Una página en blanco

(tentativas sobre la voz poética)

Pawel Czerwinski

Se nos ha dado el silencio sobre toda música. Sobre toda palabra. Y una página en blanco, con su total ausencia de signos que nos interpelen, constituye un símbolo privilegiado de ese silencio. Aún más, me atrevería a decir que, antes que símbolo, es un silencio auténtico. 

Estamos, pues, ante una página en blanco, y su vacío resulta fascinante porque abre, o porque parece extender ante nosotros, un abanico de posibilidades infinitas. De la página en blanco, de su silencio, partimos; pero salvo una primigenia vez —y quizá ni siquiera entonces— a ese silencio habremos llegado desde un ruido, o desde una música, o desde una palabra, que lo precedieron. Quizá desde el llanto que acompaña a todo nacimiento y en ese caso estaremos lo más cerca que se puede estar de algo verdaderamente original. Pero el silencio que sucede al sonido, como un tiempo necesario entre dos tiempos, nos proporciona el espacio para entregarnos a la contemplación.

Estamos ante una página en blanco y la libertad es absoluta. En el poema, todavía, todo nos está permitido. Gozamos, incluso, de la libertad de no escribir nada y sostenernos en el silencio, algo quizá más perfecto porque, en definitiva, a él estamos llamados de modo definitivo. Pero asumamos que somos imperfectos, que caemos en la tentación y que nuestra libertad, como tantas otras veces, materializa nuestra imperfección: en el preciso instante en que comencemos a trazar notas, o palabras, o líneas, sobre la página, empezarán a desvanecerse las infinitas posibilidades que el vacío nos ofrece para concretarse en solo unas pocas; sin embargo, y paradójicamente, la libertad no se verá mermada al desechar otras innumerables opciones. Porque la libertad no es tanto la capacidad de tomar decisiones como el hecho de tomarlas de forma efectiva y, precisamente por ello, existe en cuanto esa decisión existe, en cuanto pasa de ser potencia a ser acto. Seguimos siendo libres, como poetas, a pesar de todo, y eso nos anima a seguir aventurándonos en la página.

Hemos comenzado ya a esbozar palabras. Ya no estamos ante una página en blanco y, emborronada su blancura, cuantos más signos tracemos sobre ella más y más se irán reduciendo las posibilidades que antes nos parecían ilimitadas. ¿Lo fueron realmente alguna vez? Ahora bien, por el principio de la división infinita de la materia —la página como espacio, como extensión— cada fraccionamiento del silencio deja a su vez silencios susceptibles de ser fraccionados, espacios de contemplación plenos y valiosos en sí mismos que habrán de actuar como línea de pliegue para otros silencios. Siempre, en el centro del poema, el silencio, constituyéndolo medularmente. En realidad, por lo tanto, a cada silencio llegamos no desde un ruido, no desde un sonido, no desde una palabra, sino desde un silencio previo.

Ciertamente, el principio de división infinita de la materia es una formulación teórica; pero la experiencia científica nos lleva a descubrir que cuanto más a fondo se introduce el microscopio en la materia más pequeños son los fragmentos en los que se divide y mayores los espacios que los separan, adquiriendo, proporcionalmente, dimensiones extraordinarias. A veces me pregunto si, de seguir así, es decir, de seguir hallando unidades menores de materia, no llegaremos a enfrentarnos a la paradoja de que la materia no sea otra cosa que la nada en movimiento. ¿Podría ocurrir otro tanto con la palabra y el silencio?

Siempre, entre dos sonidos, es necesaria la ligazón de un tiempo de pausa. Es ahí en donde radica el ritmo, el tempo, la cadencia, la armonía. En el juego y significado que otorguemos a nuestro silencio, en su intensidad y en su duración, descansará la arquitectura del poema. Incluso, o más bien sobre todo, cuando legítimamente —porque todo nos es permitido sobre la página en blanco— deseemos romper la armonía. Será entonces el silencio más necesario que nunca, será entonces cuando debamos trabajarlo con auténtica maestría o, al menos —seamos modestos— con verdadero y aplicado esfuerzo.

La pausa. El encabalgamiento. La cesura, ese abismo mínimo. La definitiva mudez, prefiguración de la propia que nos aguarda, en que culmina el poema. La experiencia de vida que podemos volcar en el poema, como lectores o como escritores, queda agazapada en esos espacios en blanco que nos permiten una nueva libertad, sobre la libertad ya alcanzada. Como lectores seremos incluso dueños de crear pausas y silencios donde nadie, ni siquiera la sintaxis, los indique; podremos imponer un ritmo propio, introducir un final inesperado o a destiempo.

