Caballito

¿Dónde van los malandros
cuando lloran?
Çantamarta

 

«Por cada honesto hay doscientos malvados», me dijo una vez un taxista.

***

—¿De verdad nunca lo has hecho?

—Ni con películas ni con canciones ni con nada, bella.

No botaba lágrimas. Me juró que no botaba lágrimas. «La última vez yo estaba pequeño, pero ahorita no puedo hacer eso frente a los demás. No, no, qué va. Te ríes, bella, pero es así. Tú sabes cómo es eso».

Estaba muy disperso. Cuando me invitó a la fiesta supuse que quería relajarse, pero esa pregunta fue la única con la que logré que empezara a hablar conmigo. Me dijo que nunca había llorado. Me resultaba difícil de creer. 

No quise decirle nada, pero me acordé de cuando su mamá le reclamó que no siguiera con esa mala junta. Yo los escuchaba desde mi ventana. Hasta cuándo vas a llegar así, con esas camisas llenas de sangre de perro, gritaba la señora. Te estás dañando toda la ropa, ¿con qué vas a ir al liceo? Él empezó a gritarle: «Cuando te di la plata el otro día te quedaste calladita, ¿no? Y tú sabías bien de dónde venían esos reales». Se escuchó el sonido de una cachetada. Después, silencio. Y esa madrugada escuché esa tos como de llanto; esa que tiene la gente cuando se pone a llorar con rabia. Quise pensar que estaba arrepentido de haberle gritado a su mamá. 

Él se metió en el negocio de los perros gracias a su primo, un muchacho del interior que los vino a visitar unos días, pero se quedó por más tiempo. El primo se ofrecía como entrenador de perros para que defendieran a sus dueños. La cosa estaba muy mala acá. Todos los días robaban a alguien. Una vez intentaron robar a un señor medio loco que le daba comida a los perros callejeros, y esos perros lo defendieron. Al malandro no le quedó más remedio que salir corriendo. Eso sí, le dio unos disparos al pobre señor antes. Fue todo un proceso para que los forenses vinieran a llevarse el cuerpo. Hasta un vecino tuvo que usar una sábana suya para tapar el cadáver y que no lo vieran los niños que iban al preescolar.

 

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La cosa es que el primo de Caballito empezó a entrenar esos perros en plena calle. Hacía trucos con ellos y todo eso. La gente se divertía viéndolo, pero como era un «extranjero», no le hablaban mucho. Cuando uno de esos perritos hizo huir a otro malandro una mañana en la parada, las personas empezaron a tener curiosidad. Le preguntaban que cómo sabía todo eso, desde cuándo entrenaba perros y demás. Hubo un muchacho que le preguntó que en cuánto los vendía. Él respondió que eran de la calle, que no estaban a la venta. Entonces varias personas, incluyendo al muchacho, decidieron llevárselos a sus casas para que los cuidaran de los malandros. Y luego otros vecinos con cachorritos le decían cosas como «mira, tengo un perro en la casa que está creciendo. ¿Cuánto me cobras por ponerlo a defenderme?». Así comenzó a ganar dinero y fama en la zona. «Yo les dejo esos dientes bien afilados porque uno nunca sabe», les decía.

El primo vio la oportunidad de negocio y aprovechó. Era el entrenador de perros de todo el mundo. Pero se le fue de las manos cuando se puso a organizar lo de las peleas. Convenció a la gente de poner a pelear el perro suyo con el de otro vecino. Lo hacía por diversión. O por sadismo, no sé. Aprovechaba cuando sabía que había vecinos en guerra. En vez de arreglar su problema entre ellos, usaban a los pobres perros. Hacían apuestas en una casa abandonada que quedaba por ahí mismo. Al principio era un tema de poquitas personas, pero luego se fue uniendo más gente que buscaba dinero por medio de su perro. Cuando ya el negocio creció y se dio cuenta de que no podía solo, le dijo a Caballito que lo ayudara. 

Y Caballito aceptó.

Era el de las «finanzas» y el de «primeros auxilios», por así decirlo. Se encargaba de cobrar la entrada a la casa, de recoger el dinero de las apuestas y todo eso. Llegó un punto en que venía gente de otros lados a poner a su perro a prueba en las peleas, pero salían con las tablas en la cabeza. Los que entrenaba el primo eran muy buenos. Muy agresivos también. Dejaban casi inconscientes a otros perros, que se…

Yéiber Román

Yéiber Román (Caracas, Venezuela, 1996). TSU en Tecnología Electrónica de la Universidad Simón Bolívar. Autor de Los futuros náufragos (Fundación La Poeteca, 2018). Mención honorífica en la V edición del Concurso Nacional de Poesía Joven Rafael Cadenas y finalista en la VI edición de dicho concurso. Finalista en la XVI Edición del Premio de Cuento Policlínica Metropolitana Julio Garmendia y segundo lugar en el XVII edición de dicho premio. Textos suyos han aparecido en la revista POESÍA, La Vida de Nos, Letralia, Prodavinci y Latin American Literature Today.

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