La biblioteca del arraigo

Laura Kapfer

Hace unos meses empecé a escribir este texto con un principio que, por su claridad y sencillez, me parecía genial: «Afuera llueve y estoy cagando». El comienzo era muy atractivo, pero solo servía para prometer algo que luego no iba a cumplir, las palabras escogían caminos que nada tenían que ver con lo escatológico. Aun así, me apetecía mantenerlo, a veces un principio es todo lo que necesito para comprometerme. El gesto primero y, después, la repetición, terminan por convertir en verdadero lo que nació de la impostura

Sentado en la taza del váter, o de la vasija, como la llamé toda mi infancia, leo Biblioteca bizarra de Eduardo Halfon, un conjunto de ensayos que mezclan la vida y las lecturas del escritor. En la crónica que da título al libro, Halfon dibuja un crisol de bibliotecas que se catalogan como árida, salvaje, peruana, felina, ciega, de cabecera, blanca, sincera o en llamas. Dentro de la biblioteca salvaje, constituida por libros de viejo, hay obras de Virginia Woolf, Dostoyevski, o Julio Ramón Ribeyro; de entre todas me entusiasma la intrahistoria de Encuentro en Praga de Juan Gómez Saavedra. Se trata de un libro de relatos con la tapa púrpura, medio desgastada, que un rabino regaló a Halfon y que se convirtió en uno de esos libros que le gusta tener a mano. En este compendio de cuentos quedaron unidos, premiados por accésit, un texto de Roberto Bolaño y otro de Di Benedetto entre tapa y contratapa. Bolaño cuenta cómo un escritor de la talla de Di Benedetto, que ya había publicado Zama, se batía los cuartos como cualquier principiante en estos concursos de provincia.

Después de terminar el capítulo, tiré de la cadena y me quedé dándole vueltas a una pregunta que, por obvia y rutinaria, había pasado desapercibida: ¿Cómo definir mi biblioteca? Como esas tareas, las domésticas, que de tan evidentes a veces cuestan tanto o que, a fuerza de hacerlas una y otra vez, se vuelven invisibles. Rápidamente, un adjetivo, probablemente impreciso e insuficiente como todos los adjetivos, me vino a la cabeza: latinoamericana

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El otro día escuché decir a un amigo sobre él mismo: «Soy una persona de desarrollo lento». Me llamó la atención la sintaxis que utilizó para autodefinirse y después, ante la explicación, no pude más que asentir en señal de que yo también pertenecía a ese club hasta ahora desconocido. Con más o menos matices, ser de desarrollo lento implica que uno se comprende a sí mismo más tarde de lo que se podría esperar en relación con los otros.

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Mi llegada a la literatura, como a casi todo lo que me conforma hoy, también fue tardía. Aventuro que, más o menos, a mis veintiocho años. Si bien deseaba formar parte del Equipo de las Letras y si bien mis amigos me hacían dentro desde tiempo atrás, realmente no creí tener mi carnet de socio hasta casi llegar a los treinta. Las razones son diversas y alargadas como la sombra de un ciprés, pero creo que hubo un porqué fundacional, el génesis. Una tarde de otoño entré en la librería Tipos Infames del barrio de Malasaña y me encontré con Gonzalo, el librero. Muy avergonzado, quise que me hiciera alguna recomendación y él, con buen acierto, en lugar de ofrecerme cualquier novedad a mano, me preguntó: «¿Algún libro o autor que te guste mucho? Cuanto más me digas, más atinada será la sugerencia». Recuerdo perfectamente lo que le respondí: «La uruguaya de Pedro Mairal, También esto pasará de Milena Busquets y Seres queridos de Vera Giaconi». «¿No te gusta la literatura extranjera?», me preguntó Gonzalo. «¿Cómo?» Le dije rápidamente con cara de incomprensión. «Que todo es hispanoamericano», me dijo él. «No me había dado cuenta, la verdad», le dije con algo de pudor. Después, trazó la búsqueda por las estanterías hasta que me trajo su elegido: Temporada de huracanes de Fernanda Melchor. El librero siguió conversando conmigo sobre libros y sobre mundos posibles, aunque desde su pregunta certera hacia lo extranjero su discurso quedó en segundo plano y aún, horas después, caminando de vuelta a casa, rumiaba en mi interior la epifanía.

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Llegué a Madrid como cualquiera que viene de provincias, lo único es que, desde mi isla natal, tanto el kilometraje como el huso horario eran distintos, concretamente, mil novecientos kilómetros de distancia y una hora menos en Canarias. Medio en serio, medio en broma, me asombra pensar que, todavía, hay quien ubica las islas afortunadas tras un rectángulo en el cuadrante inferior derecho de los mapas de España. La realidad es que somos geográficamente africanos y con regularidad nos sacuden los vientos alisios, así como como la calima y el siroco saharianos que, unas cuantas veces al año, tiñen las calles de un aire apocalíptico. Tal vez nuestro acento sea fruto de esa ventolera que ha ido arrasando nuestra lengua.

Sin apenas amigos en la capital, con la maleta recién desarmada, la Biblioteca Municipal de Vicálvaro fue mi salvación. Podía alquilar tres deuvedés a la semana que, de forma diligente, siempre entregaba en fecha, cosa que no pasaba cuando la transacción era con libros. Así pues, entre mi amor temprano por el cine y aquel tardío idilio con la literatura, lo que se interpuso, sin lugar a duda, fue mi compromiso…

Acoidán Méndez

Acoidán Méndez (Las Palmas de Gran Canaria, España, 1989). Es Graduado en Comunicación Audiovisual en la URJC y Máster de Guion en Cine y Series de TV en la misma universidad. Reside en Madrid, donde trabaja como investigador y profesor en la Universidad Nebrija, en la que dirige el Máster de Series de Ficción. Compagina su vocación docente con la escritura. Algunos días, pendiente de publicación, es su primera novela.

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