Nostalgia del horror

Manuel Bonadeo

Todo lo que preguntó cuando le informaron la muerte de su padre fue si había gritado. La pregunta sonó impersonal, casi instintiva, pero al oír por el auricular que sí lo hizo y que tal como había ordenado nadie lo despertó, recién Claudia se dio un espacio para dictar una que otra indicación, decir que llegaría en un par de horas al asilo y, tras colgar la llamada, ponerse a llorar.

Lo primero que le entregaron al llegar al asilo fue una caja con las pocas pertenencias de Ramiro. El doctor Hernández, que trataba a su padre, le comentó los sucesos de su muerte, de cómo su salud estuvo normal en los días previos y que antes de esa noche dormía bien, casi de corrido, que lo encontraban despierto a la mañana siguiente y leyendo algún libro antes de los remedios matutinos. No dio ningún indicio de lo que iba a ocurrir.

—¿Había gritado alguna vez antes de anoche?

—No, Claudia. En estos dos años nunca lo vimos actuar así.

*

—Papá, tranquilo. Fue una pesadilla, no más.

Ramiro temblaba de angustia y de miedo. Le costó articular palabras entre el sollozo y la quijada convulsa.

—No me pudo alcanzar, Claudita. No pudo.

—Ya, papá. Tómate esta agüita.

—¡¿Por qué me despertaste, mierda?!

El vaso de agua salió despedido hacia la puerta de la pieza por el manotazo de Ramiro y Claudia ahogó un grito. Al mirarlo notó en sus ojos que el repentino enojo se anegaba en una tristeza lenta.

—Papá… ¿quién te quería alcanzar?

El viejo se echó a llorar sobre el hombro de su hija. Sus manos añosas intentaban aferrarse con la poca fuerza que tenían a la ropa de Claudia. Ella sentía el temblor en el cuerpo del hombre, su temor y, a la vez, una especie de decepción en su llanto. Solos en la casa, decidió pasar la noche con él en la pieza para comprobar, tras despertar de un sueño difícil, que Ramiro no había dormido. Una paz indecible le iluminaba la cara.

*

Claudia vio las manos del doctor Hernández remover la sábana que tapaba el cuerpo de su padre. Aunque él le advirtió antes que su estado era «delicado», ella no logró entender qué quería decir hasta que lo vio: Ramiro figuraba parcialmente encogido, tanto sus extremidades como facciones contraídas en un violento espasmo que parecían haberlas congelado en el tiempo. Notó las piernas levemente flectadas hacia la cadera y que los brazos fueron puestos a la fuerza en su posición normal. Las manos estaban encogidas, mas no cerradas del todo. Quizás intentaba protegerse de algo, pensó Claudia. Lo que más la inquietó, no obstante, fue que pese al rictus deforme y cruzado de espanto del rostro, sus ojos, apagándose con lentitud conforme se le iba el calor al cuerpo, se vieran tan tranquilos.

—Al principio sentimos sonidos leves, unos gemidos —dijo el doctor Hernández—, pero después los gritos fueron claros. Tal vez padecía de parálisis del sueño, aunque por el estado en que lo encontramos al final creo que sufrió un terror nocturno. A simple vista parece ser un paro cardiorrespiratorio… creo que será necesaria una autopsia.

Claudia quiso agradecerle y preguntar otra cosa, pero el hombre la interrumpió con un gesto.

—Hicimos lo que nos ordenó, pero no esperábamos esto. Tengo a dos enfermeras con crisis de pánico y a todo el asilo desvelado. Gracias a Dios no se nos murió de susto otro viejo. ¿Por qué teníamos que dejarlo gritar, Claudia? ¿Por qué no me dice lo que sabe?

—Porque yo tampoco lo sé, doctor.

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*

Tenía al menos un par de días antes de que confirmaran la causa de muerte en el Servicio Médico Legal. Claudia se refugió en su casa hasta recibir la confirmación para retirar el cuerpo de Ramiro. Los pocos familiares que le quedaban llamaron para preguntar cómo estaba, cuándo se haría el velorio y hacer otras consultas impertinentes que Claudia respondió a medias. El lunes sabré, le repetía a todos sin decir mucho más. Los murmullos hastiados antes del tono de corte eran la única despedida que recibía.

Por fin pudo descansar esa noche de viernes, ya sin el peso de las llamadas de su familia ni de los compañeros de trabajo dándole condolencias inútiles. Sabía también que el Médico Legal no entregaría ningún resultado antes del lunes, por lo que procuró revisar las cosas de Ramiro. Claudia abrió una botella de vino y se puso a revisar la caja que le entregaron en el asilo en silencio y sin prisa. En ella halló unos libros (dos novelas, un libro de cuentos y un poemario corto), un álbum de fotos, una bolsa verde de nailon con algo sólido y un sobre amarillo que decía, en letra imprenta larga y algo temblorosa, su nombre.

