Alte Huitz
Había pasado más de diez años encadenada del tobillo, con un grillete soldado a una pesada cama hecha de fierro viejo desde que la casaron a la fuerza cuando recién cumplía los dieciséis. Provenía de una familia huasteca humilde y numerosa. Su padre la había vendido por una suma ridícula de dinero y tres caballos a uno de los más desagradables y mezquinos terratenientes del centro del país, Severino Belmonte. El hombre había perdido todo en mujeres y peleas de gallos, y lo único que le quedó fue una choza de adobe en medio del desierto en la que la metió a la fuerza para que le lavará la ropa y le hiciera de comer. Pero la verdadera y enfermiza razón por la que la tenía encadenada era para que no escapara, que ningún otro hombre la encontrara. Y es que desde la primera vez que la golpeó se dio cuenta de que Alte Huitz lloraba diminutos diamantes.
Sus padres nunca se enteraron de tan peculiar don, o maleficio como ella lo veía, porque Alte Huitz no había llorado ni en su alumbramiento. Desde niña apenas y hablaba, una amarga tradición de sumisión en las mujeres de su familia no permitía que mostraran más allá de lo que eran por fuera. El día en el que el primer diamante salió de sus ojos, cuando Severino le dio un revés con la mano por no cocinar bien el arroz, recordó un sortilegio que su madre solía contarle a sus quince hermanos «El tatarabuelo Garfino decía que un miembro de esta familia iba a brillar y ser único en la vida». Ella estaba segura de que esa premonición hablaba sobre su existencia, pero era más bien un mal augurio que una visión esperanzadora. Con ese primer golpe que le dio su esposo en el primer día de casados, algo despertó en ella, algo que no había sentido, un despertar violento, el opuesto completo a lo que deberían de tener las personas de su edad.
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Al danzar las estaciones extendidas en los años, su piel de bronce estaba ya toda cubierta de moretones coagulados que ocultaba usando siempre el mismo camisón blanco de manga larga para dormir. El tobillo tenía cicatrices repulsivas y amarillas por el óxido. Pero aún mantenía algo de la inocencia que le fue arrebatada en sus grandes ojos marrones. Aquellos días de canícula, Alte Huitz esperaba que Severino terminara sus huevos rancheros y el café para luego irse a jugar baraja en cualquier cantina de mala muerte donde intentaba a lo bruto recuperar su fortuna perdida jugando con un cubilete que él creía que le daba buena suerte. Cuando el viejo terminó, se puso sus botas desgastadas y el mismo sombrero de siempre y salió de la casa, oliendo a sudor añejo, y azotó la puerta sin voltear a ver a su esposa. Ella corrió a la ventana que daba al camino que estaba junto a la choza para ver que Severino se alejara lo suficiente para poder continuar lo que llevaba haciendo desde hace meses: intentar romper el candado en su tobillo con una piedra de molcajete y escapar.
Ella calculaba bien la posición del sol para anticipar el regreso de su marido. Corría y regresaba todo en su lugar y se limpiaba el sudor de la frente. Cuando Severino volvió borracho aquella tarde con las manos vacías y sin sombrero, hizo temblar a Alte Huitz cuando azotó la puerta de la casa al entrar. No se dijeron una palabra, pero los dos sabían que cuando él regresaba a casa sin haber ganado nada, más diamantes tenían que crearse de los lagrimales de la mujer. Pero esta vez había un fuego en la mirada de Alte Huitz, unos ojos retadores y sin miedo. La mujer se hizo bola en el suelo y él le dio de cintarazos por casi cinco minutos, que parecieron horas. La tomó del cabello para verle la cara pero no había llorado nada. El viejo intentó…