El trabajo de la mirada

Gracias a Clarice Lispector entendí cuál es el único trabajo al que quiero dedicarme en este mundo, por destino y vocación: la mirada. A eso voy y me debo.

Esto merece antes que nada la precisión de aclarar que no hablo en exclusivo del sentido humano de la vista, sino de la amplitud vital que supone mirar lo que surge alrededor y dentro de mí. Una experiencia que va más allá de mis ojos y me colma por entero. Hablo de la búsqueda constante —y frustrante a veces—, de un estado que implica una rebeldía plena y desinteresada frente a cualquier otra labor circundante. Volverme un completo inútil una vez ahí es lo obvio.

Cuando miro, cuando lo hago verdaderamente, no me dedico a otra cosa. Soy yo y lo mirado, e igual de importante, soy lo mirado y yo. A veces olvidamos que esto último sucede, pero Nietzsche tiene una fórmula para recordárnoslo: «Cuando miras al abismo, el abismo también ve dentro de ti». Es hasta cierto punto macabro pero es verdad: en todo momento somos observados, hay veces incluso que por nosotros mismos, y no podemos notarlo. Lo cierto es que esta relación implica una suspensión de cualquier otro factor, lo cual puede ser benéfico o contraproducente, según el caso. Por ello, pasa que cuando estamos fijos en algo y se nos distrae de repente, tenemos un sentimiento de amarga sorpresa, algo poco agradable a decir verdad.

La mirada es exigente y tirana. Hablo así de la compenetración entre el ojo y su acción. Pero antes de seguir, ¿a qué acción me refiero? Hay una división filológica que explica mucho de entrada: la distancia entre los verbos mirar y ver. El primero (mirar), según el diccionario etimológico de Joan Corominas, aduce a la admiración, a la sorpresa y al beneplácito por la contemplación; en contraste, el segundo concepto (ver) ha sufrido cambios importantes durante siglos, y de hecho es más antiguo, aunque en general se ha asentado hasta ahora como un sinónimo del sentido de la vista. Podemos decir para redondear que la visión es profundidad en el mirar; y el ver es la realización de lo mismo aunque de manera más intuitiva y somera.

Al realizar esta arqueología me sorprendió saber que hubo un tiempo (aproximadamente del s. XII al XVI) en el que ver también aludía a algo que pasa por el umbral de lo místico, relativo también a la videncia. Quienes podían hacerlo eran los iluminados por alguna divinidad (los poetas, por ejemplo). Tal atribución, sin duda pagana, ha ido apagándose con el tiempo; primero por la inquisición punitiva y luego, por el capitalismo aniquilador de creencias: con el tiempo hemos ido quitándole su papel mágico y místico a los sentidos, y con ello perdemos mucho en los alcances de aquello que podemos saber, como apuntó Walter Benjamin en uno de sus escritos sobre el surrealismo.

Es correcto el español entonces cuando nos hace decir que tenemos un sentido de la vista y no un sentido de la mirada. En primer lugar porque la mirada exige una disciplina que toma tiempo, esfuerzo y que es necesariamente improductiva para cualquier cosa que no sea su propia realización. Mirar es un estadio que se busca y no una condición natural: es una cualidad que nos hace humanos. La vista, por otra parte, opera sin demasiadas exigencias pues la consideramos algo inherente; y apenas nos reclama cuando la cansamos, atrofiándola, con el celular o la televisión. 

La vista, cuando se corrompe, nos vuelve vulgares e insensibles. Los nervios con los que opera son músculos que gastamos sin culpa pero cada imagen procesada se va directamente a nuestra mente. Los placeres que nos provoca son muy redituables por ello, al punto de que prácticamente toda la industria de consumo contemporáneo depende de ella. Ya no es «de la vista nace el amor» sino «de la vista nace el consumo». Somos una sociedad visual cuyo sistema pende de la imagen que damos antes que de la esencia que nos compone. Sin lo que proyectamos no somos nada y nada valemos sin esta apariencia. Somos usualmente impostura, máscara de lo aparente.

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Aunque no lo percibamos, la vista se desgasta a diario igual que cada parte de nuestro cuerpo. Y cuando enferma puede traernos consecuencias nefastas que poco imaginamos hasta que nos toca experimentar algo así. Perderla, aunque sea de manera pasajera o relativa, es una experiencia indeseable por muchas razones, pero también es una oportunidad para mirar, valga la paradoja. Me permito profundizar en ello, pues es un hecho que ahora comprendo mejor y con menos prejuicios dado que parto de una condición que sufrí en carne propia.

Hace algunos años tuve una infección ocular que tuvieron que operarme dada la complicación que alcanzó su desarrollo. La experiencia fue ingrata: me llenó de dolor e impotencia cotidianas, pero también me dio algunas herramientas para reconocer el valor de este sentido no solo al contar con él, sino al estar frente a su ausencia. Igual que el amante desolado, pude sentir de otra forma lo perdido, dándole un valor reconocible solo ante esta situación.

Recuerdo mis ojos enfermos e hinchados, deformándome, dándome un rostro que no era el mío. Me sentía inhumano porque estaba incompleto, según yo. Recuerdo la limitación y la vergüenza. La burla. Recuerdo el pabellón de los enfermos visuales en el hospital, esa marginación que se sintió cobijada por quienes sufrían algo parecido a lo mío. La mayoría de los adultos ahí expresaba a los enfermeros la preocupación urgente de volver a desempeñar sus jornadas laborales cuanto antes; y la mayoría de los niños, más sabia sin duda, preguntaba a sus padres solamente cuándo es que podrían ver bien de nuevo. Yo extrañaba mis ojos saludables pero, no me cuesta decirlo, no extrañaba la mirada porque nunca la perdí. Recuerdo mi semblante herido de mortalidad apenas con veintidós años, en el arrepentimiento tal vez prematuro de haber desperdiciado mi cuerpo. 

Recuerdo bien toda esta experiencia porque ahí pude ejercer la mirada hondamente con todo y carecer de los privilegios de la vista. Sé que jamás volví a ver igual porque aprendí que en tales circunstancias, después de todo, es posible vincularse también con el mundo, apropiarse de él de una manera satisfactoria y única. Entendí la belleza, de esa, mi propia fragmentación visual. 

Recuerdo también a los ciegos, con su expresión facial imposible de olvidar. No me quedó duda desde entonces de que siempre miran algo. Pero, ¿a dónde se va la mirada de los ciegos? Me obsesionó esa pregunta porque imaginaba que escondía una respuesta reveladora, quizá antes maravillosa que aterradora…

Demian Ernesto

Demian Ernesto (Ciudad de México, 1991). Sociólogo y editor en la UNAM. Sus poemas, ensayos y traducciones han sido publicados en México, España, Argentina y Venezuela. La UNAM ha publicado su primer libro La lección de Steiner en 2019. Fue reconocido en el Concurso «Una mirada artística: del miedo a la esperanza» (PUEDJS-UNAM), en el Concurso Ediciones Digitales Punto de Partida 2019 (UNAM), en el Premio Difusión de la Lectura Alonso Quijano UNAM 2019. Becario del Festival Interfaz, categoría de poesía. Ponente en coloquios en universidades de España, México y Perú. Jurado seleccionador Premio Loewe de Poesía en 2020 y 2021.

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