Hemos empezado, pues, a delimitar con las palabras un espacio en blanco cuyo plano, nos dice la geometría, tiene una extensión infinita. Pero como nosotros no somos infinitos, necesitamos acotarla con márgenes manejables. Eso, desde luego, no invalida el concepto, y de ahí la fragmentación de ese solo plano infinito en multitud de páginas en blanco. Podemos por lo tanto ensayar y errar, algo que reafirma nuestra libertad porque nos permite ejercitarla una y otra vez; pero ahora tenemos frente a nosotros una sola página y en el espacio demarcado por sus cuatro bordes artificiales —¡pero tan nuestros!— comenzamos a acotarla todavía más con las pobres herramientas del lenguaje. Hay, siempre lo he pensado y puede que no sea original en esto, una identidad entre poema y fotografía, y esto porque ambas expresiones están íntimamente constituidas por el tiempo: la diferencia radica en que mientras que la fotografía capta un instante exterior, el poema capta un instante interior; pero la gran ventaja del poema está en la amplitud de foco, ya que, puesto que entre sus limitaciones no se encuentra la milimétrica del objetivo, puede encuadrar un mayor número de elementos y más dispares, contradictorios incluso. (Soy consciente de que, por la fuerza de la sugerencia, el fotógrafo puede otorgar un significado amplio, e incluso contradictorio, a los objetos que encuadra; pero la sugerencia forma parte, precisamente, del lenguaje poético). Hemos empezado a acotar nuestras posibilidades con las primeras palabras, sí, pero aún podemos aspirar a un modo de totalidad, a una fusión de experiencias, ideas y emociones, cuyo fracaso final, por impotencia del sujeto, nos individualizará y nos hará distintos a otros. Es, creo, lo que llamamos voz poética, esa que se irá balbuciendo página tras página.

He utilizado la palabra totalidad y advierto, de forma instintiva, el peligro al que me enfrento; por ese motivo he querido matizarla calificándola como «un modo de», puede que en un intento algo torpe de atenuar sus impresionantes resonancias. Pero quiero llamar la atención sobre el hecho de que hablo de esa totalidad como aspiración. En primer lugar, creo no equivocarme si afirmo que, aunque de forma distinta en cada uno por influencia de las creencias o de las experiencias personales, todos experimentamos un anhelo indefinido de plenitud que nos hace sentirnos fragmentos de algo más grande que nos excede. Por otra parte, el hecho de que somos tan solo una pequeña pieza de un universo cuya magnitud nos resulta vertiginosa es, con permiso de Alberto Caeiro, un hecho objetivo; y en todo caso, en cualquier ámbito, sea físico o metafísico (para quienes crean en la metafísica), la totalidad es siempre un punto de referencia necesario para dimensionar el espacio que tanteamos: el fragmento, la parte, lo pequeño, lo es solo por referencia a algo mayor y de no ser así estaríamos hablando, como no puede ser de otra manera, de lo total o completo, lo que significaría aceptar su existencia como la única posible. Confieso que mi concepto de la totalidad es, más que físico, metafísico —más allá de lo físico implica también a la materia, aunque no solo— y pleno de un sentido trascendente, pero no necesito que se comparta esta visión para lograr que otros asientan a lo que trato de explicar; porque cualquiera que sea nuestra posición a este respecto, estoy persuadido de que esa aspiración, de que ese anhelo, se encuentra en el fundamento mismo de la actividad poética y de que la propia amplitud del concepto —no podría ser de otra manera— nos permite asumir ese anhelo con un contenido personal (podría entenderse la totalidad, por ejemplo, desde un plano puramente psicológico, como una fusión de experiencias, ideas y emociones, como señalaba líneas más arriba). Además, la misma existencia del concepto, del que es prueba la palabra que lo expresa, determina su necesidad para nuestras operaciones mentales. Así, por poner un ejemplo que de alguna manera es el opuesto, la existencia del número cero. ¿Existe la nada?, podríamos preguntarnos. ¿Podemos decir, desde la existencia, que coexistimos con la inexistencia? ¿No se trata, tan solo, de una categoría mental? Y sin embargo, cualquiera que sea nuestra respuesta a esta cuestión, lo cierto es que el lenguaje matemático fue impreciso hasta que la aparición del concepto cero, a través de un número que expresa la inexistencia y que la introduce de forma esencial en la existencia, lo afinó otorgándole una precisión extrema que nos hace capaces de alcanzar los confines mismos del universo. Volvamos a la totalidad. Me atreveré a llamarla también «absoluto», espero ser disculpado por ello. Si el pensamiento poético, que no solo opera con el lenguaje sino que, en un intento de superarlo desde dentro de él mismo utiliza también como herramientas el símbolo y la metáfora, necesita asomarse con frecuencia a planos que tratan de apresar el infinito (como el cielo o el océano, la luz o la noche) debe de haber un significado en ello y deberemos extraer conclusiones, deberemos ir, con Leopardi, quello infinito silenzo a questa voce comparando.

