Seis cuentos africanos
1
La fábula de los salvajes
Asegurarán que no existía nada, o que lo que había era demasiado poco. Lo dirán con la soberbia del que no se encontraba ahí, con la superioridad de quien mira la historia en retrospectiva. Es más: no comentarán al respecto, ni siquiera pensarán que esa tierra existió antes de ser colonizada. Egipto y se acabó. O peor aun: intentarán subsanar la ignorancia argumentando que ahí nació la humanidad entera. Habrá una elipsis. Después la pobreza y la miseria que se vive en la actualidad, como si no hubiera una explicación a sus causas y la penuria fuera su rasgo definitorio. Una historia con un hueco narrativo tan gigante que caben siglos de iniquidades y resistencias humanas.
Mejor rebobinar.
Hace mucho tiempo, en un lugar muy lejano, por lo menos de aquí, existían imperios consolidados: el de Ghana, Malí, Songhai, Etiopía. Había ciudades como Benín y el Gran Zimbabue; también la expansión islámica desde el siglo VII, aunque este relato no es una alabanza de imperios ni expansiones. Todo lo contrario. Se hallaban estructuras clánicas, sociedades organizadas, comunalistas, que trabajaban equitativamente la tierra. En el libro De cómo Europa subdesarrolló a África, Walter Rodney asegura que varias sociedades africanas antes del 1500 se encontraban en una etapa de transición entre sistemas de agricultura y algo parecido a lo que en Europa fue el feudalismo. Sin embargo, hubo un devenir distinto que conocemos bien. Lo que quizás se pasó de largo es que el esclavismo y la crueldad no fueron procesos inmediatos, tuvo que crearse un soporte, la teoría que sustenta la práctica.
Según Fabián Villegas, antes del siglo XIII, las narraciones de África desde el occidente no eran tan despectivas, y el continente era visto como un espacio de consolidación civilizatoria, sofisticación y desarrollo. Tiene sentido: ante el encuentro con la otredad, el desprecio y la desacreditación pueden ser operaciones mentales fundadas en el miedo, pero no son automáticas ni únicas: cabe también el estupor, la admiración, el asombro. A pesar de las narraciones orales de griots —cuya labor es ser músicos, cuentacuentos e historiadores—, no accederemos a la interioridad de los habitantes precoloniales. No existen narradores omniscientes, aunque nos hayan hecho creer que sí. Nunca sabremos qué pensaron los nativos ante la llegada de los esclavistas y viceversa, solo podemos imaginar (y esperar) que los sentimientos fueron múltiples y complejos.
La narración del continente africano que poseemos no nació con los nativos sino con los que arribaron. Ni siquiera fue de la noche a la mañana. No es un relato que emane ex nihilo. ¿En qué momento se pasó de la extrañeza al deseo de someter?
En un cuento se narran dos historias y una queda subyacente; cuando un personaje emite diálogos oculta algo o está mintiendo. Lo que brilla es la discriminación. Lo que quedó oculto, en este caso, fue legitimar la expansión territorial y las colonias europeas.
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2
Los cuentos que nos contamos
Entonces, podríamos decir que el racismo, además de un sistema de opresión, es una narrativa. Chismes baratos, puros cuentos en el sentido más peyorativo de la palabra. Una barrabasada que se salió de control. Podemos decir «cuentos africanos» como quien dice «cuentos chinos». Una ficción que, a fuerza de discursos iterados irresponsablemente, se vuelve no ficción. El racismo cruza la frontera que ciertas obras soñarían con cruzar. Es poderoso. Ello no significa que sea buena literatura, de hecho, por ideológica y carente de matices, es bastante mediocre en términos estéticos. Pero su retórica es implacable. Ha surtido efecto, y las personas siguen sus vidas naturalizando el desprecio, por momentos soterrado y a veces escandaloso, hacia un color de piel. No sospechan que un dispositivo opera en ellos, uno que funge como un recurso para perpetuar la empresa colonial hasta el día de hoy.
Mamá África… África insondable, no desarrollada, desechable, oscura, de gente salvaje, que no merece ser particularizada. Porque el racismo, además de un cuento, es una forma de pereza: la de no hacer el mínimo esfuerzo en discernir regiones, no mover las manos para eliminar la bruma, no mirar a detalle un rostro, no escuchar lo que ciertas personas tienen que decir.
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Un país que es un continente
El escritor keniano Binyavanga Wainaina, en su ensayo Cómo escribir sobre África, nos aconseja noblemente: «Utiliza siempre la palabra “África” u “oscuridad” o “safari” en tu título (...) En tu texto, trata África como si fuera un solo país. Es caluroso y polvoriento, con praderas onduladas y enormes manadas de animales y personas altas y escuálidas que se mueren de hambre (...) No te detengas con descripciones precisas. África es grande: cincuenta y cuatro países, novecientos millones de personas que están demasiado ocupadas pasando hambre, muriendo, luchando en guerras y emigrando como para leer tu libro». Quizás la mayor ironía de Wainaina sea…