El problema del cuerpo
Mauricio y Carlos huyeron en lancha y se alejaron de una costa llena de cuerpos que los perseguían. Mauricio iba en la proa y Carlos en la popa. Carlos miraba hacia atrás mientras su respiración intentaba encontrar un ritmo. Mauricio miraba hacia el frente, casi inmóvil. Había sangre mezclada con agua en la lancha. Carlos le preguntó a Mauricio si estaba bien. «Mauricio, Mauricio». Mauricio no respondió, pero empezó a gruñir como un perro. Carlos vio que Mauricio tenía una herida en la pierna. Tan rápido y sigiloso como pudo, Carlos agarró el machete que estaba en la lancha. Mauricio, o el cuerpo que ya no era suyo, giró y se lanzó rabioso sobre Carlos. El cuerpo sin cabeza de Mauricio cayó al mar, y la cabeza, que todavía lanzaba mordiscos rabiosos, cayó entre las piernas de Carlos.
La cabeza es lo último que se pierde. El cuerpo es todo lo que somos, incluso después de muertos. El cuerpo sin cabeza y la cabeza sin cuerpo que fueron Mauricio dejaron de serlo antes de que Carlos los separara. Ya no era Mauricio el que arrugaba el ceño y alzaba la nariz y abría los labios para mostrar sus dientes y gruñir. Carlos se dio cuenta antes de verle la herida en la pierna a Mauricio. El que estaba parado en la proa con el cuerpo tieso no era Mauricio. El que, antes de emitir cualquier sonido, lo miró con una extraña estrechez de los párpados no era Mauricio. Somos cuerpo porque somos gesto.
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Diego pausó la película y me preguntó si estaba bien. Le dije que sí, pero no sentía el cuerpo. Como el zombi de Mauricio, yo era una cabeza sin cuerpo. La cabeza zombi de Mauricio no hizo ningún gesto de dolor, todo lo que sentía era hambre, tuviera cuerpo o no. En las películas de zombis siempre es lo mismo: las cabezas decapitadas muerden el aire, pero ya no hay nada que alimentar. Los zombis siempre son decapitados, se dice que es la única manera de matarlos. Aunque decapitados, las cabezas siguen mordiendo y los cuerpos siguen andando. La película no mostraba lo que pasó con el resto del cuerpo de Mauricio, pero seguramente nadó hasta la India, a una isla que habitan personas pequeñas que no tienen cabeza y que tienen los ojos en la espalda y la cara en el pecho y una boca grande y chueca.
El cuerpo se me había perdido, aunque lo veía. Mi cuerpo era otro, se había convertido en un blemia sin rostro ante mis ojos y a pesar de mi malestar. La cabeza que coronaba el cuerpo ya no era la mía ni la de nadie. Ya no había cabeza sobre el cuerpo que fue mío. En la película, los zombis dormían de pie, con los ojos abiertos, y a veces levantaban el brazo, como si fueran movimientos involuntarios, espasmos de un cuerpo que ya no es de nadie, sino del hambre, de la muerte. Del hambre de muerte, de la muerte con hambre. Como si la muerte tuviera hambre, como si los muertos comieran. El blemia movía el brazo y ponía su mano frente a mis ojos, la meneaba de un lado al otro. Me saludaba, reconocía a esta cabeza sin cuerpo como la suya. Se despedía, por fin se había liberado y ejercía su voluntad. ¿Qué queda de un hombre decapitado? La cabeza. La cabeza y el cuerpo. El cuerpo nadará hasta una isla en la India para reunirse con los suyos. La cabeza reposará sobre una almohada, angustiada mientras mira un reloj que cuelga en la pared, y calculará el tiempo que tendrá que pasar hasta que su cuerpo decida volver a ser suyo. El cuerpo volverá, como el legítimo heredero, y reclamará la cabeza que dejó sobre una almohada y se coronará con ella: rey de su propia vida.
***
Cuando el enfermo fue a recoger su teléfono —que estaba en la sala— pensó que estaba muerto. Con el teléfono celular en la mano, quiso ver si su cuerpo seguía en la cama. Pensó que ya no era un cuerpo, pero tampoco se sentía como un alma. Soltó el celular. No era posible que se hubiera levantado de la cama y dejado el cuerpo atrás. Tampoco era posible que hubiera agarrado el celular si no tenía un cuerpo. Dicen que los fantasmas levantan y empujan cosas, pero…