consigo desde la línea que se ve en la lejanía y por donde emergen las embarcaciones, primero con sus velas y sus mástiles y los aparejos, y en la popa un hombre erguido que dirige la embarcación. Recordó la ocasión en que subió a una de esas canoas y no logró ver el fondo del mar por el cabrilleo de las aguas. Qué mirarán estos hombres, se preguntó: el principio de la isla, sus olores, los compases de la selva que se abre ante ellos. Tras ingresar en la corriente marítima ya no hay marcha atrás. Son atraídos por una fuerza invisible hacía el corazón de la isla. La corriente del estuario que da origen al río y el cual corta la isla en dos mitades y que a veces es un charco inofensivo de aguas quietas, un vado de lodo a donde van a morir los peces perdidos, y en ocasiones puede ser el empellón de fuerza sobrenatural capaz de remover las rocas del firmamento y anegar las plazas de los hombres.

El niño miró de soslayo a sus espaldas. Escuchó el llamado de la selva. Una especie de eco bifurcado. No vio nada. Siguió mirando el cauce y a las aguas coléricas que venían desde aquel lugar del norte y a los hombres que dirigían las embarcaciones más grandes que había visto en su vida. La sombra del navío cubrió la playa y las cocoteras y se detuvo en un ruido de arena empujada hacia dentro. El niño fijó su mirada en lo alto de los mástiles, más altos que cualquier árbol que hubiera visto en su vida. Echó a correr de vuelta a la aldea.

 

III

Escuchas: voces, llantos, gritos provenientes de todos lados, el aroma del sílex en la carne combinado con las llamas de la antorcha rejuvenece esta escena nocturna, mira bien, allá, en los costados, los ojos felinos floreciendo como enormes plantas carnívoras al acecho, cruzando el vado del río, para dar ataque a los últimos reductos que se esconden en la maleza, aquellos extraños habitantes de la isla sin vestigio de pelo en sus cuerpos, con lenguas enrolladas como un caracol, un maullido que galopa desde el interior de tu boca, un sonido que advierte todos los peligros habidos, y del otro lado del río están cruzando sus captores, se escuchan…

Alejandro Ortiz Vargas

Alejandro Ortiz Vargas (Ozumbilla, México, 1999). Vive actualmente en la capital del país. Estudió Periodismo en la UNAM. Trabaja y escribe en el periódico La Jornada. Fue ganador del primer lugar del concurso de cuento Elena Garro en 2016, que otorga el IPN, con el relato Muertas sean mis flores.

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