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Pero apliquémonos al poema que tratamos de escribir. Al introducir en él por medio del lenguaje un significado reducimos lo absoluto a algo concreto y, por lo tanto, excluyente; y aún así tratamos inútilmente de no perderlo. Comenzamos a fijar límites como medio de crear una forma que nos haga comprensible, aprehensible, el misterio. Sobre la página en blanco vamos conformando, palabra a palabra, un cuerpo de contornos demasiado precisos. Hubo un tiempo, más próximo al silencio primero, en el que la poesía era oral y se declamaba directamente sobre el viento, una página en la que el infinito se hace más presente porque su plano se extiende sin límites. Nosotros, no obstante, optamos por el papel (cada vez más sobre el píxel de la pantalla). Supongo que al gozar de materia palpable halaga nuestra vanidad, dándonos la impresión de que lo que dejemos inscrito en ella puede perdurar algo más que nosotros. No podemos luchar contra las impresiones.

Pero conforme comenzamos a emborronar su superficie descubrimos que si el vacío de la página en blanco nos resulta fascinante, aterrador incluso, es precisamente por la paradoja de que no es un vacío, sino todo lo contrario. Desde luego, el silencio implica una ausencia de lenguaje articulado, y es en ese sentido en el que hablamos de vacío; sin embargo, en cada silencio está contenida la totalidad de cada uno de nosotros, transformados —enriquecidos, empobrecidos— en cada pliegue, en cada división que operamos sobre él. El silencio nos obliga a volver los ojos sobre nuestro interior, haciéndonos acceder al conocimiento intuitivo de una realidad mucho más amplia que la visible. Y por nuestro propio bien, deseemos no encontrarnos solo a nosotros mismos en ese interior tan íntimo.

Hemos comenzado a escribir, a acotar con palabras —con notas, con trazos de pincel o de lápiz— y ya desde la primera línea consumamos la traición a la totalidad que contemplamos dentro de nosotros porque el lenguaje, torpe herramienta, nos impide abarcarlo todo en un solo tiempo: es parte de nuestra limitación de seres temporales, que nos condena a lo sucesivo (de alguna manera, cuando el ser humano toca la eternidad, la transforma en tiempo —la eternidad y un día de Shakespeare, que tan bien nos representa). Extraemos de nuestro abismo interior un fragmento, un destello de tiempo, y sobre la página en blanco lo vamos traduciendo a una forma comprensible para otros, aunque también para nosotros mismos. Y el silencio, atomizado en el interior del poema, constituyéndolo medularmente, tendrá una importancia decisiva para que esa forma que pretende emerger desde él conserve un sentido para nosotros. La obra, el poema, implica una prospección en nuestro interior, y a causa de ello ya no es tanto la expresión de una experiencia, que lo es, como una experiencia en sí mismo, en la medida en que su proceso de creación intensifica nuestra conciencia y nos transforma.