El álbum de fotos le era conocido. En principio quiso ver si Ramiro había agregado alguna foto nueva en el asilo o tan solo pasearse por los recuerdos habidos en esas páginas, pero algo la llevó a tomar primero la bolsa. La abrió para descubrir dentro dos adornos: una Virgen del Carmen con una leve trizadura en la corona, que había sido de su madre; y también venía una pequeña escultura gris totalmente rota. Quienquiera que se hubo encargado de juntar las cosas de Ramiro guardó los pedazos de esta sin mucho cuidado en la bolsa, y Claudia armó la figura sobre la mesa como si de un rompecabezas se tratara: aunque estaba incompleta, notó que sin dudas representaba a una mujer bebiendo agua desde una especie de cuenco. No tenía ningún nombre escrito en la base o en otro lugar. No la recordaba. Tampoco sabía que fuese de su padre ni por qué estaba entre sus pertenencias, por lo que le sacó una foto y le envió un mensaje al doctor Hernández, creyendo que fue puesta en la caja por error. Intuyó no obstante que en la pesadilla Ramiro agitó sus brazos por el terror y que la estatuita cayó al piso de su pieza, destrozándose. Imaginar el episodio, ver impotente en su ensoñación como el cuerpo de su padre se azotaba de miedo, le provocó un repentino sollozo, pero cuando las manos se le humedecían de lágrimas recordó lo que él le pidió el día en que ella lo llevó al asilo.

—Claudita, por favor, pide que no me despierten si me oyen gritar.

¿Por qué no tenía que despertarte, papá?

Claudia fijó entonces sus ojos en el sobre amarillo: era grande, algo sucio y arrugado, muy sellado con cinta adhesiva y pegamento como si su padre temiera que alguien lo abriese en un momento inoportuno. La mujer fue a la cocina por un cuchillo, porque no sabía si el contenido era delicado y temía romper algo si rasgaba el sobre. Por suerte, el cuchillo fue suficiente y pudo ver que, tal como pretendió Ramiro en vida, nadie lo había abierto. Vio entonces la caligrafía temblorosa y algo inclinada de su padre en unas hojas sueltas de cuaderno. La mayoría de esas hojas contenía una serie de poemas que parecían escritos no hace mucho, con muchos comentarios y correcciones. Sin embargo, no fue esto lo que llamó más su atención sino una libreta antigua, de cuero. Las hojas eran amarillentas y la escritura en ellas redonda y ordenada, como de caligrafía básica. Comprendió que cumplía la función de diario de vida porque las anotaciones estaban separadas por su debida fecha, aunque no indicaban el año. Claudia leyó con ternura sobre los juegos, los amigos y los primeros amores y desamores de Ramiro cuando era un muchachito y ella ni siquiera una idea. Leyó también que a lo largo de las líneas se repetía el nombre Ángela. ¿Ángela? ¡Su abuela! Claudia jamás la conoció, y tampoco a su abuelo, pero recordaba que Ramiro apenas decía cosas sobre ellos y que cada vez que se veía obligado a mencionarlos, en especial a su madre, un temblor le embargaba la voz. Retuvo, sin embargo, que su padre mencionó una vez que ambos habían muerto en un accidente. Después de ver el amor con que Ramiro se refería a sus padres, y en especial sobre su abuela Ángela, Claudia entendió aún menos el silencio. De pronto notó que la escritura se detenía. Después de un sinnúmero de hojas en blanco, descubrió que muchas páginas habían sido arrancadas y desde ahí otra letra, mucho más perfilada y enérgica, más parecida a la letra de Ramiro en su adultez, narraba algo sin fechar:

«Hoy también me llamó “señor”. Sus ojos miran perdidos hasta que se fijan en un punto donde no hay nada y llama a alguien que no se ve. No sé si inventa nombres o los rescata de algún lugar que quedó intacto en su memoria, pero cuando lo hace llora al buscar una imagen en lo invisible. A veces dice el nombre de mi papá y él se acerca de inmediato para hacerle cariño, decirle que está en casa, que la cuidamos, y de vez en cuando ella encuentra en su cara al joven que conoció y le pregunta por qué está tan viejo, tan arrugado… a mí no me ve. Parece que ya no existo en su memoria. Ha aprendido, sin embargo, a no violentarse cuando me acerco a ella a darle de comer o a limpiarla, aunque a veces se le olvida y vuelve a pegarme porque se asusta al no saber quién soy. Todavía es pudorosa y prefiere que sea mi papá quien le ayude a asearse cuando lo recuerda, porque en general se queda quieta mientras la cambiamos de ropa o de pañal, o se pone brava y empieza a tirar manotazos a mi papá y a mí. Es normal dado el accidente que sufrió, nos dice el doctor, y es muy probable que vuelvan otros pocos recuerdos a su mente, pero aclara también que no mejorará mucho más. Yo no veo nada normal en eso. Veo un cuerpo tullido y una mente que trata de salir de él.

Felipe Marilao

Felipe Marilao González (Santiago de Chile, Chile, 1982). Narrador oral y escritor. Ofició como editor de narrativa en la Editorial Sociedad Folla(G) y publicó en algunas antologías olvidadas. Comenta libros; a veces, escribe.

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