Una lengua de mar dulce

Ya sé que no estoy autorizado para esto. Que, como colombiano, hablar del idioma de los argentinos me podría hacer tropezar con los sótanos de sus palabras, con alguna voz olvidada en España y en el resto de América y de repente aflorada en el centro de la pampa, con la lluvia ligera que se desprende de la ye o de la elle, con cierta fascinación colectiva por la palabra prolijo, o con mi propio testimonio de las veces en que he quedado atrapado en esas zonas en las que el idioma de los argentinos no se solapa con el idioma de los colombianos. 

    Por eso prefiero hablar de un río. 

   Podrían llamarlo estuario, podrían llamarlo golfo o incluso mar. Sin embargo, los argentinos —y los uruguayos y por insistencia suya el mundo entero: una conquista— han dado en llamar Río de la Plata a ese enorme brazo de agua que franquea el continente y que ha dejado a lo largo de su cuenca una mitología y un idioma. El debate sobre la naturaleza del río podría pasar por la precisión geográfica o la salinidad del agua, pero es, antes que nada, un asunto de lenguaje. Sus fauces, que se abren hacia el mar, no son las de un río, el salitre de algunas de sus playas no es el de un río, ni las fuerzas que empujan sus aguas son las de un río. A esto que digo le cabrán de seguro muchas objeciones, pero en el fondo lo que quiero decir es otra cosa: que en el idioma de los argentinos se llame río a ese horizonte fluido y marrón es una muestra —húmeda, pantanosa, en fin, oral— de que el lenguaje es una convención y de que, además, es incapaz de atrapar la realidad. 

     Aunque a veces la crea.


    En su Idioma de los argentinos, al referirse a las variaciones de los distintos territorios de la lengua, Borges habla de un matiz lo suficientemente discreto como para no cortar la comunicación y lo suficientemente nítido como para que en las palabras arrabal y pampa los argentinos escuchen «la patria». Más de una vez, Borges se burló de un filólogo español escandalizado con los rumbos perversos que había tomado el idioma en este rincón del mundo. Ese doctor, que no sin ironía llevaba el nombre de Américo Castro, se dedicó a censurar arcaísmos y a proponer traducciones para lo que a sus oídos castos parecían barbarismos.

    Martínez Estrada supo encontrar en esos desvíos el filo de un cuchillo. En su Radiografía de la pampa, explicó que la deformación del lenguaje castizo y el rechazo a una lengua culta eran una «forma patológica del odio». Al no poderse desligar del lenguaje heredado por la vía impositiva del padre, se opta por el habla ruda y por intercambiar las sílabas para torcerle el cuello a la lengua y de paso torcerle el cuello al poder. Jermu, broli, nerca son ecos de ese rencor que todavía se escuchan en la calle. 


    (Esa renuncia a la pretendida corrección del idioma dice mucho de la relación de Argentina con España, así como dice mucho de la relación de Colombia con España la muy pretenciosa e imposible idea de que en mi país se habla el mejor español del mundo. Esto lo he hablado con argentinos, lo he hablado con mexicanos, lo he hablado con un chileno: nadie ha oído de esto nunca, nadie me da la razón, lo que confirma el ridículo y la estrechez de nuestro mito. 

    Lo que también es estrecho, pero no un mito, es el vínculo entre poder y esta asepsia de la lengua en Colombia. Entre el siglo XIX y el XX, al menos once presidentes fueron miembros de la Academia Colombiana de la Lengua, que al día de hoy se sigue presentando a sí misma como «la primera fundada en el Nuevo Mundo». Estos académicos no ocuparon su silla como una arandela a su cargo o a título honorífico, sino porque habían escrito gramáticas, porque se metían a fondo en las discusiones del idioma y se preocupaban por las etimologías y el régimen. Quizá sería más preciso pensar que fueron presidentes porque fueron filólogos, y hay en eso una visión de Estado. Uno de ellos, Carlos Holguín Mallarino, consideró que la mejor forma de celebrar el cuarto centenario de la Conquista era regalarle a la Corona española el tesoro Quimbaya, una colección de casi doscientas piezas de oro que hoy se exhibe en un museo en Madrid. Con todo, el caso más evidente probablemente sea el de Miguel Antonio Caro, autor de una gramática latina y traductor de las obras de Virgilio, quien redactó buena parte de una Constitución que durante más de un siglo nos encerró en una utopía católica en la que no cabía el país que era Colombia y que a pesar de los suyos sigue siendo todavía)…

Alejandro Moreno

Alejandro Moreno (Bogotá, Colombia, 1995). Ha sido colaborador de distintos medios de comunicación en Colombia. Es autor de El sentido del orden (Taller de Edición Rocca) que en 2023 obtuvo el Premio Nacional de Libro de Cuentos Julio Paredes. Vive en Buenos Aires, donde cursa la maestría en escritura creativa de la Universidad Tres de Febrero. Según los mapas, su casa está cerca de un río.

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