Hechicería para no videntes

Los diarios de Thoreau

Un diario: un libro que ha de contener un registro de todo nuestro gozo, de todo nuestro éxtasis.

Henry David Thoreau 

De todas las cosas extrañas e inexplicables, escribir este diario es la más extraña. No dejará que se diga nada de él; su bondad no es buena, ni su maldad mala. Si hiciera un ímprobo esfuerzo para exponer mis mercancías más íntimas y valiosas a la luz, mi muestrario parecería lleno de los más humildes enseres domésticos…

(29 de enero de 1841, 1981: 237)

En sus diarios, Thoreau reflexiona sobre la práctica de escribir y de escribir diarios. Dice que cuando lee busca el libro que lo obligue a abandonar el libro, que lo ponga en acción, que lo colme de una especie de riqueza tan sutil que lo deje con el menor de los pesares; como si hubiera recién descansado su ánimo en el libro y se levantara, después de este, recargado, con una energía leve pero segura, para salir del libro, volver al mundo, cambiar de lectura. Cuando Thoreau lee va dispuesto al encuentro de una experiencia que no se puede buscar: «Lo mismo que ocurre en la naturaleza. A veces observo en ella una extraña trivialidad, casi apática, que lleva a la belleza y a la gracia. Las fantásticas y caprichosas formas de la nieve y el hielo, las innumerables colinas que exhiben la huella de los conejos…»

Thoreau aspira a encontrar en los libros su belleza, que solo se da espontáneamente, por accidente quizá, por lo menos sin un esfuerzo evidente, aspira a su especie de verdad o naturalidad doméstica, que es muy rara de encontrar y que, sin embargo, parece bastante asequible. 

Dice: «Tal vez no haya un sentimiento elevado, ni expresiones pulidas, sino que se trata de una charla descuidada y campestre. El escolar raramente escribe tan bien como habla el granjero. Lo doméstico es un gran mérito en un libro; está cerca de la belleza y del arte elevado. Algunos solo poseen este mérito; unas cuantas expresiones domésticas los salvan. Lo rústico es pastoral, pero la afectación es meramente civil. El escritor no logra que su experiencia más familiar acuda graciosamente en ayuda de su expresión y, por tanto, aunque vive en ella, sus libros no contienen ninguna imagen tolerable de su entorno y de la vida sencilla. Muy pocos hombres podrían hablar de la naturaleza con sinceridad. No le hacen ningún favor; no dicen una sola palabra que la beneficie. La mayoría se queja mejor de lo que habla. Podríamos obtener más naturaleza pellizcándoles que dirigiéndonos a ellos. Lo que interesa es la naturalidad, y no solo el buen natural. Prefiero la hosquedad con la que el leñador habla de sus bosques, que maneja con la misma indiferencia que su hacha, al entusiasmo melifluo del amante de la naturaleza».

El escritor sabe que miente, o por lo menos, sabe que inventa, y que la realidad de su artificio es una suerte de sobrerealidad, una realidad secundaria que no conoce realmente, pues la intensidad de su realidad primaria está sumergida en la práctica de la escritura misma, que lo consume todo. En otras palabras, el escritor vive cuando escribe, no hay otro tiempo que el presente, cuando el escritor vive, vive a través de la escritura, y por eso envidia con frecuencia la propiedad y el énfasis con que el granjero puede llamar a su yunta, y estaría dispuesto a confesar que si esas palabras se escribieran superarían sus elaboradas frases. ¿Por qué? Porque le envidia la fuerza, le envidia el peso, su manera de incrustar la realidad, su efecto indiscutible y performativo, su condición de perfecto engaño, inapelable, su indeclinable verosimilitud.

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«En un diario es importante describir en pocas palabras el tiempo, o el carácter del día, en lo que afecta a nuestros sentimientos», dice Thoreau, y cuenta que Labaume escribió su diario de campaña en Rusia por las noches, en medio de peligros y sufrimientos increíbles, con una pluma de cuervo y un poco de pólvora, mezclada con algo de nieve derretida en la palma de su mano y la pluma cortada y arreglada con el cuchillo con que había cortado su miserable ración de carne de caballo.

En otra entrada pone: «Quiero vivir siempre de manera que mi gozo y mi inspiración surjan de los acontecimientos más comunes, fenómenos cotidianos, para que pueda inspirarme con lo que a cada hora perciben mis sentidos, mi caminata diaria, la conversación de mis vecinos, y no pueda soñar otro cielo que el que se extiende sobre mí. Si un hombre adquiere el gusto del vino y del brandy al precio de perder su amor por el agua, ¿no deberíamos compadecerle?».

Y más adelante: «El tiempo no es sino la corriente donde voy a pescar. Bebo en ella, pero mientras bebo, veo el fondo arenoso y advierto lo somero que es. Su delgada corriente se desliza, pero la eternidad permanece. Quisiera beber más profundo; pez del cielo, cuyo fondo está empedrado de estrellas. No puedo contar ni una sola. No conozco la primera letra del alfabeto. Siempre he lamentado no ser tan sabio como el día en que nací. La inteligencia es un cuchillo afilado, discierne y penetra el secreto de las cosas. No deseo estar más ocupado con mis manos de lo necesario».

Thoreau admira al desconocido escritor de Ju-Kiao-Li, una novela china de hace más de ochocientos años, porque le parece que ha apreciado la belleza de los sauces; y porque cuando Pe, la protagonista de la novela, se marcha de la ciudad al final de su vida, a una corriente bordeada de sauces, a unos treinta kilómetros de distancia, para pasar el resto de sus días bebiendo vino y escribiendo versos allí, el desconocido y genial escritor describe sus cejas como una hoja de sauce que flota en la superficie del agua.

Thoreau va en busca de la precisión del habla y encuentra una realidad improbable. Piensa en palabras dichas a tiempo, dichas con rara plenitud, como una flor se abre en el campo, palabras que aun cuando disputemos su doctrina habremos de conceder que hay verdad en su firmeza.

En otra entrada escribe: «Oigo el grito de un enorme halcón que con las alas encrespadas surca el aire hacia el alto confín del bosque, aparentemente para asustar a su presa y así detectarla: un graznido estridente, como para helar de terror a los gorriones, y muy propio de su pico corvo y hendido. Lo observo contra el cielo. Grita con fuerza, con un temblor ondulatorio impartido por sus alas y su movimiento al volar. El ala rota de un halcón volverá a crecer, pero no la del poeta»…

Matías E. Wendt

Matías Ezequiel Wendt (Puerto Rico, Misiones, Argentina, 1994). Estudió el profesorado y la licenciatura en Historia. Actualmente se encuentra cursando una maestría en Filosofía. Es escritor y docente. Es autor de novelas cortas, relatos, guiones, ensayos y artículos de investigación.

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