Seguimos escribiendo, no podemos evitarlo, y sentimos que vamos perdiendo lo absoluto, que cuanto más avanzamos vamos diciendo cada vez menos, pero percibimos también que lo hacemos con mayor intensidad. Sí, quizá sea la intensidad lo que nos consuele en el fracaso final del poema. Mientras escribimos no dejamos de contemplar lo que el silencio nos muestra, pero concentramos la mirada sobre un punto y de esta manera lo ampliamos, si no en extensión, sí al menos en profundidad. Lo unimos, también, con otros puntos, en esa aspiración a no perder la totalidad, tratando de reconstruirla, de recomponerla, tras haberla roto con nuestro torpe intento. Para que el poema se forme sobre la página es necesario extraer su materia del inmenso abismo del que procede y que lo circunda; es necesario mantenerlo entre unos márgenes que conserven la blancura y que insinúen la infinitud del plano; es necesario tender el lenguaje sobre el silencio para que su forma pueda ser visible. Hay, pues, un doble juego del silencio en el poema: el del silencio que rompe con su aparición, y el de los silencios interiores que lo penetran y conforman. Acude a mi mente el esfuerzo de Miguel Ángel, liberando a martillazos la figura aprisionada en el interior del bloque de mármol. Pero no, no es eso. El ejemplo no sirve. No hay solo una figura dentro del bloque del silencio y al golpearlo no destruimos todas las otras cosas que quedan dentro de él, ocultas para todos. Ni siquiera destruimos el silencio, que se restaurará cuando el poema concluya y que lo conforma mientras existe.

Sí, avanzamos y sentimos que perdemos, a cada palabra, la totalidad que quisiéramos expresar. Escojamos, por lo tanto, palabras de significado abierto. Frases incompletas. Una sintaxis propia. Pausas, espacios, encabalgamientos, que dejen una abertura por la que sea posible asomarse al misterio. Todo nos está permitido. Luchemos por desaparecer para dejar un mayor margen de amplitud porque si la masa de nuestro yo es demasiado pesada, lejos de proyectarnos lo absorberemos todo hacia ella provocando su destrucción. El fracaso es inevitable, pero hagamos la derrota menos estrepitosa. Al tratar de extraer el poema desde el fondo de nuestro silencio nos veremos forzados a dejar en él muchas cosas, y en las cosas que decimos, pero más aún en las que callamos, otros reconocerán el timbre de nuestra voz. Nunca nosotros. Nadie escucha su voz como realmente suena para los demás, porque en nuestro interior no suena, sino que resuena, y eso supone una cierta distorsión.

Nos aprestamos a llegar al fin del poema que torpemente hemos garabateado y un nuevo silencio se advierte, inmenso, aterrador, tras el último verso. ¿Seremos capaces de volver a escribir otro poema tras este, o el silencio será ya definitivo? Es un temor que se repite cada vez; pero, ¿de verdad sería tan terrible permanecer callados? A cada silencio hemos llegado no desde un ruido, no desde un sonido, no desde una palabra, sino desde un silencio previo. ¿No será, pues, nuestra voz más amplia, más plena, más absoluta, en nuestro silencio? ¿No encontraremos más respuestas, más plenitud, en el silencio primero del que todo parte y en el que todo encuentra su origen, en el silencio anterior a la primera palabra, a la palabra creadora? Nuestro poema ha aprisionado en el plomo del lenguaje la aspiración a la plenitud interior. No deja de ser un fracaso; pero es un testimonio y ahora, también, nuestra libertad se ha vuelto mucho más real, más auténtica y plena, porque ha sido cumplida. Y ahora, al llegar a su final, al abrirse de nuevo bajo la última línea el abismo blanquísimo de la página, somos conscientes de que al concluir el poema devolveremos a la totalidad, en el silencio, el mínimo fragmento que habíamos extraído trabajosa y pobremente de ella, transformado con nuestro propio ser.

Carlos Izquierdo

Carlos Izquierdo Herrero (Valencia, España, 1973). Licenciado en Derecho por la Universidad de Valencia. He publicado Cuaderno de Instantes, poemario ganador ex aequo del XXVII Premio Joaquín Benito de Lucas (2011), editado en la Colección Melibea, Ayuntamiento de Talavera de la Reina (2012); Éxodo (Amargord Ediciones, 2016), e Insomnio (Ediciones Eolas, 2023). La revista Fábula publicó una pequeña selección de poemas en su número 53 en 2023. Como traductor ha realizado la traducción y edición anotada de las Melodías Hebreas de Lord Byron, que se publicará por la editorial Pre-Textos a principios de 2024. Obtuvo el tercer Premio del Certamen Nuevos Dramaturgos Lanau Espacio Escénico (2014) por la obra La taza rota, estrenada en Mínima Espacio Escénico en Madrid (2015). Una muestra de su obra teatral puede consultarse en el plataforma de autores contextoteatral.es. Edita el blog literario La Ventana Encendida (carlos-izquierdo.blogspot.com.es).

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