Trasiego infantil
A Alex
PROEMIO
Grito de metal que corta el aire, aullido de criatura indefensa, herida.
Salir del vientre como un ángel expulsado, desterrado del espacio gentil que le fue otorgado en un comienzo. El mundo me recibe desnuda en los ojos de mi madre. Soy un cuerpecito que se prende a su pecho y la ceguera es una tela blanquecina que recubre mi iris, sin embargo, siento el olor de mi madre, escucho el latido de su corazón, el mismo que oí mientras estaba en su vientre. En este inicio, mis ojos son los suyos, nuestras pieles son de una contigüidad tersa y sensible, parecemos una escultura de Rodin en la que los cuerpos brotan el uno del otro. Mi llanto agridulce llega a su nariz, mi madre me olfatea y lame mi rostro, mientras lo hace, mi frente queda impregnada con su sangre, esta escena se repetirá hasta el fin de nuestros días, su sangre cubriéndonos en una capa espesa y tierna. Mi cuerpo fue cincelado en su vientre, la piel que me cubre es tan suya como lo son mis miedos.
Mi madre me mira y me arropa en su piel, ahora, me detengo a pensar en la mía, desnuda; la imagen me desconcierta. Desnudez total, la que Quignard describe como un momento de fragilidad absoluta, ese que experimentamos al nacer, con las piernas abiertas con violencia y el cual habla para siempre por nosotros. Mi madre me vio así por primera vez y me acurrucó en su pecho: vislumbre del inicio.
Estarás siempre desnuda ante tu madre, me dice una voz que no es la mía.
Me descubro inspeccionando mi piel un lunes por la noche. Traigo lunares en mi rostro y mi muslo derecho. ¿Qué lunares me fueron heredados?, ¿cuáles son solo míos? De pronto, me asalta la idea de una muerte prematura. La mía. Mi madre llora y me observa mientras yazgo recostada en mi féretro. Todos mis lunares intactos, brillantes.
Ella los mira, los recorre con sus yemas.
Reconoce mi carne y la suya.
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CULPA
Traicioné a mi madre cuando empecé a hablar. Mis balbuceos pueriles se transformaron en una boca abierta. La llamo por su nombre e intento zafar las trenzas ajustadas de mi cabello. Desanudamiento: exilio que viene en la palabra.
¿Qué vidas tuviste antes de mí?
Mi cabeza tiene incrustado un caleidoscopio, un prisma que se extiende en mi cerebro y en el que la miro, fragmentada. No lloraste cuando naciste, me contó una vez. Lloré después, cuando insistí en cortar el hilo invisible que nos une. Las lágrimas fecundan la mirada.
Lloro ahora mientras intento descifrar quién eres, quién soy.
Es propio de las hijas traviesas y curiosas querer descubrir a la madre, imaginarla con otra coraza, con el cabello rubio, con amantes pasados, con los sueños que tuvo antes. ¿Qué soñabas antes de mí? ¿Y si no estuvieras acá, cómo serías?
Soy una hija incontenible, feroz, dentro de mí también están mis abuelas, las otras madres que me habitan. Pero mi madre ocupa el espacio más grande, es la matriarca de mi cuerpo. Imagino que puedo otorgarle la posibilidad de otras decisiones.
Me gusta la idea de que, sin mí, estarías en otro lugar. Ahí yace la culpa.
Pero la culpa es heredada, viene de otras generaciones, nos atraviesa a todas las hijas. Por mis venas también corren los dolores que arremetieron en el cuerpo de mi madre. La Eva de Ingmar Bergman en Sonata de Otoño conoce de estas laceraciones, guarda en su ombligo a una mujer que grita en silencio porque la voz le fue clausurada. Ella es otra hija con expresión aterrada que emite palabras desarticuladas.
Eva y yo somos una.
FOTOGRAMA
En alguno de mis trasiegos, encontré fotografías de mi madre cuando ella era niña. Sensación de fascinación y desolación. Cuerpo turbado, derritiéndose al ver las imágenes en sepia. Al igual que a Barthes, ser testigo de esas escenas, que no existen más, arrolló mis adentros. Al mirar cada fotografía, el aire se me escapaba, una especie de silencio macabro me recorría el cuello, podía sentir que mis huesos crujían y que una simbiosis —como en mi nacimiento— me unía a la niña de esas imágenes. Como hija, conozco de la distancia insondable que me separa de mi madre, pero cuando la veo así, algo se me quiebra por dentro, o más bien, siento encontrarme en esas fotos, como si pudiera regresar al magma de la tierra…